Antes que nada, aclaro: Coyoacán Jane no se ha ido a ninguna parte. Odio justificarme, pero lo cierto es que anduve atareada. Tres días después de subirme a un barco llamado Progreso entre Prosperidad y Unión, me hablaron para decirme que otro barco se estaba hundiendo. A dos semanas de salir al aire, la producción de una teleserie juvenil estaba a punto de colapsar por falta de guiones. Acepté agarrar el timón sin haber escrito nunca un formato de esa calaña (para mí, coordinar la escritura de una serie de trece episodios ya era toda una hazaña en los terrenos de la ficción) y sin conocer a la tripulación. Feliz y rápidamente comprobé que lo único que fallaba en ese barco era el desterrado capitán. Los propios escritores guiaron el curso del navío con una tenacidad a toda prueba; ninguno se mareó, ni se acojonó, ni gritó “hombre al agua”. Y eso que no fue una travesía con pocos aspavientos. De hecho surcamos unas cuantas tormentas, que incluyeron la salida intempestiva de un personaje, la operación de urgencia de otro (o sea, del actor) y la amenaza de renuncia de una actriz, todo lo cual implicó mucha reescritura y mucho romperse la cabeza. Pero pese a que navegamos a toda máquina (conseguimos inventar 120 horas con cualquier cantidad de peripecias), en general tuvimos cielos despejados, miramos con garbo desde la proa (¿o es la popa?) y el canto de las sirenas nos hizo los mandados.
Diego mi sobrino está a punto de hacer el curso de animadores de Colonias. Cuando él fue a su primera colonia de niño, yo estaba haciendo mi última actividad en el movimiento. Así se pasa el tiempo… (ni bien mi mal, pero a veces gacho). Tenía justo su edad cuando hice mi propio curso: dieciséis. Fue una experiencia alucinantemente divertida y emocionante. Casi siempre lo es, para casi todos. Un curso es como una colonia, sólo que en lugar de niños, hay jóvenes aspirantes a ser animadores, con quienes se replican todas las actividades e incluso los cuidados con que se procura a los niños. Una colonia es un campamento de ocho días para niños urbanos, de entre siete y once años (aunque también van colados de seis y de doce) cuyas familias no tienen dinero para hacer una vacación. Durante los ocho días que dura la colonia cada animador tiene diez niños a su cargo: su equipo. También hay un director y un jefe que, junto con los animadores, a su vez conforman otro equipo. Los equipos de niños son mixtos y se forman por edades. Cada equipo se distingue por una pañoleta de un color. A lo largo de la semana (de sábado a sábado) los equipos se mueven a través de actividades perfectamente organizadas, medidas y planeadas. Pero al llevarlas a cabo, el animador casi siempre comprueba que difícilmente las puede organizar, medir y mucho menos realizar según lo planeado. Se trata de niños, y con ellos, todo es impredecible. Yo me tardé mucho en comprender esto, y en mis dos primeras colonias como animadora me lo pasé muy mal. En el curso, y luego en la preparación de mi primera actividad, el Honorable y Multicitado Manual de Colonias me daba seguridad y cobijo. Con el equipo de “adultos” se repasan las canciones y las técnicas para dormir, bañar y meter a la alberca a los niños; se confeccionan y revisan los trabajos manuales que un personaje disfrazado les enseñará a hacer (el animador JAMÁS debe confesar que se trata de él mismo bajo el atuendo que elija); se dan pláticas sobre el perfil del animador, el perfil de los niños a cada edad, recetas para imponer y conservar la autoridad… durante un mes y pico, te dedicas a pulir y afilar todo tipo de artes para llegar al barrio en cuestión (pueden ser ladrilleras, basureros, colonias populares) a inscribir y luego a recoger a los niños hecho un Jedi de la motivación infantil. Lo recuerdo bien. Llegamos a aquella hacienda en Tenancingo, me entregaron a mi equipo de diez niños, y a la hora y pico me zafé con algún pretexto, subí corriendo a la azotea de la casa, y me puse a llorar, repitiendo una y otra vez “¿Qué chingados hago aquí?”. Me sentía engañada, estafada. Eso no era lo que me habían prometido. Yo, fanática de La novicia rebelde, me había imaginado corriendo por los prados como María Von Trap seguida por un grupo de niños cantarines que respondían felices a cualquier sugerencia, a cualquier llamado. Estos niños eran rejegos. No obedecían. Querían hacer lo que querían y no lo que yo, con tanto afán y fingido entusiasmo, los instaba a jugar, cantar o dibujar. La estructura, el control con que me habían entrenado, se convertía de pronto en mi peor enemigo. Aunque en realidad, el verdadero enemigo era yo misma: la exigencia imposible que me había impuesto para que los demás me vieran como la dulce Fräulein María. Una inseguridad medio enfermita por la percepción externa, que me tenía cegada a toda posibilidad de interacción real con los niños. Pero de esto no me di cuenta sino muchos años después. La cosa no mejoró a lo largo de esa primera semana. Era tal la tensión que vivía, que por las noches me levantaba de la litera del cuarto de las animadoras y perseguía niños en la oscuridad. Una vez me despertó la voz de otra animadora, asustada con mis balbuceos de “los niños… ¿dónde están los niños?”; otra vez fue la sensación fría del mosaico húmedo del baño bajo mis pies. Pero yo, necia, al verano siguiente (ahora con diecisiete años), me aventé el numerito de nuevo. Esta vez no sonambuleaba, pero bajé tres kilos en una semana y me quedé sin voz al segundo día: eran niños de basureros, guiados por una especie de ley de la jungla (de asfalto), y esa colonia fue un reto para todos. Había tantos problemas que las juntas nocturnas que hacíamos después de acostar a los niños para evaluar el día, duraban hasta bien entrada la madrugada. Una de ellas fue tan intensa que nos levantamos de la mesa a las siete de la mañana, con dolor de patas y de alma, exhaustos, directamente a despertar a los niños para el rally. Al final alguien cedió, creo que fuimos nosotros. La semana terminó en un idilio medio maníaco que culminó en llantos y abrazos desgarrados. Todo mal. Una regla de Colonias que siempre me costó trabajo, pero que lleva razón, es que hacia el final de la semana es necesario que los niños asimilen el final de la vacación y su regreso a casa. Yo a los niños de mi equipo no les ayudé a asimilar un carajo y además les di mi teléfono. Otro gran error. Puede sonar cruel y es la segunda cosa de Colonias que siempre me costó mucho entender, pero después de la intensidad de esos ocho días, pretender mantener el contacto a ese nivel con los niños es imposible y para ellos puede resultar frustrante. Aquellos niños me llamaron consistentemente hasta que mi madre se mudó de esa casa, doce años después. No dejaron de llamar con todo y que, tras dejarlos de vuelta en su barrio y observar cómo media hora después de despedirnos salían a pepenar la basura, no los volví a ver. Quiero pensar que esos ocho días en Tenancingo les dejaron algo, que hicieron alguna diferencia en sus vidas. Y si no fue así, al menos vivieron esos ocho días, que ya es algo. Por mi parte, de la intensidad de esa colonia se desprenden cuatro de las personas más importantes de mi vida. Dos de ellos ya eran importantes, uno es Alfredo (el papá de Diego) y Valeria Guarneros, mi amiga desde el kínder. Los “nuevos” (viejos amigos ahora) son Arturo Peón y Karina Simpson.
Pasó mucho tiempo antes de que yo me subiera al verdadero barco de Colonias como animadora de un equipo de niños. Tenía veintidós años y me tocó el equipo de los más grandes. Nos llamábamos Los Canarios Magníficos de Tenancingo. Recuerdo que durante esa semana no sólo dormía bien, sino que despertaba con ganas de verlos, con ganas del día. Mil veces había escuchado esta frase en las preparaciones y en las juntas: “No venimos aquí a divertir a los niños, hay que divertirse con los niños”. Yo trataba de dilucidar esas palabras como si fueran una especie de código sagrado e intraducible. Con los Canarios ocurrió el milagro del desciframiento. De pronto, yo era otra más del equipo. A lo largo de esos ocho días no hice otra cosa más que divertirme. Además del “oficial”, los animadores de colonias tienen también un equipo de noche: un cuarto con otros diez niños o más, a los cuales despiertan, acompañan a bañarse, llevan a dormir la siesta, acuestan y monitorean por la noche. Si te tocan los niños más chicos suele ser un suplicio, porque muchos se hacen pipí, en cuyo caso hay que cambiar las sábanas, cambiarlos a ellos, y poner el colchón mojado a secarse. En la colonia de los Canarios, por falta de animadores hombres, me tocó hacerme cargo del cuarto de noche de los niños más pequeños. Eran una docena de coconetes que no sabían vestirse solos, mucho menos tender una cama. Tender la cama es una de las técnicas que revisas exhaustivamente desde las juntas en México, y es muy importante dentro de los códigos de “seguridad física” de los niños. Unos años antes, yo me hubiera agobiado hasta las pestañas, y perseguido a esos escuincles entre las literas procurando que aprendieran a hacer su “carterita” y a doblar correctamente su “cobija de flecos”. Esta vez me valió reverendamente madres. Simplemente asumí que cada día tenía que tender doce camas, y me dediqué a besuquearlos y apretujarlos todo lo que pude. Después de comer llegaba la hora de la siesta. Era un gran momento. Los chamacos salían disparados de sus mesas y juntos corríamos al cuarto, nos metíamos bajo las cobijas y nos imaginábamos que estábamos en un barco, que primero crujía y se pandeaba bajo la tormenta hasta ir alcanzando la calma y el arrullo bajo las estrellas. (Súper cursi, luego hasta lo vi en una película). Algunos se jeteaban, otros no. Lo que sí recuerdo es que se hacían pipí frecuentemente, que cambié muchas sábanas y puse a secar varios colchones. Y también recuerdo que a uno de ellos se le cayó un diente. Esa noche llegó el ratón y le dejó dulces y una carta. Cuando yo era chiquita, mi papá confeccionaba sensacionales cartas de los ratones de los dientes: hacía la letra grande y chueca, como si fuera un ratoncito escribiendo con una pluma tamaño persona. Así era esta carta y Agustín (así se llamaba el chavito), se le quedó viendo con azoro como un minuto hasta que me la dio, sonriendo con su boquete nuevo: “¿Me la lees? Es que no sé leer”.
(Continuará...)