sábado, 15 de noviembre de 2008

Intriga Piadosa (El desenlace)



Para Basilia, el noviciado fue un romance. Su alma atribulada halló consuelo entre novenas, versículos y polvorones de azucar glass. Cada día, antes del rosario de las 5, Basilia subía a los montes donde corría por los riachuelos y cantaba con las aves, los zorros y otros bichos de menor categoría, pero iguales ante el Señor. Basilia no se percataba que los zorros se escondían, los bichos se autoinmolaban, y las aves se desplomaban de las ramas a causa de su halitosis.
El romance terminó en cuanto Basilia se ordenó como religiosa y comenzó su labor. Cuando trataba de llevar comida a los pobres se la aventaban a la cara, los enfermos terminales se escondían bajo la cama y los siete niños a quienes intentó enseñar a cantar, le rompieron la guitarra en la cabeza.

Ramona siguió errabunda entre paganos y fariseos por un buen rato. Con doce intentos de violación interrumpidos y ganándose la vida como doble en películas snuff, un día conoció a unos adoradores de Charles Manson que la invitaron a su caravana. ¡Al fin un poco de calma y vida espiritual! En un viaje de hongos, peyote, mezcalina, ácidos y ayahuasca, Ramona tuvo una visión: dos mujeres, cada una con una pierna, una con tres orejas y la otra con un ojo, nadaban en el estómago de una ballena mientras le decían: “Busca a tu hermana. Ella es el este de tu oeste, el ying de tu yang, el pollo de tu mole”. Cuando Ramona se lo platicó a sus compañeros, éstos concluyeron que Ramona se había pasoneado sin retorno, y la echaron de la caravana en mitad del desierto.
Cuarenta días y cuarenta noches anduvo Ramona sin rumbo fijo, sin agua y sin pan. Sólo la mantenían viva dos cosas: la visión repetida de las siamesas proféticas, y la dotación de Golden Acapulco que sus caritativos compañeros le habían regalado antes de abandonarla. Siguiendo sus instintos llegó al convento del Sagrado Corazón Sangrante del Niño de los Milagros Inesperados y la Virgen que lo Parió. A sus puertas se desplomó, y estuvo catatónica durante quince días.

Cuando volvió en sí, la madre Perpetua metió a Ramona en rehabilitación. Esto es, la tuvo en una celda con suero de rompope intravenoso y prolongadas lecturas de los Salmos. Ramona salió de ahí limpia y conversa como sólo un pecador emergido de los más oscuros fondos de la barbarie y la perversión puede hacerlo. Ramona era tan piadosa, tan humilde, tan creyente y tan horrible, que el Vaticano autorizó los votos express y en dos meses se había convertido en religiosa.

Sin saber que eran hermanas, desde el primer momento en que se vieron, Ramona y Basilia se instalaron en una contienda feroz. Ambas habían vivido creyendo que sus fealdades eran insuperables, y una competencia de ese tamaño no la iban a tolerar. Si una empezaba a cantar El Señor es mi Pastor, la otra cantaba más fuerte y con falsetes; si una se sabía de memoria el Eclesiastés, la otra lo recitaba en hebreo; si Ramona multiplicaba los panes, Basilia caminaba en el agua; si una se dejaba el bigote, la otra se dejaba la barba. La Madre Perpetua casi pierde un disco lumbar de tanto rezar de rodillas, y por sermones no paraba. Que si la soberbia es un pecado, que si amarás a tu prójimo, que si las voy a mandar con el padre Maciel. Nada funcionaba. Pero cuando las hermanas comenzaron a deambular por el convento con silicios y coronas de espinas y dándose de latigazos, Perpetua se levantó del reclinatorio y decidió que era suficiente. Una de las dos tendría que irse. Sin corazón para elegir, la Madre tomó una decisión salomónica: pondría a sus hijas espirituales en subasta.

En el atrio del convento las monjas sirvieron aguardiente y sardinas y repartieron papeletas y plumones. Acudieron vecinos de todos los pueblos cercanos y distantes, incluido Pepinillo de Mochabragueta. Sor Basilia y Sor Ramona fueron colocadas cada una sobre un guacal, y entre gritos, abucheos, guarradas y sudores, comenzó la subasta. Contrario a lo que pueda pensarse, ésta fue bastante competida. Los contendientes más fuertes eran los hermanastros de Basilia, que querían llevársela con fines vengativos; también estaba el productor de películas snuff, quien reclamaba a Ramona por incumplimiento de contrato. Cuando éste había ofrecido la insuperable suma de tres gallinas y un litro de vinagre de manzana, algo inesperado sucedió. Sor Basilia le aplicó una llave a Sor Ramona, la tiró al suelo y le puso un cuchillo de cocina en el cogote. En ese momento, alguien gritó: “¡No lo hagaaaaaas! ¡Es tu hermanaaaa!” Era el sacerdote que había atendido el parto de ambas, seguido del carnicero y del panadero Benigno Caraguapa, a quien habían tenido que sacar del catre donde fornicaba con una cuadrapléjica sordomuda. “¡No, no puede ser verdad! ¡Ella no! ¡Me estás pisando el ojo!” exclamaron Ramona y Basilia, ad libitum. “¡Sí, hijas mías!”, dijo el padre (no su padre el panadero, sino el sacerdote partero), “¡yo mismo las traje este mundo, envueltas en sangre, moco y un pecado innombrable!” Y entonces contó la historia del incendio, y luego el carnicero explicó muy orgulloso la cirugía de las siamesas, y luego la Madre Perpetua contó del secuestro de quien se dedujo era Ramona. Unos escuchaban azorados, otros exclamaban "oh", otros replicaban "ah", los demás ya habían perdido el hilo y jugaban gato con las papeletas. Al cabo de un rato, las sardinas se acabaron, el padre biológico se disculpó alegando que había dejado unas conchas en el horno, y Sor Ramona y Sor Basilia se intercambiaron las cofias y se pusieron a cantar abrazadas Si nos dejan. Durante la recapitulación se habían fundido tres botellas de aguardiente.

Pronto partieron las dos a un retiro espiritual, donde gracias al conocimiento botánico de Ramona, tuvieron numerosas e interesantes conversaciones con sus madres. Iluminadas, comprendieron lo que debían hacer para romper con su destino fatal. A su regreso del retiro acudieron de inmediato con el carnicero, quien les practicó una exitosa cirugía de cambio de sexo. Ramón y Basilio fueron buenos cristianos y párrocos ejemplares, tuvieron una vasta descendencia, y no volvieron a intentar asesinarse mutuamente nunca más.

FIN

martes, 7 de octubre de 2008

Intriga Piadosa (Parte II)

Después de que la madre Perpetua se escabullera con una de las niñas en la oscuridad de la noche, fue interceptada por una pandilla de pelafustanes que traficaban armas, infantes y lencería fina. En el puerto, la pequeña Basilia fue intercambiada por un saco de monedas y tres gallinas a un polizonte bizco a punto de embarcarse hacia Singapur. Pero casi al zarpar el barco fue interceptado por corsarios, que revendieron a la niña por otro saco de monedas y una cabra a una pareja de octogenarios que nunca habían tenido familia y a quienes rechazaban en todos los trámites de adopción. “Tu estirpe se prolongará como las estrellas”, auguraron los piratas al viejo, de nombre Justino Abraham. Pero la pitonisa de la región opinó otra cosa. Después de descubrir los harapos que cubrían a la niña y verle la cara, anunció a los viejos una terrible profecía: que esta hija suya no conocería hombre jamás. Que ni lo soñaran. Que antes ganaría México en el Mundial. Los ancianos murieron días después. No tanto debido a las malas noticias como a la tuberculosis, la cirrosis y la adicción a la heroína que ambos padecían. Basilia fue rescatada por una familia de gitanos, que viajaron con ella durante algunas horas y, hartos de sus alaridos, terminaron abandonándola a las puertas de un oscuro y derruído edificio. Fue así que, con apenas una semana de nacida, Basilia terminó en el orfanato de Pepinillo de Mochabragueta.

Ramona, por su parte, fue regalada a unos pastores muy crueles con dieciséis hijos todavía más crueles, que la enviaron al monte con los borregos en cuanto supo caminar.

La infancia de ambas fue terrible. En el orfanato, a Basilia le pegaban con cualquier objeto y por cualquier motivo, le daban huevo pasado y frascos con restos de mayonesa para comer, y la obligaban a limpiar los retretes. Con la lengua. A Ramona ni los borregos la querían. Entre los de su edad, la cosa era peor. A Basilia los niños le arrancaban los pelos de la nariz y la obligaban a comerse sus propios anteojos; a Ramona sus hermanos la encerraban en el granero y tomaban turnos para que les sacara punta a sus lápices con los dientes.

Sin embargo, por las noches, cada una miraba por la ventana hacia la inmensidad del firmamento, convencida de que había algo… alguien, allá afuera, muy parecida a ella... Entonces se alegraban de que existiera un ser todavía más miserable.

En la adolescencia, tal vez atraída sin saberlo por el cosmopolitismo de sus primeros días de vida, Basilia escapó del orfanato y se fue a la ciudad. Ahí practicó toda clase de trabajos espantosos. Fue afanadora en rastros y cárceles, sujeto para experimentos científicos y asistente de producción en comerciales. Su destino cambió cuando la descubrió un cirquero, que la convirtió en estrella. Bueno, en realidad era el relleno entre los payasos disléxicos y el tigre famélico, pero su anuncio (“pase a ver a la mujer más fea del mundo, si usted no cree que es la mujer más fea del mundo el elefante le convidará un cacahuate”) atrajo la atención de decenas de espectadores que llevaban sus propios cacahuates para aventárselos a Basilia.

Por su parte, con tantas horas de soledad en el monte, Ramona se hizo aficionada a la lectura de historietas de asesinos seriales, hasta que un día tomó la decisión de matar a sus hermanos. Intentó ahogarlos en un pozo, lanzar una secadora de pelo en el río donde nadaban, decapitarlos con el cuchillo del pan mientras dormían, quemar la casa, echarles a los borregos. Nada funcionó. Lo que sí hizo fue matar a sus padres. Una noche, éstos llegaron tarde y medio alegres de una fiesta en el pueblo. A Ramona le había dado hambre y fue a la cocina por unas galletas. Cuando sus padres abrieron la puerta y Ramona saltó sin aviso de la despensa masticando galletas, la visión los mató de un infarto. Fue en ese momento que se escuchó la voz. Una voz fortísima, poderosa como un trueno, que cimbró a Ramona en lo más hondo de su ser. Era ella misma, que se había machucado el dedo con la puerta de la despensa. Pronto fue arrollada por sus dieciséis hermanos, que salieron a un tiempo para ver qué sucedía, pateando sin querer a sus padres como si fueran costales de papas. Cuando al fin uno se percató de que estaban ahí tirados, señaló a Ramona, horrorizado: “¡Ha matado a nuestros padres!”, “¡Y se comió mis galletas!”, añadió otro. Los otros catorce exclamaron diferentes cosas que no se entendieron bien, y salieron con escobas, rodillos y sartenes tras Ramona.
Así comenzó una larga persecución a la que se fueron sumando todos los habitantes del pueblo. Estaban muy felices porque no había pasado nada emocionante desde que aquellas siamesas parieran donde el carnicero, años atrás. De repente, alguien vociferó: “¡Deténganse!” Era la mismísima madre Perpetua, seguida de una masa blanquinegra: las cuarenta y seis monjas del convento del Sagrado Corazón Sangrante del Niño de los Milagros Inesperados y la Virgen que lo Parió. Ramona pronto se escondió entre sus hábitos fragantes de veladora y rompope. Las monjas formaron una barricada tan fulgurante de beatitud que la gentuza retrocedió amenazada. Eran muchas. Eran rudas. Eran las Novias del Señor. “Vámonos”, mascullaron los pueblerinos. “Traen rosarios y cirios pascuales”. Fue así que las puertas del convento se cerraron tras Ramona, sellando el encuentro con su destino.

¿Y Basilia? Basilia para estos momentos estaba trabajando en anuncios de cirugías plásticas, modelando para las fotografías del “antes”. Pero encontraría el Camino poco después…

(Continuará…)

lunes, 29 de septiembre de 2008

Intriga Piadosa



Sor Ramona y Sor Basilia son hermanas. Ante Dios y también ante los hombres, aunque ellas no lo saben. Ambas nacieron del mismo padre, Don Benigno Caraguapa, el panadero de Pepinillo de Mochabragueta, pueblo inmundo pero famoso por sus cuchillos para desmembrar pollos. Don Benigno era el hombre mejor parecido de la comarca y sus alrededores, y las mujeres se peleaban por pasar unas horas retozando con él en el catre que tenía detrás de los hornos. Eso sí, Benigno era miope como un murciélago. Este fue el único atributo que le heredó a sus hijas Ramona y Basilia, y probablemente la razón de haber tenido un romance con sus madres. Y no porque fueran feas, las madres (no las madres, sus madres), sino porque eran siamesas, situación que podría desencajar a cualquier perverso poco sofisticado, como lo era Benigno. Cuando los padres de las madres de las hermanas se enteraron de que sus hijas estaban simultáneamente embarazadas de Benigno Caraguapa, se armó la debacle. De profundas convicciones religiosas, concebían aquel embarazo simultáneo como urdido por el mismísimo demonio. Acudieron con toda clase de comadronas, hechiceros y medicuchos locales para detener el asunto (o mejor dicho los asuntos), pero todos se negaban a meter mano en aquel… en aquellos cuerpos tocados por el pecado. De impíos y relapsos no los bajaban, y los echaban de las posadas con insultos e improperios extendidos al burro en que viajaban. Entonces, ya por ahí del quinto pueblo visitado, un hombre al fin se mostró empático, asertivo y eficientemente proactivo con aquellos padres desesperados y propuso una solución: separar a las siamesas. “¡Pero si nos han dicho que es imposible!” “¡Nuestro Señor nos las envió así! ¡Es nuestra cruz y hemos de sobrellevarla!” “¡Sería asqueroso!” Pero no se podía negar que el hombre contaba con un imponente instrumental. Después de todo, era carnicero. Los padres de las siamesas lo echaron a suertes, y ganó la voluntad del Señor. Dejaron a sus hijas en manos del carnicero, y se regresaron a Pepinillo de Mochabragueta tan rápido como el burro se los permitió.

La verdad es que la operación, dentro de todo, fue un éxito. Una siamesa quedó con tres orejas y la otra con un solo ojo, pero nada más grave que eso. La recuperación de las hermanas (o sea, de sus madres), fue casi tan lenta como la propia gestación. El carnicero se pasaba los días y las noches poniéndoles chuletas en la frente, recosiendo sus heridas maltrechas y cortándoles las uñas de los pies. Pero por cada hombre de buena voluntad, hay una horda de fariseos hambrientos de chisme y escarnio. Y para ese momento, los cuchicheos en el pueblo se habían aguzado a niveles alarmantes. Rumoraban en los mercados, los prostíbulos y las peluquerías que el carnicero tenía a dos mujeres amordazadas en su trastienda y sólo las alimentaba con grasa de cerdo y agua del grifo. Otros decían que las secuestradas eran dos hijas suyas que jamás habían visto la luz del día y el carnicero las torturaba con chuletazos en la cara y programas malos de la radio. Cuando al fin se supo la cuádruple verdad que se escondía tras las paredes de la carnicería, la gente exclamaba por las calles: “¡Es el signo del fin! “¡Son los cuatro jinetes del Apocalipsis!” “¡Corre por dos kilos de bistec antes de que cierren!”. El escándalo llegó lejos, lejísimos… tan lejos como Pepinillo de Mochabragueta, donde el padre de las muchachas fue linchado por negligente y su madre ni se enteró. (Estaba en el catre con Benigno el panadero.)
La otra mitad del gentío escandalizado aguardó paciente hasta la semana 38 de gestación para arremeter justo en el momento climático. Así, en el preciso instante que las hermanas siamesas estaban dando a luz, la multitud prendió fuego a la carnicería. Las hermanas no podían ni levantarse (entre otras cosas porque cada una tenía sólo una pierna.) Pero felizmente el cura del pueblo, que estaba atendiendo el parto, logró salir por la puerta trasera con las dos niñas recién nacidas. Tosiendo y cubierto de hollín y restos de placenta, a la salida el cura se topó con la madre Perpetua, que pasaba por casualidad. “¡Madre!”, le dijo, “¡tome usted a una de estas criaturas y llévela lejos de aquí!” “Pero, ¿por qué razón, padre?”, espetó la religiosa. “Porque ninguna debe saber el terrible sino que las trajo a este mundo. Y si están juntas, a una de ellas se le saldrá.” Convencida, la madre Perpetua tomó en brazos a una de las hermanas, y se alejó en la penumbra de la noche...

(Continuará…)

sábado, 20 de septiembre de 2008

California Dreaming


EXT. / PEET’S COFFEE & TEA, LARCHMONT, LOS ANGELES, CA. / DÍA

Mi amiga Shanna me dejó aquí para irse a trabajar. Después de cuatro días seguidos de vacación, tuvo que ir a la oficina y mi vuelo de regreso a México no sale hasta tarde en la noche. Shanna es una celebrity publicist, que no es lo mismo que un agent. Un agent te consigue castings, películas, chamba. Un publicista te consigue fama. Apariciones en televisión y en revistas, fotografías en fiestas y pasarelas. No se me ocurre un trabajo más adecuado para esta ciudad. Casi tan adecuado como ser una celebridad. O un guionista. Tal vez fue por eso que Shanna me depositó en este café, el cual es famoso por la concurrencia de escritores de Hollywood que aquí se congregan para trabajar y beber muchos double big crunchy crispy creamy chunky extra big extra light capuchinos. Acabo de constatarlo. No lo de double big crunchy creamy sino lo de la concurrencia de guionistas. Adentro del café hay cerca de 7 laptops abiertas, algunas con el Final Draft, y todos sus ocupantes tienen pinta de no encajar en la vida. Fuera (donde se fuma), en la mesa junto a la mía, acabo de presenciar una entrevista de trabajo. Una escritora con respuestas muy rápidas y sandalias muy feas, le enunciaba con desenvoltura su amplísima currícula a un bronceado productor. Nunca había presenciado una conversación tan ágil, tan inteligente, tan encantadora y tan entrenada. Volaban nombres como Charlize, Jodie y Mathew, y cuando el productor le preguntó a la de las sandalias por su película favorita, me pasmó lo “espontáneo” de respuesta: “(Risitas) no sé si sea mi favorita, pero vi Alien exactamente 36 veces”. Ríe ella, ríe el productor. Al cabo de un rato se despiden de mano, reiterando futuras llamadas. Las sonrisas se esfuman en cuanto se dan la espalda y se dirigen prestos, casi voraces, como un amante reencontrado, hacia sus i-phones. También hay un tipo de boina de lana y shorts, con las uñas de los pies pintadas de negro. Lo acompaña un niñito que es negro todo él, con unas rastas divinas. Hacen juntos la tarea. Todo es tan relax, tan trendy, tan cool, que ya hasta el café se me enfrió.

Los Angeles tiene esa ambivalencia. Lo cool y lo estudiado del cool. Lo maquiavélico. Una de las razones por las que estoy amarrada a esta mesa es porque no quiero caminar un metro más y toparme con otra tienda en las horas que me restan de vacación. Los gringos son unos magos para abrir carteras. Todo está puesto para que te lo pongas y te lo comas y te lo untes. Ahí. Todo parece una oportunidad imperdible, todo parece gritar que no lo encontrarás en otro lado. Todo lo necesitas y NO habrá otra oportunidad. Es EL suéter, es LA cremita, es LA galleta. Se requiere ser a) indigente b) budista para no sucumbir. La calle de Abbot Kinney parece tan relajada, tan chill out, tan californiana con sus casitas bajas y sus porches y sus fachadas pintadas de colores, que uno no pensaría que en sus tienditas encantadoras con vestidos colgados en la calle, hay abrelatas de 100 dólares y sillas de 100,000. El mensaje es: “easy, sé tu mismo, la vida es linda, todos somos hermanos”, mientras el dedo del tío Sam te picotea la espina dorsal para que te metas en el siguiente Victoria Secret.

Los Ángeles tiene un clima de ensueño. Sol que brilla pero no pica ni sofoca, como en las montañas con mar. En esta ciudad nunca llueve. Diez veces ha llovido en los últimos tres años y medio, según reporte extra oficial. Lo extraño es que hay árboles. También hay unas palmeras altísimas y flacas. La costera de Hollywood Beach está bordeada por residencias pequeñas e impecables, con terrazas abiertas al paseo marítimo. El curveado Beverly Hills es como el Paseo de Ahuehuetes, con la diferencia de que los jardines de las mansiones dan a la calle; en Sunset Boulevard sí hay muchas estrellas en el piso, pero ninguna a la vista en persona. Para los caballeros que se lo estén preguntando, tampoco vi rubias en patines. Me hubiera gustado cruzarme la border al Este y ver el contrastante espectáculo de la raza de bronce. Pero aunque me secuestraron los arios, esto no quitó que el 90% de mis interacciones con desconocidos fueran en español. Meseros, tenderos, empleados, todos se dirigen a ti en tu idioma en cuanto te escuchan hablarlo. Esto lo hacen sólo los paisanos de lengua, pero no quita el bonito espejismo de que tu idioma vale estando fuera, como vale el inglés en México. En Los Ángeles hay muuuuuchas autopistas (oops, freeways.) Todo es en coche y cada traslado medio es como ir a Toluca. El único transporte público son unos autobuses que al parecer casi nadie usa: aquí todo el mundo está motorizado, desde el primer magnate de la Paramount hasta el último mojado de Irapuato.

Vine a los Angeles para un encuentro planeado durante varios años. Mis tres amigas volaron desde insólitos rincones del globo tales como el Distrito Federal, Washinton y Metepec para visitar a una cuarta (la publicista antes mentada que vive aquí), y dejaron a sus esposos, hijitas y labores para entregarse a un festín digno de Sex & the City, sólo que sin el sex y en una city sin rascacielos. Lo del festín también es un decir. La edad todavía no acecha en arrugas pero sí en achaques, sobre todo gástricos. Si hace ocho años nos asistíamos para vomitar en un antro, esta vez nos asistimos para no hacerlo con la pura botana, intercambiando fármacos de lo más excitantes. Sin embargo, de la afamada serie reproducimos cabalmente las escenas de juntarse a desayunar, cenar y comer. Mi favorita culinariamente hablando fue en el In & Out, que sólo existe en California y Nevada y sólo tiene tres tipos de hamburguesas, todas buenas y baratas. Lo mejor de esa y de las demás comidas fueron las risas. Imparables, desde el fondo del estómago. De éstas que sólo se ríen con los amigos primarios y desde las completas ganas de estar. Es curioso, pero el único momento de conflicto dramático durante la convivencia tuvo que ver con el tiempo para el consumo.

Shanna me llevó al Peet’s de la calle Larchmont con los escritores publicitando a favor de una invitación suya recurrente: vente para Los Ángeles y trabaja en Hollywood. La verdad es que es tentador. Pero tengo una contraoferta: mejor vente tú para México, sé mi publicista y hazme famosa. A cambio te ofrezco risas primarias y tacos sin tax.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El futuro


Lo que estoy a punto de hacer no es más que la transcripción de una conversación repetida en una decena de lugares diferentes con una veintena de personas distintas, sobre todo personas de mi generación y de la precedente. El objeto de la transcripción es simplemente atrapar al vuelo y dejar constancia de las conversaciones que a mí conciernen, ya que su contenido esencial, estoy segura, ha sido capturado y reflexionado ya por redactores más especializados y/o elocuentes.

Yo tenía 8 años la primera y única vez que fui a Disney. No fue Disneylandia, sino Disney World (el que está en Florida, creo.) Hay tres juegos que recuerdo bien: Los Piratas del Caribe, el Space Mountain, y uno que más bien era un show donde te sentabas a ver algo. Ocurría en Epcot Center, el parque donde todo era tecnológico y “futurista”. En el escenario había una familia (no eran personas reales, sino monigotes móviles con voces pregrabadas) instalados entre la sala de estar y la cocina de una casa. La escena cotidiana iba cambiando: primero era una estancia de los años 20, luego de los 50, los 70, y así. Y cada vez, la conversación de la familia era la misma: seguro no se podía estar mejor de lo que estaban en ese momento. En los años 20 enunciaban el cine, el teléfono, la radio, el automóvil. En los 50, la televisión, los viajes en avión, y una larga lista de electrodomésticos, encabezados por el refrigerador. Al llegar al tiempo actual (los 80) la escena era súper “moderna”, igual que los vestuarios de los monigotes, y la estancia lucía cuanto artículo cotidiano de primer orden pudiera poseerse, desde aspiradora y lavaplatos hasta reproductor de casettes y aire acondicionado. Recuerdo haber contemplado la escena con fascinación y pensado “es verdad, en serio no hay manera de que podamos estar mejor de lo que estamos ahorita. ¿Qué más se podría inventar?”

Antes de lanzar el hueso al aire y hacer la elipsis obligada a la era digital, quisiera recapitular algunas cosas que fueron surgiendo tiempo antes, y que todavía no existían cuando yo tenía 8 años y visité Epcot Center. (Perdón… se me cayó la dentadura postiza… errr… ya está). A principios de los 80 -al menos en México- todos los aparatos telefónicos eran de discar. No existían los botones y mucho menos la noción de lo inalámbrico. Nada de contestadoras automáticas. (Había pocas cosas automáticas.) Tampoco había control remoto para la tele, si querías cambiar de canal tenías que levantarte y girar la perilla, por no mencionar la total ausencia de la televisión por cable, con las raras excepciones de algún vecino medio naco que tuviera una antena parabólica en su azotea. El tratado de libre comercio estaba lejos de firmarse, así que no había forma de tener dulces, mochilas, ropa o calcomanías gringas a menos de que fueras o alguien te las trajera de Estados Unidos. La ropa la comprabas en París Londres o en Sears (Liverpool y el Palacio de Hierro eran para gente “nice”.) Por supuesto, no había discos compactos, y la música siempre era una experiencia cuasi ritual cargada de paciencia. Los LP eran más fáciles de manipular: nomás movías la aguja; pero con un casette tenías que adelantar, rebobinar y tener don de cálculo para atinarle a la canción. Si querías grabarlo, llevaba su tiempo: tenías que sentarte a escuchar cada canción que incluías. Y si tenías la mala suerte de que la cinta se atorara, requerías el doble de paciencia para volver a enrollarla con el extremo chato de una pluma Bic. La música la oías en casa, si querías privacidad te ponías unos audífonos enormes, y en el radio la única estación sintonizable (antes de WFM en el 85) era La Pantera. No existían los walkman. De hecho, existían muy pocas cosas portátiles. Para comprar un rollo de cámara de fotos tenías que ir a la Kodak, y ahí mismo acudías a dejarlo cuando las 12, 24 o 36 exposiciones se terminaban. También ahí recogías las fotos impresas, y casi siempre abrías el paquete in situ, ansioso de develar el misterio de cómo habían salido. A la epístola tradicional le guardo nostalgia por muchas razones, pero una de ellas es que ir al correo con mi vecina era el pretexto para salir a vagar por la colonia. El otro pretexto era ir a sacar fotocopias.

Todas estas cosas fueron cambiando poco a poco en el transcurso de esa década y la siguiente, pero las novedades que regulan nuestras vidas hoy en día, en realidad se tardaron bastante más en aparecer. La primera de ellas, desde luego, fue la computadora personal. En sexto de preparatoria, usando corrector líquido, contando mi quinto modelo de walkman y haciendo la tarea junto a una grabadora con compact disc, yo todavía hacía, como todos los demás, mis trabajos a máquina. En casa teníamos una vieja Olivetti, que tuvimos que arreglar como veinte veces. Por esa época yo tenía un novio que me prestó una máquina eléctrica, de éstas que escribían rápido y “borraban”. Nunca se la devolví. La computación se limitaba a la clase obligatoria de la escuela, donde nadie nunca jamás entendió de qué diablos se trataba el sistema MS DOS.
No fue sino hasta el primer año de universidad que me regalaron mi primera computadora con Windows. Antes de desempacarla siquiera, recuerdo haber ido con mi profesor de computación para que me recordara los comandos para echarla a andar. Me vio medio raro y su respuesta fue parca: “sólo préndela”. No fue sino hasta cinco años después, aproximadamente, que descubrí que los archivos podían guardarse en carpetas. Como casi todo lo demás, y para eterna burla de mis amistades, para mí el Internet y la telefonía celular llegaron tarde. De todo esto no han pasado más de once años. Que suenan a mucho tiempo, pero en un conteo relativo, no es casi nada. Sobre todo pensando en la manera en que todo esto está inmerso y asimilado a nuestras vidas, como si así hubiera sido desde siempre.

La era digital… velocidad, inmediatez, compresión, todo ahí. Toda la información, toda la música, todas las fotos, todo de todo. La era de los reproches. “Te mandé un mail desde anoche”, “Te estoy marque y marque y no me contestas”, “¿Por qué te desconectas?”, “Te he mandado mil mensajes”, “¿Por qué no me subiste en tus fotos de Ricas Rubias del Regina?” “¡¿Por qué tu profile dice “no longer in a relationship?!!” Me gustaría saber en qué maldito momento perdimos el derecho fundamental de NO ESTAR. Otra vez se me está zafando la dentadura, pero en lo que me la acomodo tengo que decir que hace once años se morían los mismos que se mueren ahora, se quedaban sin gasolina los mismos que ahora, y los que eran amigos, lo eran con o sin artilugios de socialización virtual. Voy a sonar muy quitarrisas, pero creo que a los amigos que uno “dejó de ver” hace 20 años, los dejó de ver por algo (siempre con honrosas excepciones.) Si te llamaban a tu casa y no estabas, no estabas y ya. Te hablaban después o te buscaban en casa de alguien más si era muy urgente, y lo curioso es que te encontraban. Y luego las historias macabras de los adolescentes que ya no salen de sus casas y les crece moho bajo los tenis, y las afirmaciones de los intelectuales que dicen que nunca habíamos tenido tanta información y tanta ignorancia; y luego esas historias felices de las parejas que no se conocen y por la pantalla se encuentran y de las ñoñas que escriben diarios y encuentran un foro dónde distraer a sus coterráqueos de sus labores… En fin. Es todo muy agridulce y complicado. ¿Pero qué no la gente se salía gritando de las primeras proyecciones de cine, pensando que al ver un close up estaban viendo a alguien desmembrado?

Con todo y los altibajos de las nuevas tecnologías, a veces me siento una persona realmente afortunada. Me tocó ver un cambio de siglo y de milenio, y me tocó ver nacer la era digital. No sólo disfrutarla (o padecerla), sino ser testigo asombrado, fascinado, de la transición; haber experimentado en carne propia el cambio. La sensación es más fuerte aún cuando recapitulo aquel “ride” en Epcot Center. Creo que, en efecto, hubo generaciones que compartieron la impresión de que nada podía llegar a estar mejor. Lo que me pasa ahora es todo lo contrario: siento que puede pasar mucho, muchísimo más. Y a veces me asusta la velocidad en que se están dando las cosas. Si antes entre un invento y otro pasaban doscientos, cien y veinte años, ahora los saltos se están dando en cuestión de meses (aunque la mayoría sean derivaciones de la misma herramienta.) Este hilo de pensamiento conduce irremediablemente a un “viaje” con implicaciones antropológicas, sociales, religiosas y existenciales que en este momento sería aburridísimo tocar. Pero centrándome en el tema de la tecnología, sólo me gustaría decir dos cositas más.
La primera es que es curioso cómo las “novedades” jamás llegan a la humanidad como uno se las imagina. De acuerdo a las proyecciones ochenteras de ciencia ficción, hoy en día deberíamos estar viajando en automóviles por los aires y tendríamos robots que nos harían la comida y el súper. Y es chistoso, porque aunque puedo sentarme en esta computadora y comunicarme con cualquier persona de cualquier rincón del mundo y enterarme de cualquier cosa y poseer en cuestión de segundos casi cualquier video o cualquier canción, todavía tengo que tender mi cama y lavar mis pinches trastes y tardarme quince minutos en cruzar un semáforo.
La segunda es que, con todo y la gigantesca ilusión que me hacen la teletransportación y los viajes en el tiempo, la verdad es que sí estoy bien como estoy. Aunque fuera posible, en realidad no necesito más que estas herramientas que tengo: este teclado, ese coche, este microondas, este teléfono chiquito y esta lámpara. Me bastan perfectamente. Y creo que esa era la sensación de las generaciones anteriores. Las que morían de emoción con la sinfonola, con el coche de caballos y con el fuego. No debió ser tanto un “no se puede estar mejor” como un “así se está muy bien”. Y es que, al final, uno vive con lo que tiene. La vida siempre ha sido posible, y se las apaña con lo que hay. La mejor tecnología de esta Tierra se inventó hace varios miles de años y funciona con agua y pan.

lunes, 25 de agosto de 2008

A veces uno tiembla

Dudé mucho en escribir sobre esto. No voy a mentir: aún cuando declaré, al abrir este espacio, que su fin era la expresión y el libre fluir de las inquietudes, hay muchas cosas con las que no me atrevo. Supongo que no ayuda saber que te están leyendo tu madre y tus parientes políticos. Y puede sonar estúpido, pero por fin me estoy dando cuenta para qué sirve, en buena medida, la ficción: sirve para poder decir las cosas que no puedes decir como tú mismo, para poner ciertas afirmaciones incómodas en boca de otros; más que un género y que un “estilo”, es un modo políticamente correcto de enunciación. Y no sólo respecto a temas que escandalicen o que espanten, sino a otros que puedan tocar fibras o abrir heridas. La cosa es que la mitad de esta semana he traído la tragedia, la finitud y la muerte colgadas de la oreja, y necesito hablar de ellas sin artilugios. Así que lo doy por sentado: bajo advertencia, no hay engaños.

El miércoles pasado por la noche, 153 personas murieron en un accidente en el aeropuerto de Barajas, en Madrid. No se puede decir que haya sido un accidente “aéreo”: el avión no había levantado ni siquiera la suficiente altura de la pista para enfilarse rumbo a Gran Canaria. Se especula que se incendió un motor, y corren las molestas suposiciones de que esto sucedió porque la compañía Spanair sólo puede permitirse precios tan cómodos ahorrando en costes de mantenimiento. No lo sé. Pero la noticia fue como una patada con espuelas. Yo no conocía a ninguno de los pasajeros de ese avión, pero he despegado de ese aeropuerto al menos quince veces, y al menos un par de ellas con esa compañía aérea. Es un pensamiento egoísta pero inevitable. Nadie me podrá negar que la tragedia ajena suele cimbrar mucho en proporción a lo “cerca” que haya pasado junto al costado de uno. Después del espejeo, o al mismo tiempo, viene el espanto, por sí solo. 153 muertos son muchos muertos. Son muchos amantes, esposos, amigos, hijos y madres, en profundo y simultáneo dolor. Tanto sufrimiento ocurriendo a la vez, es una idea insoportable. Pero no más que la idea siguiente, que también es la primera; la que subyace y nos inunda cada vez que tenemos la suerte de no haber tenido mala suerte, cuando la tragedia nos pasa rozando el hombro: éste pude haber sido yo, pudieron ser los míos, y no hay nada que pueda garantizarnos el no llegar a serlo.

Esa noche toqué madera al menos cinco veces, llegando a mi casa me puse a buscar en Internet la historia de los accidentes aéreos para comprobar que no son demasiados y siempre involucran un error humano, voluntario o no: que la tragedia es infausta pero casi siempre es prescindible; luego busqué casos de buena suerte, de brillante y sorpresiva fortuna: quería comprobar que existe la contraparte. No encontré nada salvo ganadores de lotería, cientos de páginas esotéricas, y un video de UTube con imágenes inauditas de personas que se salvan de los embistes de automóviles desbocados. Me metí a la cama y me puse a llorar. Y a rezar. Hay pocas cosas que me regresan a la necesidad primaria y desesperada de creer en algo como ser repentinamente consciente de la amenaza de la desventura, de la catástrofe, de la pérdida.

Mucho y demasiado se ha dicho ya sobre la fragilidad humana, así que tendrán que perdonar que añada un comentario más al respecto. La fragilidad está ceñida a un asunto igual de intrigante, que es la dualidad en este mundo. Desde lo más nimio y evidente (por cada halcón hay una rata, por cada sentimiento noble y compasivo hay uno envidioso y corrosivo, por cada caricia hay un madrazo, por cada altruista hay dos pederastas, por cada flor de jacaranda hay una envoltura de Chocorroles, por cada roble hay una cloaca), hasta el insondable misterio de una mente funcionando con procesos y conexiones inexplicables, de un poder universal, cósmico, capaz de imaginar y de crear lo inimaginable, perdiéndose de pronto en una burda obsesión de celos, pudriéndose con una adicción, o partiéndose por la mitad y perdiéndose para siempre, en un segundo, con un resbalón o cruzando la calle. Y es extraño porque, de alguna extraña manera, tiene sentido que así sea. No sé por qué, pero siento que bajo esta dualidad opera una lógica muy llana. Algo tan grande y tan complejo tiene que acabarse así. Con esa facilidad. Así lo dictamina la naturaleza extrema de todas las cosas. La propia muerte, tan categórica, tan irreductible, tan de pronto nada contra el todo tanto que es la vida, marca una rúbrica ante la cual no queda más remedio que agachar la cabeza y ceder el paso dócilmente.

La docilidad es más automática de lo que se cree. Y es que la muerte es más común de lo que se piensa. Se mueren las cajas de cereal, los rollos de papel de baño, las tardes de domingo. No se acaban, no se pasan: se mueren, que es lo que pasa cuando algo no vuelve. Se van esfumando días, amores, viajes, etapas, y a eso le llamamos “cambio”, le llamamos “proceso”, “calendario”. Pero finito es como denominamos lo que ya no es, lo que ya no regresa, lo que se convierte en nada. Este momento en la esquina del parque México sorbiendo un café con leche, con ese tipo paseando a un Labrador y ese otro vendiendo plantas y ese niño vestido de Batman y esas dos mujeres muy arregladas que se encontraron junto al teléfono público y decidieron irse a otra parte porque este café está lleno, ya pasó. Ya no volverá jamás. Nos guste o no, somos instante difunto. Por eso es imposible “vivir cada instante como si fuera el último”. Hacerlo sería tan insoportable como admitir que sí lo es.

En nuestro andar por la existencia, hacemos lo prudente: olvidar estas cosas. No pensar en ellas. La negación es la pieza más elemental de nuestro instinto de supervivencia. Pero basta con que una muerte como la conocemos arrebate del mundo a alguien conocido o a muchos desconocidos a la vez, para que toda docilidad se quebrante. Entonces se encienden las alarmas y por la cresta de la cabeza gacha y resignada estalla, como olla express, una torre de preguntas a presión. Y hay una, en especial, con la que yo no puedo lidiar. Me rebasa. Y es la fragilidad contrapuesta a la capacidad humana de sentir, de quererse. Amamos con un coste demasiado alto. Para mí no hay argumento en la sabiduría de la Naturaleza, en la esperanza de la trascendencia, en la misericordia divina, en la fantasía de vidas futuras, en ninguna religión de este planeta que logre aminorar el horror, la injusticia de no volver a verse.

En contrapeso (siempre en contrapeso), una de las cosas que más me fascinan del ser humano tiene que ver con la capacidad de seguir viviendo después de algo así. Sobreviviendo al principio, reacomodando las piezas con mayor o menor tino, pero como sea, continuando. También para eso tenemos recursos. Unos echan mano de sus creencias, otros del arte; algunos nos volcamos en la narración cual sortilegio: como rescatar un piano, una cortina o un tenedor de un barco hundiéndose, pero rescatar algo; la mayoría invocamos la memoria. Pero el conjuro humano que más me fascina, es el sentido del humor. Hace un par de noches estaba inundada con estas ideas abismales (que, por cierto, padezco recurrentemente), echando de menos a mis seres amados en anticipado y haciéndome bolas entre rezos y lágrimas hasta que de repente me obligué, me forcé con todas mis ganas, a pensar en algo que me diera risa. Explicar lo que pensé requeriría demasiados antecedentes, pero funcionó. Por un rato, logré desprenderme del abismo. En los libros de Harry Potter existe un conjuro que es de lo más brillante de la serie: al extender la varita y exclamar “¡ridículo!”, los jóvenes magos desarman a su más temible agresor visualizándolo con sombrero de flores, nariz de payaso o patas de gallina. El sarcasmo es milagroso, tiene la capacidad de tumbar los velos más lúgubres, nos obliga a tocar tierra, a relativizar. La única manera de no volvernos locos o suicidas es no tomarnos en serio. Los mexicanos lo sabemos bien. Hemos construido toda una tradición para sobrellevar los primeros días de noviembre con esas bases. Incluso hemos inventando una mística extendidísima que honra a la muerte como figura central, vestida con túnicas de colores y sentada en un trono. No cabe duda que los paisanos tenemos claro con quién tenemos que juntarnos…

Pero la muerte no siempre se deja adular ni se presta a ligerezas, y hay veces en que toda la artillería de arte, memoria y creencias no le hacen ni cosquillas. Y es que todos son paliativos. La muerte, definitiva o parcial, es siempre violenta y arbitraria, y será abismal e incomprensible mientras haya hombres que la atestigüen. Y la duelan.

La única fuga auténticamente eficaz que existe contra la muerte es vivir. No hay consuelo posible que esté fuera de esta cancha. Y creo que es un buen consuelo. La vida tiene perros y agua, molletes y café, películas y besos. Y también cosas triviales que le crean a uno la fantasía de que nada es tan grave ni tan efímero: anuncios, deudas, achaques, política, chismes de la farándula, camiones de la basura. Estamos todos prensados a esta existencia con uñas y dientes, y mientras sea así, somos invencibles. Mientras no nos muramos, aquí estamos. Y cualquier cosa es mejor que no existir. No es un “qué bonito es estar vivo”. Estar vivo puede ser una jodienda espantosa. Alguien lo llamó “un suspiro entre dos abismos”. Entrados en gastos, la vida es bastante igual de indescifrable que lo opuesto. Pero es todo lo que tenemos. No hay más.

Hay que abandonarse a la vida como quien se tira a una alberca de espuma o se entrega al sueño. Hay que zambullirnos con los ojos cerrados en sus brazos, y dejarnos mecer en su extraño arrullo.

domingo, 17 de agosto de 2008

Al calor de varias antorchas



El lunes pasado me eché un maratón de juegos olímpicos. Las ocho horas que tuve prendida la televisión, tuve suerte con dos cosas: la primera fue comprobar que Cablevisión tiene comentaristas igual de malos que los de la televisión abierta, pero se mesura con la comedia y los comerciales; la segunda fue seguir despierta para ver los clavados sincronizados femeniles, donde Tatiana Ortiz y Paola Espinosa ganaron tercer lugar, bronce y única medalla para la federación mexicana hasta ahora, con sus trajes de baño rosados. 
Con Tatiana y con Paola y con los gimnastas artísticos, los boxeadores, las levantadoras de pesas y las nadadoras que desfilaron por la pantalla de mi televisor, mi habitáculo de 50 metros cuadrados se desbordó con ocho horas de interjecciones (aaah, oooooh, aaaauch, grrrrr…) Y es que lo que es capaz de hacer el cuerpo humano es fascinante. 

Hace un par de días mi cuñado me platicaba de la rutina y de la dieta de Michael Phelps. Ese hombre se levanta, desayuna, nada, nada, nada, nada, come, duerme, nada, nada, nada, nada, nada y se duerme. Duerme 14 horas al día. Para no subir de peso, un terrícola común y corriente debe ingerir entre 2,500 y 3,000 calorías al día. Michael Phelps tiene que consumir 12,000. Algo así como tres cajas de Zucaritas, nomás para desayunar. Habrá para quienes dormir, atiborrarse de calorías y pasársela en el agua pueda sonar sumamente atractivo. Pero aún después de ver las proezas de Phelps y sus manotazos triunfales en el agua en cámara lenta una y otra vez a lo largo de estos días, después de mucho mediarlo, he concluido que no sé qué sería peor: que un hijo me saliera cura, o que me saliera atleta. 

Como a casi todas las chicas, siempre me ha gustado mucho la gimnasia “artística”. Pero el otro día me cayó gorda. Hay que ver a esas niñitas chinas que no tienen más de diez años pero dizque tienen dieciséis (porque así debieran tenerlos para competir), alzando los brazos y la patita como robotines y lanzándole a los jueces sonrisitas a lo Chucky; o las pobres rumanas, llorando porque cayeron imperceptiblemente chuecas después de dar cuarenta vueltas pródigas en el aire. Y a todas las tienen ahí desde los cuatro años, en jornadas inhumanas de entrenamiento, quedándose chaparras y con unos cuerpos espantosos. Alonso decía que le daba flojera ver la gimnasia porque siempre es igual, siempre hacen lo mismo. De repente me di cuenta que tiene razón. Es como si cada cuatro años uno se sentara a ver la misma interpretación de “La flauta mágica” o de “La cucaracha”, a ver a quién le sale mejor. Y es así con la gimnasia y con todo lo demás. El atletismo a veces se siente como el conjunto de proezas humanas menos creativo y más monótono que existe, con la única posible novedad de que alguien llegue a tocar “La Cuaracha” más rápido. No quiero ser quitarrisas. Ya lo he dicho: ver el cuerpo humano al límite de sus capacidades físicas siempre es emocionante, siempre es un espectáculo. Es asombroso ver que los récords insuperables siguen superándose, como recientemente lo ha hecho el señor de las 12,000 calorías y las ocho medallas doradas en una semana. Y es más asombroso todavía pensar en todo el esfuerzo y abnegación que llevan detrás. Pero sólo hay una cosa peor que escuchar la misma melodía cada cuatro años, y eso es verles el sonsonete a ciertos atletas en la cara. Algunos lloran, algunos suspiran y aprietan los dientes, sí. Pero he visto muchos otros que a la hora de recibir una medalla, tienen la expresión de estar recibiendo un boleto de estacionamiento. Como si fuesen perritos de Pavlov, parecieran sólo responder al sonido del silbato y a la marca del cronómetro; como si su masa corporal se hubiera tragado completitas sus pulsiones y sus pasiones. 

El atleta mexicano se salva de eso. Supongamos que hay uno al que le gusta mucho nadar, pero vive en Vallejo y no tiene coche. Tiene que levantarse a las cinco de la mañana, desayunar lo mejor que pueda, y agarrar un pesero que lo deje en el metro, línea roja. De ahí transbordar a la línea verde, que lo deje en División del Norte, y de ahí agarrar otro pesero que lo lleve a la alberca olímpica. Para cuando llega ya le dio hambre, así que se echa una torta y un Boing. Cinco horas después y sin siesta, se está desvielando, necesita calorías, así que se echa dos memelas y una coca light. Y luego se tiene que ir a estudiar, porque está haciendo la secundaria abierta. Pero antes pasa a ver a su novia que vive en la Industrial, donde se come un bote de palomitas y dos Bubulubus viendo “Azul profundo”, y luego se queda hasta las 12 echando novio profundamente en la puerta. Con cuatro horas de sueño y grasas saturadas de pasión, no se puede ser Phelps. 
México ha ganado pocas medallas olímpicas. Bueno, ocupamos el vigésimo primer lugar en el medallero mundial de paralímpicos (que no está mal, podríamos estar en el cuarentavo.) Pero sin el “para”, la de oro más reciente sucedió hace ya ocho años en Sydney, cuando una mujer muy fuerte y muy fea de nombre Soraya Jiménez, lo hizo mejor que sus competidoras en Halterofilia, o el amor por levantar muchísimo peso. El presidente la llamó por teléfono (aquí los presidentes siempre llaman a cualquier atleta que pase del cuarto lugar en algo), y en la prensa la llamaban, entre muchos otros apelativos gloriosos, “la heroína de México”. Más que detestar la faramalla, la verdad es que yo siento muy poco amor por el levantamiento de cualquier cosa pesada. Pero tengo que admitir que, viniendo de un país cuya infraestructura para producir soldados del Olimpo es irrisoria, lo de esta mujer sí fue de aplaudirse. Y lo mejor fue que, a diferencia de otros, a ella no tuvimos que verla después en ningún comercial. 

Al mismo tiempo que Tatiana y Paola saltaban del trampolín de diez metros, en un cuadrante de arena traída de muy lejos, otras dos mexicanas, Bibiana Candelas y Mayra García, competían en voleyball “de playa”. La verdad no lo estaban haciendo nada mal; hasta las 3 a.m. que apagué la televisión, le estaban dando batalla a un par de griegas. Después de los gimnastas constreñidos, las levantadoras sufrientes, las nadadoras jetonas y las saltadoras ornamentadas, ver a estas mujeres fue como un oasis. Era inconcebible, pero estas chicas se lo estaban pasando bien. Se estaban divirtiendo. Corrían, se caían, se paraban, anotaban, se abrazaban, en los descansos tomaban buches de agua y parloteaban. Esto me llevó a una reflexión bastante estúpida, pero no hay nada que el atletismo tenga que hacer junto al deporte, junto al juego. El juego es impredecible, es azaroso, es pasional, tiene la virtud de la satisfacción presta, pronta, y mejor aún, compartida: si un compañero anota, los demás se alegran. Tal vez es por eso que deportes los hay todos los años, todo el tiempo. El deporte es generoso, el festejo es proporcional a la angustia, el goce es proporcional al esfuerzo. Cualquier choque de manos entre esas dos mexicanas fue más auténtico que todos los abracitos insulsos entre las gimnastas, y concentrado en una serie de instantes, me atrevo a pensar que más intenso que sus galardones. En resumen, Bibiana y Mayra no ganaron, pero estoy absolutamente convencida de que en su visita a China, se lo pasaron mejor que la mayoría. 

No tengo mucho más que decir sobre los juegos olímpicos de Beijing. La verdad, después de mi lunes maratónico no he visto demasiado, y tampoco estoy lo bastante enterada como para opinar sobre la contaminación, la sobrepoblación y las aseveraciones del Dalai Lama acerca de los chinos matando tibetanos en acción simultánea. No obstante, sí me gustaría apuntar un último malestar: ¿Por qué a la niñita que de veras cantaba la canción de la inauguración, la escondieron nada más porque estaba fea y pusieron a otra para que hiciera playback? ¿No que todo esto se trata de la tolerancia, de la apertura y de la amistad? Si no se hace algo pronto, a esa pobre niñita se le va a poner fea también el alma de puro resentimiento e inseguridad. Sugiero que le pasen el video de Soraya Jiménez en Sydney antes de que sea demasiado tarde. 

Por último, no dejen de ver esto. Es una propuesta alternativa a los juegos que yo no dudaría en apoyar. 

http://www.youtube.com/watch?v=M5X-9brvoq0

viernes, 8 de agosto de 2008

en DeFensa de lo inDeFendible


Hoy es un gran día para la letra che. Ocho del ocho del dos mil ocho con olimpiadas en China. También es un día chido para los Chilangos en su reino pacheco, cholo y churido. Después de la pinche lluvia que cayó anoche, echa chispas el sol. En esta ciudad siempre hay una noche especialmente olímpica en temporada de lluvias. Para mí, esa fue la de ayer. No voy a hablar de la incorporación a Constituyentes volviendo de dar clases en Santa Fe. No voy ni a sugerir lo que fue Constituyentes. Tan sólo las últimas tres cuadras en Amsterdam, me costaron 45 minutos de vida. Si es verdad que la alegría se mide por contraste, no es raro que media población de México afirme que le habla la Virgen.

Si la Ciudad de México de por sí es odiosa, nunca lo es tanto como en la temporada de lluvias, y los defeños hemos ido corroborando con un nudo en la garganta que con el paso de los años, ésta se alarga cada vez más. El paraguas es requisito de mayo a septiembre y al tráfico no le hacen falta tormentas ni inundaciones: entre las 5 y las 9, bastan tres gotas para que todo se desquicie (suelen bastar dos para que los semáforos se descompongan.) Una vez, en Altavista, tardamos cincuenta dantescos minutos en sacar a cubetazos el agua que había inundado por dentro el coche de mi amigo Oscar. Él mismo me contó haber visto pasar al conductor aterrado de un vocho con el agua hasta la portezuela, llevado por la corriente en sentido opuesto al tránsito de Observatorio. Se me vienen a la mente dos horas abominables atrapada en Patriotismo que culminaron con otras dos encerrada en un Vip’s, esperando a que fluyeran un poco las luces de los faros. (Ahí la música estaba feíta, pero por lo menos podía escribir y había baño.) Caminar por la ciudad cuando llueve está fuera de la cuestión. Olas aparte, he llegado a bordear una cuadra entera para encontrar un charco suficientemente angosto para brincar a la banqueta. Y luego a veces se caen árboles, se colapsan viviendas, se derrumban puentes. Ahora mismo, como todos los años, una parte del país (y del mundo) está hecha un caldo humeante de infecciones con tropezones de puertas, techos y desolación. Pero aunque suene insensible, no es de las fuerzas de la naturaleza ni de lo que está ocasionando el cambio climático en el tercer mundo de lo que quiero hablar ahora. Quisiera hablar del defeño común y su temple por habitar el Distrito Federal, en ésta y en cualquier otra época del año.

La Ciudad de México tiene más de 20 millones de habitantes. El número dice poco hasta que la sobrevuelas: ocho minutos consecutivos de un mar de luces (o de asfalto, según la hora del aterrizaje.) El pensar que esos ocho minutos están habitados y transitados hasta el último metro cuadrado, es una idea que incluso a mí, nacida en la médula de esta vorágine, me eriza la piel. Hay una canción muy bonita que cantaba Lola Beltrán. “Mi ciudad” es un himno poético sobre la Ciudad de México donde se dice que es una chinampa, un rehilete, un sol con penacho y zarape, un pájaro con nombre raro y quién sabe cuántas cosas más. Pero entre todas sus metáforas, hay una que encuentro muy fidedigna: “(mi ciudad) es jinete que arriesga la vida en un lienzo de fiesta y color”. Lo de la fiesta y el color, no sé. Pero lo del jinete que arriesga la vida, lo firmo. El chilango se la juega cada vez que asoma las narices a la calle. Hay riesgo de que te choquen, de que te atropellen, de que te estafen, de que te insulten, de que te asalten y de que te de una hepatitis fulminante en cualquier esquina. Y sin embargo, ahí estamos todos, retacando cada milímetro del Periférico, los camiones y los vagones del metro cada mañana, pintándonos en el espejo retrovisor y tomándonos el Activia en lo que pasamos el tope, como si hubiera esperanza, como si de veras así fuera la vida y así estuviera bien.

Por esas razones y por otras distintas, un día me fui de esta ciudad. Recuerdo claramente un sueño que tuve una de las tantas noches que dormí en Madrid. Estaba en la boca del metro 18 de marzo (línea verde, una antes de Indios Verdes), y una masa híbrida de gente, escándalo de ambulantes y vapor de garnacha me apretujaba y me engullía. Fue uno de estos despertares sudorosos en que te empujas el alma de regreso, nada más de saber que no estás en donde soñaste que estabas. Pasaron casi tres años antes de que volviera a estarlo.

Una vez, Garufo mi amigo sentenció: “Es una estupidez quedarse en la Ciudad de México cuando hay tantos lugares en el mundo donde se vive mejor”. Cuando me lo dijo, le di toda la razón. Por esas épocas yo estaba recién desempacada de mi sueño ibérico, suspirando por cada rincón de Malasaña y del Raval en cada bache y en cada volantazo instintivo ante cualquier pesero y su furia musical. Lo raro es que cuando alguien me preguntaba por mi experiencia trasatlántica, nunca me desbordaba en alabanzas ni detalles. Mi respuesta era escueta, casi tímida, pero tajante: “se vive bien”. Y es que en esta ciudad, por bien que se viva, se vive mal. En el D.F. no existen los planes espontáneos, a menos que sean con tu vecino. Los tiempos de recorrido son tan infames, que quedar con alguien que vive en el otro extremo requiere semanas de planeación. En esta ciudad no se puede ser peatón. Si no tienes la suerte de que tu destino concuerde con una línea de transporte directa, te esperan al menos dos transbordos, un pecerdo musical y jugar a la fiesta brava en unos cuantos cruces (aquí no existe la política de que los coches se paran en una curva para dejar pasar a un peatón, así tenga éste la luz verde.) En el D.F. las diferencias sociales son tan abismales, que uno vive tambaleándose en una quebradiza cuerda entre la indiferencia enajenada y la culpa calcinante (cuando no sufriendo las diferencias.) En el D.F. hay pocos barrios donde se puede caminar, y éstos siempre están: a) repletos para estacionarse b) plagados de parquímetros c) invadidos de restaurantes d) invadidos de comercios e) invadidos de coreanos, fashions, emos, chairos, concheros, patrulleros grasientos, vendedores ambulantes. En esta ciudad no se puede andar de noche sin resquemor, no se puede caminar por una avenida con un escote sin unos nervios de acero, no se puede alardear de una vida “cómoda” si uno no se mueve en un radio de dos kilómetros a la redonda de su casa con servicio doméstico y transporte propio. En esta ciudad (casi) no se puede ir al cine si no es en un centro comercial.

Y sin embargo…

Entre citadinos existe una afirmación que ya es casi lugar común: Al D.F. lo amas igual que lo odias. Esto es verdad en el sentido más literal. El defeño no sólo tolera su ciudad: se aferra. Hay algo en su faceta aborrecible que la hace entrañable en la misma proporción. Yo no puedo hablar por los demás, y tampoco puedo decir que soy una bohemia conocedora que se sabe la vida subterránea del centro histórico con sus cantinas, sus pulquerías y sus tugurios. Pero algo me sucede cuando transito el segundo piso en una tarde despejada, que se me apretuja el corazón. Algo parecido me ocurre en el café Gaby’s de la Juárez, en la Plaza Río de Janeiro en la Roma, en Francisco Sosa, en Santa Catarina, en Donceles y, llámenme naca, en el piso 45 del World Trade Center. Me gusta poder acelerar a 110 en el Circuito Interior (cuando se puede), sin que nadie me diga nada. Me gusta saber que -a diferencia del primer mundo- aquí siempre hay algo rico y barato que comer a cualquier hora del día o de la noche. Amo, por sobre todas las cosas, la primavera. No hay primavera como la de esta ciudad. A diferencia, otra vez, de las europeas, la de aquí no te cachondea con un sol picante para luego meterte el frío en los huesos a las cinco de la tarde. La primavera aquí es brillante, refulge, te acaricia la piel y los ojos con un estallido de jacarandas. Me perplejiza la forma en que los árboles rompen el asfalto para asomar sus raíces, cómo siempre reluce un pedazo de verde hasta en el más raquítico camellón. Es el mismo taxista que te mienta la madre con un horrible apelativo en una esquina, quien se puede desvivir dándote indicaciones si te lo hubieras encontrado en la siguiente. Esta ciudad es desquiciada y candorosa, violenta y compasiva, amorosa y desalmada. Es como una adolescente. Cree que ya vivió lo bastante, que ya lo sabe todo, pero no sabe un carajo; no tiene idea de qué quiere ser pero se lo imagina todo el tiempo; se sigue sintiendo fea por más que se guapee; se queja, se enfurruña, se enfurece, te patea, te abraza, se muere de la risa.
Me gusta saber que por aquí anduvieron los Rivera Kahlo y que en algún lugar de la Portales están Carlos Monsiváis y sus gatos. Y me gusta otra cosa que no sé bien cómo explicar. Es una sensación constante de que hay más, mucho más pasando aquí, fuera de lo imaginable. Algo latente, algo furioso, que rebasa por lejos todo lo kitsch que tanto fascina al extranjero y a los diseñadores y publicistas locales. Algo que no tiene que ver con el folklore, ni con Tepito, ni con el danzón, ni con los letreros bizarros ni con el “qué loco” que aplicamos los burgueses a cualquier fenómeno citadino que no sabemos nombrar. Y no sabemos porque, a diferencia de otras ciudades del mundo, la de México tiene la cualidad de causar estupor y fascinación, todos los días, en sus propios habitantes. Un estupor y una fascinación que, por algún motivo, ni siquiera el cine ha logrado plasmar.

Son casi las diez de la noche y esta tarde los dos taxis que pude parar en media hora se negaron a llevarme de Coyoacán a un teatro en el centro, por el tráfico de viernes lloviendo. A punto de claudicar y agarrar mi coche, recordé mi experiencia olímpica de ayer y decidí quedarme y perderme la obra. Así de plano. Esto jamás me hubiera ocurrido en Madrid, o en Washington, donde vive Garufo; o en Australia, donde vive Oscar, o en cualquiera de las ciudades a donde se han ido escabullendo poco a poco más de la mitad de mis amigos para vivir mejor. El que yo siga en el Distrito Federal es una buena pregunta que tiene prontas respuestas. Aquí están mis padres, buena parte de mi familia, al menos tres de mis grandes cuatucos. Aquí tengo el amor. Aquí están mi trabajo, mis alumnos, mi peluquera, mis doctores y mi cafetero de confianza. El que todo ello sea sorteable o transferible a otros lugares de residencia se contrapesa con una querencia más vaga y más sutil: aquí están mis códigos. El no tener que explicar de dónde es una, el no obligarse a medir las expresiones ni tragarse los referentes, el poder quejarse y reírse de lo mismo y con las mismas palabras con un desconocido, es algo que siempre eché de menos en la vida y en los taxis de fuera. Creo que esto puede más en mí que la conciencia de mi historia y de las partículas de chocolate Abuelita y de inversión térmica que habitan mis células.
Puede que nada de lo anterior sea un impedimento para mis amigos los autoexiliados, y puede que tampoco lo sea para mí, en el fondo. Bien dicen que la casa de uno es donde uno está, que esa se lleva dentro. Pero de mientras, suena bonito decir que vivo aquí porque no tengo remedio. No sé si me atrevería a cantar, como Eugenia León, “aquí me quedo, aquí nací y aquí me muero”. Pero por lo pronto, para bien o para mal, esperando con ansias los cielos baldíos del otoño, aquí estoy.

sábado, 2 de agosto de 2008

Hablemos de otra cosa


Son las 8:30 de la mañana de un lunes, estoy en el Jarocho frente a mi casa, y me dispongo a exponer las razones por las cuales pienso que la Ley Antitabaco, implementada en esta ciudad desde abril de este año, es un flagrante ejercicio de atole con el dedo y una ofensa para todos quienes padecemos de tabaquismo. Todo esto, sin reclamar la devolución de mi mesa de interior. A ver si lo logro.

El Jarocho es de los pocos lugares que quedan en este cuadrante del barrio donde se puede fumar. Ni siquiera el local de junto lo permite ya en sus mesas de la calle. La prohibición de fumar en espacios cerrados ha coartado una de mis prácticas cotidianas más gratas: salirme con mi computadora a trabajar. Solía hacerlo en la barra del Mundo del Café, pero ahora sólo quedan las banquitas de afuera y ahí no hay dónde recargarse. Cierto que quedan el Moheli, el Parnaso y alguna otra terraza de “sentarse”. Pero esas son una lata: hay que esperar a un mesero, decirle “no gracias, nada más un café”, cuando te traen la carta y otra vez “no gracias” cuando te quieren acomodar los cubiertos y ofrecerte “algún postrecito” (la esquina de los Milagros te despide directamente si no te lo comes.) Las otras opciones ya implican subirse al coche, y si vivir en este barrio tiene algún chiste, ese es, creo yo, poder caminar a sus cafecitos. Por lo demás, yo en un Starbucks no me paro salvo en casos de extrema necesidad.

El otro día veía con cierta nostalgia a Jean Paul Belmondo encendiéndose uno con la colilla del otro en Breathless. Días después, me eché The Hunger de Tony Scott, donde Catherine Deneuve chupa sangre y se fleta monogamias de 300 años envuelta en humo sofisticado. En las películas de ahora ya nadie fuma. Sólo lo hacen los personajes indeseables, perturbados o en conflicto con la autoridad. Mi familia fue una de fumadores empedernidos y todos lo han ido dejando. Sólo quedamos dos parias: mi cuñado Alfredo y yo. Sé que no debería, pero echo de menos las comidas familiares y las navidades de mi infancia, cuando correteaba alrededor de una mesa repleta de comida, de vino, de tabaco y de las voces dulces de mis tíos. Y digo que no debería echarlo de menos porque por más ideas románticas que pudiera yo atribuirle a la planta dorada, empezando por la nostalgia de un pasado ancestral donde el auténtico American blend se usaba para curar, para fertilizar, para bendecir y para hermanar pueblos, pasando por el recuerdo sí vivido de infinidad de momentos gratos, y recordando aquella letra de Fito Paez que rezaba "hay cosas que te ayudan a vivir", lo cierto es que el cigarro es una porquería. Lo sé yo y lo saben todos los fumadores, salvo los que aún tengan por costumbre liar pasto en alguna montaña perdida en el Estrecho de Malaca. Aquí ya no juega la ignorancia. Entre fumadores que hablan de fumar no se habla de la combinación de tal marca de rubios con tal cognac: se habla de dejarlo. Todo el mundo sabe que atrofia la circulación, que echa a perder la piel, los huesos y los dientes; que da cáncer en todas partes, que fulmina la energía, que apesta, que contamina, que mata y no pone. Todos sabemos que, muy probablemente, nos vamos a morir de esto. Dos de cada cinco, en promedio. Y para colmo, cuesta dinero. Tanto como para hacer un buen viaje al año. Entonces, llega la pregunta de los 64 mil: ¿Somos los fumadores una bola de idiotas? ¿Conformamos una cofradía kamikaze con un código de “muerte a los pasivos”? ¿Estamos declaradamente locos? Yo creo que no. Creo que ser fumador no es una cuestión de locura, ni de necedad y mucho menos de estupidez, aunque esto parece difícil de entender para unos cuantos.

Yo soy una fumadora a toda regla. De los que no se quedan sin un paquete de tabaco, de los que nunca tienen “uno por ahí”, perdido en casa; de los que prenden uno en cuanto salen del cine y se bajan de un avión y, de unos meses a la fecha, se salen de los bares y los restaurantes. De los que prefieren suprimir el café si están en un lugar donde no se fuma. De los que no los cuentan. Como buena fumadora, me caen gordos los turistas. Los que te roban “un cigarrito” y nunca traen encendedor; los que “sólo fuman cuando salen”, los que pueden pasarse un día completo sin fumar si tienen mucho catarro o mucha resaca, los que endiosan el cigarro de después de comer y nunca mencionan el de antes de dormir. También soy una fumadora considerada, creo. Si estoy en una casa ajena, busco abrir ventanas. Siempre recojo mis colillas, prendo inciensos y velas, y desvío el curso del humo con incomodidad si se cruza por ahí una embarazada o un niño pequeño. Nada de esto tendría por qué enorgullecerme, pero todo hay que decirlo. Por supuesto, soy de los fumadores culposos, de los torturados, de los que sienten un piquete en el costado y de inmediato se imaginan todos los cánceres y horrores posibles. Y hablando de dejar, soy de los fracasados que una y otra vez lo han intentado.

Pero no es por ser una fumadora empedernida (para mal y para mal) que abomino la ley antitabaco. Por más que me pudra no poder salirme caminando a trabajar con un café ni hacer una sobremesa tranquila. Lo fumador no quita lo sensato, y puedo comprender que para alguien que no fuma, debe ser muy desagradable que le estén echando humo encima a sus enchiladas. Y lo comprendo por pura empatía: incluso a mí me molesta. También comprendo que, además de molesto, el humo del cigarro es harto nocivo, y que nadie que no fume tiene por qué enfermarse ni morirse de gratis (aunque este argumento de que se enferma más el que lo respira que el que lo fuma, me brinca desde la lógica elemental de que quien lo fuma también lo huele, pero en fin.) No estoy pidiendo que suceda lo que en España y triunfen los miles de amparos de los bares y los restaurantes y que los fumadores volvamos jubilosos a nuestras mesas de interior en nuestros establecimientos asignados, y sean los no fumadores, bajo su propio riesgo, quienes decidan si van a esos establecimientos o a otros donde nadie les apeste las enchiladas. Aunque me encantaría, no es eso lo que reclamo. Esto no es una pataleta. Lo que no concibo es que una ley que supuestamente responde a un gravísimo problema de salud pública (alrededor de 160 personas mueren al día en México por causas relacionadas con el tabaquismo) de pronto despliegue una consigna masiva, arrolladora y efectiva como nada lo es en este país, para “proteger a los no fumadores”, y a los que verdaderamente padecen y encarnan el problema, que son los fumadores, los echen, como brillante solución, a la calle.

Este orden de las cosas ha funcionado de maravilla en países como Estados Unidos y Canadá. Y digo de maravilla, porque en efecto los no fumadores deben toser menos y si uno entra a cualquier establecimiento se respira muy bien, pero si te asomas al trastero, la cosa huele mal. Olvidémonos de cáncer de pulmón. En Estados Unidos hay 25,000 muertes al año tan sólo por incendios causados por el tabaquismo. Entre los jóvenes, las estadísticas suben y bajan desde los 90, pero la realidad es que no ha habido una baja significativa en el consumo de tabaco. Y es que con tanta gente muriéndose, para sostener sus ganancias, las tabacaleras norteamericanas necesitan enganchar aproximadamente 175,000 nuevos fumadores al año, idealmente jóvenes entre 14 y 18 años, lo que los lleva a gastar cerca de 130 millones de dólares (también anuales) en promover sus marcas. Y al que me diga que una cosa no tiene que ver con la otra, le diré que vaya con un neurólogo a checar si no se ve dos narices en la cara en lugar de una.
Hace unas semanas mi familia fue a comer. Buscaron un restaurante con una terraza para fumadores, y en el momento en que Alfredo (mi cuñado el paria que antes mencioné) encendió un cigarro, le pidieron que lo apagara. La razón: estaba sentado con un niño. Un niño que, cabe mencionar, ya se rasura y le saca una cabeza a su papá. Más allá de lo enojante de que venga un tipo a decirte lo que le afecta o no a tu hijo, yo me pregunto: Y a la señora que estaba fumando en la mesa junto al niño, ¿a esa no le pueden pedir también que apague su cigarro?

Antes de ponerme violenta y empezar a despotricar sobre la hipocresía y el puritanismo de esta ley, me gustaría analizarla un poco desde lo elemental. Dicen que con su implementación se va a reducir el número de fumadores. Temo disentir. Tal vez se reduzca el número de turistas, pero esos, a menos que le echen muchas ganas o tengan muy mala suerte, no les va a dar un enfisema. A un fumador, sí. Y ese, puede que se aguante tres en un restaurante, pero llegará a su casa y se fumará treinta. Porque esto no es un tema de “acostumbrarse” a no fumar, como lo hemos hecho en las oficinas, en los aviones o en el cine. Fumar no es un hábito, es la adicción más perra de la que se tiene noticia. Y con diferencia de otras adicciones más aparatosas, más batidas o más “compadecibles”, aquí no hay piedad. Al fumador, esta ley no le está echando un maldito cable.

En los estatutos de la Ley General para el Control del Tabaco (su nombre oficial) se menciona, de pasadita, brindar apoyo a los fumadores que quieran dejar el cigarro. Aparte de la del Instituto Mexicano del Seguro Social (en el cual hay que estar inscrito para que te regalen una gota de merthiolate) en la ciudad sólo hay cinco clínicas avaladas por el CONADIC (Consejo nacional contra las adicciones) que ofrecen programas de apoyo para fumadores, y todas tienen costo. Me parecen muy pocas opciones considerando a un sector de la población que con su compra de cigarros, ayuda a generar el 1.4 del producto interno bruto del país. Yo paso mucho tiempo en el coche, en mi trajinar de taxista oigo mucho el radio, y cada cinco minutos hay un anuncio de prevención contra la obesidad y la diabetes, lo cual me parece muy bien. Pero desde que se implementó la ley antitabaco, no he escuchado un solo anuncio relacionado con el tabaquismo, ofreciendo alternativas de tratamiento o promoviendo las ventajas de dejar de fumar. A los niños se los remachan en las escuelas, y eso no lo desdeño. Pero tengo la sensación de que tanto los señores funcionarios como la sociedad que regulan, asumen que con el fumador hay poco que hacer, que ese fuma porque quiere y, por lo tanto, que se las arregle como pueda. Yo les tengo una noticia a los señores funcionarios y a quienes los aplauden: el fumador no fuma porque quiere. Lo subrayo: fuma porque el tabaco es la droga más cabronamente adictiva y difícil de dejar que existe. No voy a intentar, ni por un segundo, validar mis “derechos” como fumadora orgullosa que lo hace porque le gusta; a mí me encantan los camarones y no cargo con veinte en la bolsa. El fumador fuma porque no tiene remedio, y fuma porque el mismo engranaje que dicta las leyes para “beneficio de la sociedad”, ha hecho todo lo posible por promover el enorme “placer” de fumar, así como producir, manipular, importar y vender los billones de cilindros venenosos que lo satisfagan. Con los bolsillos llenos por concepto de impuestos a la Philip Morris México-Cigatam y la British American Tobacco (que controlan 99.5% del mercado nacional, y que ahora supuestamente van a perder 22% de ingreso anual, pobrecitos, me matan de pena), es muy fácil lanzar cifras aterradoras, sacudirse responsabilidades poniendo advertencias más grandes y prohibiendo publicidad en eventos deportivos, y coronarse ahora con flores de olivo propinando 36 horas de cárcel y una multa de 100 salarios mínimos (6 mil pesos, 400 euros) a quien “mantenga un cigarro encendido” en lugares prohibidos. A los establecimientos les va peor: hasta 10,000 salarios mínimos por infringir la ley. Su mayor orgullo en esta caza de brujas, es incluir una novedad llamada “denuncia ciudadana”, en donde cualquiera tiene derecho y permiso de acusar, como en la primaria, a quien sorprendan transgrediendo la ley. No es extraño que todo esto funcione como instrumento de relojería, ¡ni siquiera gastan en monitoreo! Para lo único que interviene la Secretaría de Salud es para vigilar que no se vendan cigarros sueltos en las tiendas. Me parece aberrante que lloriqueen porque costear las enfermedades derivadas del tabaquismo les cuesta más del doble que lo que ganan por impuestos al tabaco, y me parece doblemente indignante que se les llene la boca enunciando las 4,200 sustancias tóxicas –entre ellas acetona, arsénico y amonio- que contiene un cigarro. Lo que debería de darles vergüenza es cobrar porque se venda ese veneno. A mí me debería de dar más por fumármelo, y de repente hasta se me ha cruzado por la cabeza que deberían prohibirlo. Pero como ocurre con todo lo prohibido en este planeta, mataría el doble y enriquecería el triple.

En México nos gusta mucho la frase de “por algo se empieza”. Debe ser por eso que cada iniciativa a favor de la gente se queda a tres cuartos del camino. Me gustaría pensar que la legislatura está empezando por discriminar a los fumadores y terminará por darnos apoyos, terapias gratuitas, investigación, campañas en el radio y en la tele, acupunturas, hipnosis y lo que haga falta hacer y que se hace con la obesidad y con cualquier otra adicción que mata gente en este mundo, pero sinceramente lo dudo. Una pregunta interesante es si yo misma echaría mano de esos apoyos. No lo descarto. Lo que sí sé es que en torno al cigarro hay muchísima información que se ignora, muchos mitos que, de darse a conocer masivamente, seguramente ayudarían a dos que tres necios. Está visto que ante las enfermedades y las estadísticas los fumadores padecemos una ceguera crónica, pero saber, por ejemplo, que el cigarro no da absolutamente nada, ni relaja ni desestresa ni provee ningún placer real salvo la recarga de la nicotina en el cuerpo, lo mismo que ponerse unos zapatos apretados sólo por el placer de quitártelos, es una noticia por la que tuve que pagar 1,100 pesos y, aunque a mí no me curó, por lo visto funciona para el 90% de casos exitosos que propaga el centro privado al que asistí. Si vivimos un estado de alarma en la salud pública, ¿por qué no hacer pública esta clase de información? Porque está claro que esta no es una cuestión de salud. Voy a sonar bien ardida pero siento descorazonar a los no fumadores: nada de esto está ocurriendo porque se preocupen mucho por ellos. De lo que se trata es de gastar menos, de ganar más y de ensalzarse, que son las únicas tres cosas que sabe hacer bien el gobierno de este país.

Empezar a fumar y dejar de fumar son, desde luego, decisiones personales. Yo no estoy pidiendo que nos aplaudan ni que nos compadezcan. Pero esta segregación, este juicio, esta doble moral y esta absoluta falta de interés por ayudar auténticamente a las personas, lo único que están logrando es que me sienta orgullosa de llevar estérilmente la contraria. Están logrando que me sienta rebelde. Eso tal vez le ayude a un no fumador, pero a mí me hace más daño que si tuviera que digerir cada día una cubeta de camarones al ajillo. Y con todo, eso sería mejor.

viernes, 25 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte Ultima)




Y es que desde el principio de los tiempos, pasando por la Cenicienta hasta llegar a Bridget Jones, el mensaje va más o menos así: no importa cuán autosuficiente puedas ser y cuán contenta puedas estar: si no hay un hombre a tu lado que te valide, que te afirme, no estás completa. Tan-tan. En todo esto hay una cosa latente, no dicha y muy bizarra de ser hallada, “elegida”, que nos complica absurdamente las cosas. Sí, sí, muy espeluznante el panorama.

No quiero que se me entienda mal: yo creo que estar en pareja es maravilloso. A mí me gusta estarlo, y lo estoy por elección. Y creo otra cosa. A los seres humanos no nos gusta estar solos. Más que acompañados, más que satisfechos sexualmente, nos gusta estar en intimidad, en cercanía exclusiva. Por alguna razón hay más hombres buscando pareja en Internet que mujeres. La cosa es que las mujeres lo sufrimos y nos lo tragamos como una exigencia social ADEMÁS de como la carencia existencial que compartimos, de por sí, con el resto de nuestra especie.

Ahora bien, hay algo que he estado implicando a lo largo de todas estos párrafos pero que convendría hacer patente: no conozco una sola mujer soltera que esté enroscada bajo la cama, chasqueando los dientes, sintiéndose miserable, y aventándosele a lo primero que pase. Aquí hay una premisa indudable de decisión. Me parece que esto viene de una vertiente positiva, y de otra más o menos. La positiva es que las mujeres ya no necesitan de los hombres para sustentarse, se proveen a sí mismas, lo que les da un bendito margen para proveerse y administrarse otros goces: sus horas, sus amigos, su quincena, sus rituales mañaneros, sus años más guapos y sus habitaciones propias (bravo Virginia Woolf), en lugar de irse corriendo a pelearse por la sábana, esperar turno para el baño y negociar cada decisión vital, desde la película y la marca de la catsup hasta las reuniones sociales y el dónde vivir. Más aún, creo que las mujeres se la están pensando dos veces antes de entrar en una dinámica donde, además de seguir sustentándose, les va a tocar administrar una casa (probablemente) y atender a unos vástagos (con casi completa seguridad.) Porque esto también hay que admitirlo: todavía estamos bastante movedizos en los temas de “igualdad” para esos efectos.
El problema viene cuando esta elección, tanto en hombres como mujeres, se convierte en una carrera frenética donde las opciones son tantas que da terror quedarse en un lugar. Lo veo día con día entre mi gente, no sólo en temas de pareja, sino de trabajo y de lugar de residencia. En los tiempos globales y ultra capitalistas en que vivimos, la oferta desbordada convierte a la vida en una especie de anaquel de supermercado. Es muy loco, porque yo llevo muchos años haciendo mi súper y todavía me tardo un rato para escoger los cereales y el yogurt. Y me parece que es un poco así de cara a la vida en pareja, siempre con la pregunta zumbando detrás del oído, como sonsonete: ¿y si hubiera algo mejor…? Por otro lado, en tremenda paradoja, nunca como ahora había sido tan difícil establecerse. Nuestros padres se hacían de una casa a la edad en que nosotros difícilmente podíamos rentar un departamento. Hoy en día ahorran los magos, la mayoría vivimos al día. (Por supuesto, pagando las tarjetas con la ropa, las cremas, los discos y las computadoras a plazos que "tenemos" que tener y que en realidad no podemos comprar.) Todo esto nos orilla también a una adolescencia prolongada.
En la primera parte de ésta que ya parece encíclica, Emmanuel comentaba que para como va esta juventud, no le extrañaría que la humanidad se redujera a la mitad, con esta incapacidad para casarse y tener hijos. Yo coincido sólo en parte. En el planeta sigue existiendo una droga inagotable, inexplicable, inasible y atómica, que se llama enamorarse. Esta droga sigue obligando a las personas a hacer cosas muy osadas y muy extremas, como juntarse y reproducirse. Ya lo dijeron dos profetas muy listos: All you need is love. Y esto, sin buscarle significados místicos, sublimes o complejos. El asunto lo veo yo bastante simple: para una especie que es capaz de matarse entre sí por gusto, el amor es, sin más vueltas, el único mecanismo que nos mantiene existiendo sobre la faz de la Tierra.

El que el amor sea para todos y dure para siempre, es algo que parece preocuparnos mucho a las mujeres. (Y a los hombres también, aunque se hagan.) Yo no tengo la menor idea, pero tengo una historieta. Hace muchos, pero muchos años, existió en mi familia una mujer llamada Fernanda. Creo que no era muy guapa y ya se le estaba pasando la edad para casarse. Fernanda tenía un pretendiente y también una hermana de nombre Pilar, que quería ser monja. Como no había dinero para meterla a un convento (por lo visto en esos tiempos salía más caro internar a una hija que casarla), Pilar decidió hacerle caso a un hombre que visitaba la casa familiar. El hombre era nada menos que el pretendiente de su hermana Fernanda. Pilar se casó con él, y cuenta la leyenda que el golpe fue tan duro para Fernanda, que se le fueron las cabras. Estuvo en un hospital psiquiátrico hasta que murió, rondando los sesenta años. Pilar tuvo cuatro hijos y vivió hasta los noventa y tantos, mismos que se pasó rezándole a incontables estampitas, sumida en una amargura permanente. En nuestro vocabulario popular, existe una palabra espantosa donde las haya, y esa palabra es “quedada”. Creo que este término aplica por igual a las dos mujeres que acabo de describir. Las dos se estacionaron en una existencia que no querían; el pánico las paralizó y las arrinconó a un inacabado, a un suspendido, a una cancelación voluntaria de la vida. No se hicieron las preguntas (o no soportaron las respuestas), no buscaron salidas, no pelearon, se traicionaron: se quedaron.
Lo único que es para todos y para siempre en esta vida es la propia vida, y esa se acaba cuando se acaba uno. Ahí está el límite. Yo no sé si hay que casarse, si no hay que casarse, si hay que tener dos hijos o cinco o adoptarlos chinos, si hay que imitar a Simone de Beauvoir y dejar que Sartre viva en su propia casa; si hay que peinarse el mundo, asegurarse una cómoda vejez o tomarse un batido de poligamia con peyote y paracaidismo antes de morirse. Eso cada quien lo sabe. Y de ahí, la lucha más dura es con uno mismo. Con hacerse caso.
Hay muchas maneras de ser soltera, unas más despreocupadas y otras más turbias; unas más resignadas y otras más luminosas, dependiendo de la percha donde se ostente el título. A veces ninguna tiene que ver con un certificado. A la única que no hay que dejar sola nunca, pase lo que pase, es a una misma.

lunes, 21 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte III)

“¡¡¡Que levanten la mano las solteras!!!”, exclamaba el jovial cantante de la Sonora Santanera de Carlos Colorado la noche de este viernes en la fiesta inaugural de un festival de cortometraje en San Miguel de Allende. “A ver, a ver, ¿dónde están? A ver, arriba esas manitas… Qué bonitas, qué bonitas, felicidades”. Es curioso, porque a lo largo de casi dos horas, estos diez o doce tipos que parecían clonados, como en video de Adicted to Love, y que tocaban muy bien, todo sea dicho, no reclamaron a los cineastas, ni a los solteros, ni a las gringas (mayoría aplastante), ni a Tongolele (que ahí estaba.) Las solteras, sin embargo, fueron exhortadas y felicitadas (?) en más de tres ocasiones. Quisiera pensar que todo era en tónica de homenaje. Lo preocupante es que en cada convocatoria, el vocal tenía que añadir un “ándenle, que no les dé pena”, que no me gustaba nada. Será por eso que eran tan pocas las que levantaban la mano. Aunque a lo mejor es nada más porque casi todas eran gringas y no entendían…

¿Qué pasa con esta cosa femenina de tener que casarse? Es posible que mis amigos gachupines se estén descojonando de risa al leer esto. Pero créanme: en México sí es un tema. Tal vez no las señalen con dedo acusador y cuchicheen en los mercados y las barberías a su paso, pero de que hay un resquemor, una fruncida de ceño, un señalamiento velado para las mujeres que no se casan, los hay. Y el peor de todos, no viene de fuera. Está bien incrustado, como pedazo de elote, entre los dientes castañeantes de cada mujer.
Yo tuve la oportunidad de conocer de cerca un ejemplar prototípico. Ella tenía entonces 31 años y era bastante mona, abusada, y estaba obsesionada con dos cosas: con Argentina y con casarse. De una familia muy muégano y muy mocha, era la única hermana soltera y cargaba con un sino mordaz: era socia y encargada de una tienda de vestidos de novia. Como caso extremo que era, seguía guardando “su virtud” para la luna de miel, y frustrando con ello a un galán potencial tras otro. Aún en los ratos que no estaba hablando de casarse, cada uno de sus gestos llevaba impresos la amargura y el candor de quien no puede darse el lujo de perder la esperanza. El poco tiempo que la traté me la pasé tratando de convencerla de que se fuera a Buenos Aires. Dos años después me la encontré en el Moheli y, con prisas, me dijo que sí se había ido, por unos meses. No pude preguntarle más.

Me gustaría lanzar un par de datos curiosos, uno concreto y otro abstracto. El concreto es que en mi círculo de amigos y conocidos cercanos, con más o menos el mismo número de hombres que de mujeres, todos los hombres, excepto dos, se han casado. Todos antes de cumplir los 30. De las mujeres, más de la mitad seguimos solteras. Y todas tenemos más de 30. (Para ahorrarnos problemas asumamos el término “soltera” en su acepción burocrática; es decir, no casada.) El abstracto: las estadísticas muestran que en los sistemas virtuales de búsqueda de pareja, la mayoría de los usuarios son hombres.
Pero dejemos a un lado un rato a los hombres, con permisito, gracias. ¿Qué está pasando con todas estas mujeres? Algo que parece bastante claro es que estamos presenciando un salto generacional. Las encomiendas que antes se palomeaban en los veintes se están traslapando a la siguiente década. De todas las mujeres que conozco que han sido madres o están en vías de serlo, sólo una ha parido antes de los 30, y eso porque se le fue el patín. (Por cierto, la mayoría son madres no casadas, o sin pareja.) El mismo salto está ocurriendo de cara a los casamientos o la unión libre. No sé si resultado de la ciencia y su alargamiento de la vida y la del propio conteo reproductivo, o simplemente de la serie de liberaciones y revoluciones que ha venido experimentando la mujer desde que comenzó a votar, pero tal pareciera que las mujeres nos estamos dando nuestro tiempo.
El problema es que, al menos todavía en México, no lo estamos haciendo sin una buena dosis de angustia a cuestas. Porque entre todas las mujeres solteras que conozco –tal vez sin llegar al extremo de la encargada de la tienda de novias- no hay una sola que viva plenamente tranquila con el tema o a la que le sea indiferente. Y es que las transiciones siempre son dolorosas. Algún día lo platicaba con mi amiga Michelle en las Lupitas: tal vez dentro de diez años todo esto será perfectamente normal y llevadero. Pero en los días que vivimos, lo estamos librando no sin unos cuantos puntapiés y forcejeos. De no ser así, una serie como Sex and the City (ya me estaba tardando en mentarla) no hubiera sido el hitazo que fue. Miles de mujeres alrededor del globo de pronto pudieron exclamar, “¡Oh, esto es posible! ¡No estoy perdida! Se puede tener 30… y 33… espera, ¡no puede ser! ¡¡38!! ¡¡45!! Y no tener la vida sentimental definida ni resuelta y seguir divirtiéndose en el proceso.” Sólo que hay algunos pormenores: misteriosamente, ninguna de las protagonistas de Sex and the city tenía familia, ninguna pesaba más de 55 kilos, ninguna tenía problemas con usar tacones en invierno, y… auch: al final, todas se casan. Todas. (Todas menos la golfa de Samantha, que además se vio bien bruta porque el güero al que dejó, opinión que comparto con mi amiga Claudia, es el único que no es un pelmazo.)

Una de las preguntas más interesantes que me formularon el martes pasado en la entrevista de las “solteras interesantes”, fue qué tanto sentía yo la presión social al respecto. Real, contundente. Me costó trabajo responder. La verdad es que no la siento tanto. Incluso mi madre, que tiene sus ideas muy fijas sobre lo tradicional para muchas cosas, no me presiona. (Pero yo creo que eso es porque todavía fantasea con que Felipe de Borbón se divorcie de Letizia y venga a invitarme unas chivichangas.) Tal vez la reprimenda más fuerte la recibí hace ya unos cuantos años, todavía en mis veintes. Yo estaba viviendo entonces en Barcelona, medio ganándome la vida, medio en pareja, sin demasiadas certezas. Mi hermana mayor, Thaida, en una carta muy amorosa pero muy fuerte, me confrontó por no tenerlas. Le faltó poco para lanzar el categórico “cuándo vas a sentar cabeza”. Primero me enojé, poco después (aunque por razones ajenas a la carta) abandoné esa vida, y luego senté un poco cabeza a mi manera. Es decir, aún sin certezas. Hay contemporáneas que lo tienen más difícil. Supe que otra de las entrevistadas para el artículo contó que su abuelo, en su lecho de muerte, le suplicó que se casara. Y es que las mexicanas lo tenemos especialmente complicado por el doble discurso matriarcal y machista en el que todavía se mueve este país. Dejando a un lado por un momento el tema de casarse, he visto amigas mías, letradas, listas y autosuficientes, francamente agobiadas por haberse ido a la cama en una primera cita, paranoicas por el letrero de golfa que el susodicho y el mundo entero pudieran colocarles. La formación religiosa tampoco ayuda ni tantito en estos menesteres, pero ese es un tema en el que ahora mismo no quiero indagar. Pensando que sea cierto y que hoy por hoy una de 35 en México todavía medio se salve, una de 42 sigue siendo la “quedada”, contrapunteada con el “soltero interesante”. ¿Por qué? El primer indicio es el asunto biológico. Un hombre no tiene prisa, una mujer, sí. Una mujer tiene una función que cumplir: tiene que reproducirse. Al saltarse esa función, la sociedad se la cobra. Pero de ser esa la razón, los 4.5 millones de madres solteras que hay en este país estarían coronadas de laureles y, al menos las que yo conozco, están lejos de haberse librado de la presión de vivir en pareja.

La mujer soltera no cabe en ninguna minoría. Al contrario que un negro, un latino, un queer o un fan de Vanilla Ice, no tiene nada de qué enorgullecerse; no tiene un nicho en el cual resguardarse y donde sacar la garra y componer canciones depresivas y hacer desfiles con tangas de conejo. Pero hay esperanza. En este mundo desquiciado, neurótico, asfixiado de basura y salvaje con botoncitos en que vivimos, una de las pocas cosas salvables es que vamos avanzando en apertura y en tolerancia. Al menos la mujer ya vale por sí misma, y no por una dote que dictamine su destino. Si las solteras lograran ir con la cabeza en alto, con suerte conformarían una orgullosa minoría que un día organizaría marchas orgiásticas donde los vestidos blancos se inmolarían en gigantescas hogueras de ramos chamuscados, todas bailando con ligueros en la cabeza al son de la Víbora de la mar. Pero esa, me temo, es una fantasía tan lejana como la deportación masiva de todos los gringos de San Miguel de Allende.

(Continuará... y finiquitará.)

miércoles, 16 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte II)


Creo que antes de ir más lejos sería prudente examinar un poco mi postura sobre esto del casamiento. Voy a ser completamente sincera: a mí a veces me da lástima haber abandonado mis creencias religiosas. Por muchas cosas densas sobre las que otro día platicaré, pero entre ellas, porque cada vez que paso por la iglesia de la Conchita, que es tan vieja y tan hermosa, digo chihuahuas, qué bonito hubiera estado salir por aquí con arroces crudos volando y el vestido blanco manoseado y besuqueado. Pero esa ya me la perdí. Dejar que me cayera arroz encima afuera de una iglesia, de no ser accidentalmente, sería a estas alturas una monumental incongruencia.
A veces me consuelo pensando que el registro civil que está aquí en la plaza Hidalgo de Coyoacán la verdad no está tan gacho, aunque la institución matrimonial lo que tiene es un escabroso parecido con darse de alta en Hacienda. Hasta su parte “solemne”, coronada con la Epístola de Melchor Ocampo, es la cosa más machista que se ha pronunciado en los altares laicos del universo. Cuando la gente proclama este tópico y odioso “no necesitamos un papel para validar nuestro amor”, no tienen ni idea de lo ciertos que están y lo equivocados: la frase carece de sentido desde la raíz, porque el famoso papel, lo último que valida es el amor. Así que aunque quisieran validar su amor yendo con el juez, por más guapeados y rete enamorados que se presentaran, no lo lograrían. Lo único que valida la unión civil es una nueva sociedad en la cual dos personas adquieren derechos y obligaciones para administrar el patrimonio que resulte de su unión. Eso es, y no más. Y está muy bien. Porque si estas dos personas están pensando en chutarse quién sabe cuántos años, cuentas bancarias, hipotecas, chance hijos y, en el peor de los casos (que no infrecuente) llegar a caerse muy mal, ya les vale estar bien administrados. Y para quien no comulgue con la Carta Magna, Melchor Ocampo y sus secuaces, ya existen leyes que protegen a las parejas en concubinato.

Lo que no existe hasta hoy es una ceremonia que legitime la decisión. No el contrato. Y alguien me dirá que para eso está la fiesta. Y yo le daré buena parte de razón. Detenerse un día en la vida y decir: “Éste, que no es mi pariente, éste y no otro, es con quien yo quiero acompañarme en la vida y compartir mis horas, mi comida, mi cama, mis querencias, mi sueldo, mis achaques, mis proyectos, mi cuerpo, mis mañanas y con suerte hasta mi código genético”, bien amerita una fiesta. Si uno celebra porque cumple años, porque el niñito Jesús nació, y por una serie de cosas que no decidió, ¿por qué no va a celebrar un arrojo de estas proporciones? Lo que a mí me sigue faltando es el ritual. La fiesta no deja de ser una cosa material, efímera y que se urde en función de un montón de gente y de cosas que al final poco o nada tienen que ver con los directamente afectados. (Razón de más para espantarse con el dineral ridículo que la gente gasta en el trámite.) A mí me hace falta algo que marque, que finque, que ciña. Es una pena que todos nuestros rituales están enlatados en la religión. Porque aunque incorporara yo algún rito mapuche mezclado con hinduismo y la Pachamama, sería para el caso lo mismo que ir a que me dé permiso el Dios de Moisés y Jeremías: son cosas en las que no creo. Alguna vez se me ocurrió hacer una ceremonia pagana y colorida a cargo de los mutuos seres queridos quienes con palabras, ungüentos, jarabes tapatíos o los elementos que a ellos se les ocurrieran, dieran las pertinentes bendiciones. Cuando se lo dije a Alonso, mi chico, me tildó de hippie y me rebatió con un argumento bastante sólido: los ritos son ritos porque nacieron en un momento específico con una razón de ser. No se “inventan”. Pero luego pienso: ¿este vacío de ritual no sería razón suficiente para inventar uno para la posteridad que siga de ésta?

Creo que no soy sólo yo. Todos necesitamos ritos. Porque esto, después de todo, no es más que una mera y llana ilusión. El matrimonio no deja de ser una construcción, una abstracción, que a cada quien le encaja en la cabeza según el molde que traiga dentro. Para unos casarse es sinónimo de fidelidad, aunque para otros no lo sea aún cuando así tengan que prometerlo. Para algunos es asumir una adultez, a veces tan pesuda como para traer vidas humanas al mundo; aunque para otros, como los que dicen que las niñas de 14 se pueden casar, la adultez en estas cuestiones parece ser lo de menos. Para unos es seguridad, para otros es un trofeo, para los más, es compromiso… Esa palabra tan incisiva en estos vericuetos. En cine hay una frase muy socorrida: “lo que rodaje no da, moviola no presta”. O sea que lo que no se filmó bien, la edición no puede arreglarlo. Pienso que esta sería una alegoría atinada en lo que respecta a las relaciones, deriven o no en matrimonio. Algo así como “lo que pareja no da, casorio no presta”. Lo que haya, tiene que haberlo de por sí, antes de y pese a casarse, juntarse o lo que sea. No hay absolutamente nada que un nuevo estatuto pueda venir a resolver, compensar, completar o designar, si no existe de por sí entre los emparejados. Desde luego que tanto en el antes como en el después, esto es un ensamblaje forzado, y hay que limar mucho las esquinas para que vaya embonando. Pero basta, que éste no es el consultorio mafufo de la doctora corazón.
La cuestión es que cuando de “unir las vidas” se trata, todo es tan amorfo y tan difuso y para colmo tan doble, que si no fuera por el ritual, creo que sería imposible sortear la empresa. Más allá de las creencias, los seres humanos necesitamos fechas, signos, límites, conmemoraciones, estructura. Más que una seguridad (dudosa), un compromiso (indefinible), una eternidad (imposible) o un papel que los confirme, necesitamos una narrativa para el amor.

(Continuará.)