domingo, 14 de febrero de 2010

Crónicas del oropel (Parte I: RADIO DAYS)

Cuando estudiaba la carrera, lo que yo quería hacer era radio. Me parecía fascinante la posibilidad de recrear cualquier cosa. Un campo de batalla, un baile porfiriano, una estación de tren. Con cinco gentes, o con dos o con una, te vas a donde quieras. Generas lo que quieras. En ninguna materia práctica me lo pasé mejor (Estéreo Mujer… donde olvidar no es un derecho: es una obligación), y ninguna inflamó mi espíritu de estudiante tan románticamente. Me fascinaba Radio Days de Woody Allen, y me imaginaba conduciendo un programa nocturno (jamás matutino, qué flojera), recibiendo llamadas taciturnas y compartiendo una botella de vino con el también solitario operador.

Acabé haciendo tele no por el presagio de la pobreza inminente que la radio auguraba, sino porque fue la primera chamba que tuve y ese oficio aprendí. Parece que la vocación casi nunca se escoge: casi siempre se trabaja.

En los últimos diez días he estado en cinco cabinas de radio diferentes y me la he pasado con las tripas hechas muégano. En parte por los nervios (siempre lo paso muy mal antes de hablar en público) y en parte por la adrenalina que me disparan las cabinas, las puertas pesadas y las paredes acolchonadas, la vida paralela pero dispar que ocurre a uno y otro lado del cristal, entre la consola y la mesa de locución; los micrófonos, la perfección y la nitidez con que viaja el sonido, y el silencio sordo y seco que lo envuelve todo en las pausas.

Pero lo más emocionante y aterrador ha sido experimentar algo que nunca viví en la escuela y que era otra cosa que me fascinaba de la radio: el VIVO. El contacto directo con el radioescucha, el intercambio inmediato que no tiene ningún otro medio.

El vivo en radio nada tiene que ver con la tele. En la tele dicen “graba” y todo mundo tiene la peluca bien puesta. Aquí, de algún modo, también. Sólo que la peluca es verbal y nadie se imagina que a las 8 de la mañana Omar Chaparro habla frente a un tupper con huevos a la mexicana y melón picado. Hasta donde alcanzo a vislumbrar, a la radio puede presentarse un tipo con taparrabos y una bandera nazi enredada en el pescuezo a hablar de la lactancia. La radio es un mundo de juegos. En el mejor y en el peor sentido de la palabra.

Tal vez por eso no debería sentirme tan mal de la metidota de pata que derrapé en El Weso este pasado viernes. En cadena nacional, osé pronunciar la siguiente frase: “LOS-REYES-MAGOS-NO-EXISTEN”. ¿A ustedes les suena grave? A mí tampoco. (En ese momento). Lo dije asumiendo que estaba en un programa para adultos, donde se comentan noticias de la política más densa, donde se habla de violencia, de sexo, de pederastía y de corrupción. Y sin embargo, cuando pronuncié la bendita frase, las cinco personas que estaban en la mesa pusieron una cara rarísima, y de inmediato saltaron con chistes para distender la situación. “¿A poco no existen?”, “ella no cree porque se porta mal y no le traen”… Y ya fuera del aire, medio en broma medio en serio: “Nomás acabas de traumar a ocho mil niños mexicanos”.

Aunque luego me dijeron que no me preocupara, el daño estaba hecho. Salí de esa cabina y me fui a mi casa pensando cuántos niños estarían pasando la peor noche de su infancia. Me imaginé a un niñito que tuvo la mala suerte de entrar en la cocina mientras su mamá oía el programa lavando los trastes, arrellanado en su cama, preguntándose entonces qué pedo con TODO. Si no existen estos cuates, ¿entonces que SÍ existe? ¿Qué más NO existe? ¿Y si nada existe…?

Con el paso de los días, y con dos rayas menos de culpa, concluí que lo asombroso es el concepto de CENSURA en este país. (No sé en otros). Me di cuenta de lo que realmente es tabú. En la radio se asume que hay niños escuchando todo el tiempo pero se puede hablar lo mismo de cosas naturales como erecciones y orgasmos que de cosas antinaturales como masacres y descabezados. Pero no se puede truncar ilusiones. No se pueden derrumbar fantasías. Eso sí que no. Qué loco.

Pero otra cosa buena de la radio es que todo viaja a la velocidad del sonido. Y se olvida pronto. Rapidísimo. Quizá por eso convenga irlo escribiendo…

(Continuará…)