miércoles, 16 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte II)


Creo que antes de ir más lejos sería prudente examinar un poco mi postura sobre esto del casamiento. Voy a ser completamente sincera: a mí a veces me da lástima haber abandonado mis creencias religiosas. Por muchas cosas densas sobre las que otro día platicaré, pero entre ellas, porque cada vez que paso por la iglesia de la Conchita, que es tan vieja y tan hermosa, digo chihuahuas, qué bonito hubiera estado salir por aquí con arroces crudos volando y el vestido blanco manoseado y besuqueado. Pero esa ya me la perdí. Dejar que me cayera arroz encima afuera de una iglesia, de no ser accidentalmente, sería a estas alturas una monumental incongruencia.
A veces me consuelo pensando que el registro civil que está aquí en la plaza Hidalgo de Coyoacán la verdad no está tan gacho, aunque la institución matrimonial lo que tiene es un escabroso parecido con darse de alta en Hacienda. Hasta su parte “solemne”, coronada con la Epístola de Melchor Ocampo, es la cosa más machista que se ha pronunciado en los altares laicos del universo. Cuando la gente proclama este tópico y odioso “no necesitamos un papel para validar nuestro amor”, no tienen ni idea de lo ciertos que están y lo equivocados: la frase carece de sentido desde la raíz, porque el famoso papel, lo último que valida es el amor. Así que aunque quisieran validar su amor yendo con el juez, por más guapeados y rete enamorados que se presentaran, no lo lograrían. Lo único que valida la unión civil es una nueva sociedad en la cual dos personas adquieren derechos y obligaciones para administrar el patrimonio que resulte de su unión. Eso es, y no más. Y está muy bien. Porque si estas dos personas están pensando en chutarse quién sabe cuántos años, cuentas bancarias, hipotecas, chance hijos y, en el peor de los casos (que no infrecuente) llegar a caerse muy mal, ya les vale estar bien administrados. Y para quien no comulgue con la Carta Magna, Melchor Ocampo y sus secuaces, ya existen leyes que protegen a las parejas en concubinato.

Lo que no existe hasta hoy es una ceremonia que legitime la decisión. No el contrato. Y alguien me dirá que para eso está la fiesta. Y yo le daré buena parte de razón. Detenerse un día en la vida y decir: “Éste, que no es mi pariente, éste y no otro, es con quien yo quiero acompañarme en la vida y compartir mis horas, mi comida, mi cama, mis querencias, mi sueldo, mis achaques, mis proyectos, mi cuerpo, mis mañanas y con suerte hasta mi código genético”, bien amerita una fiesta. Si uno celebra porque cumple años, porque el niñito Jesús nació, y por una serie de cosas que no decidió, ¿por qué no va a celebrar un arrojo de estas proporciones? Lo que a mí me sigue faltando es el ritual. La fiesta no deja de ser una cosa material, efímera y que se urde en función de un montón de gente y de cosas que al final poco o nada tienen que ver con los directamente afectados. (Razón de más para espantarse con el dineral ridículo que la gente gasta en el trámite.) A mí me hace falta algo que marque, que finque, que ciña. Es una pena que todos nuestros rituales están enlatados en la religión. Porque aunque incorporara yo algún rito mapuche mezclado con hinduismo y la Pachamama, sería para el caso lo mismo que ir a que me dé permiso el Dios de Moisés y Jeremías: son cosas en las que no creo. Alguna vez se me ocurrió hacer una ceremonia pagana y colorida a cargo de los mutuos seres queridos quienes con palabras, ungüentos, jarabes tapatíos o los elementos que a ellos se les ocurrieran, dieran las pertinentes bendiciones. Cuando se lo dije a Alonso, mi chico, me tildó de hippie y me rebatió con un argumento bastante sólido: los ritos son ritos porque nacieron en un momento específico con una razón de ser. No se “inventan”. Pero luego pienso: ¿este vacío de ritual no sería razón suficiente para inventar uno para la posteridad que siga de ésta?

Creo que no soy sólo yo. Todos necesitamos ritos. Porque esto, después de todo, no es más que una mera y llana ilusión. El matrimonio no deja de ser una construcción, una abstracción, que a cada quien le encaja en la cabeza según el molde que traiga dentro. Para unos casarse es sinónimo de fidelidad, aunque para otros no lo sea aún cuando así tengan que prometerlo. Para algunos es asumir una adultez, a veces tan pesuda como para traer vidas humanas al mundo; aunque para otros, como los que dicen que las niñas de 14 se pueden casar, la adultez en estas cuestiones parece ser lo de menos. Para unos es seguridad, para otros es un trofeo, para los más, es compromiso… Esa palabra tan incisiva en estos vericuetos. En cine hay una frase muy socorrida: “lo que rodaje no da, moviola no presta”. O sea que lo que no se filmó bien, la edición no puede arreglarlo. Pienso que esta sería una alegoría atinada en lo que respecta a las relaciones, deriven o no en matrimonio. Algo así como “lo que pareja no da, casorio no presta”. Lo que haya, tiene que haberlo de por sí, antes de y pese a casarse, juntarse o lo que sea. No hay absolutamente nada que un nuevo estatuto pueda venir a resolver, compensar, completar o designar, si no existe de por sí entre los emparejados. Desde luego que tanto en el antes como en el después, esto es un ensamblaje forzado, y hay que limar mucho las esquinas para que vaya embonando. Pero basta, que éste no es el consultorio mafufo de la doctora corazón.
La cuestión es que cuando de “unir las vidas” se trata, todo es tan amorfo y tan difuso y para colmo tan doble, que si no fuera por el ritual, creo que sería imposible sortear la empresa. Más allá de las creencias, los seres humanos necesitamos fechas, signos, límites, conmemoraciones, estructura. Más que una seguridad (dudosa), un compromiso (indefinible), una eternidad (imposible) o un papel que los confirme, necesitamos una narrativa para el amor.

(Continuará.)

domingo, 13 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte I)

El martes pasado fue un día extraño. Al mediodía estuve tomando café en la plaza de la Conchita con Jasmine y Susana, una de las parejas más sólidas que conozco. Nos pasamos casi dos horas hablando de relaciones sentimentales. Más concretamente, del tema de casarse o no casarse. El matrimonio entre gente del mismo sexo es legal en Montreal, donde ellas viven, pero aunque han coqueteado con la idea, les sigue pareciendo una institución más bien obsoleta cuya finalidad siempre ha tenido que ver con tener control sobre el rebaño social. La única desventaja grave que Susana apuntó sobre no casarse con Jasmine, fue que si ella muriera en territorio canadiense, sería el Estado mexicano, y no su pareja, quien tendría la última palabra sobre su cadáver. Datos bizarros aparte, uno real es que cada vez son menos las personas que se casan en países desarrollados, y que en ese sentido (entre muchos, muchos otros), México todavía no es uno de ellos.

Horas más tarde, después de guapear la casa, ir por arroz a la fondita de Aguayo que por la noche es churrería y trabajar un rato, recibí en mi casa a una mujer que yo no conocía, y que está escribiendo un artículo sobre la anti-boda, o algo por el estilo, para el suplemento semanal de un conocido periódico. Dio conmigo por Pablo, un amigo en común, quien al parecer le dijo que yo era una “soltera interesante”. Al menos soltera en lo que al rellenado de papelería oficial se refiere. Es decir, no casada. No sé si esto debiera halagarme, pero tratándose de la primera entrevista que me han hecho, el que ésta no tuviera que ver con mis habilidades o con mi carrera o con mi desprecio por la ley antitabaco, me pasó a dar básicamente igual.
La primera pregunta fue si yo de niña había fantaseado con mi boda. Respondí que sí. En realidad, yo de niña y de adolescente fantaseaba con todas las cosas que una niña y adolescente de clase media, criada en una familia católica y formada en un colegio de monjas, debe fantasear. Incluso con ir al cielo. No sé bien cuándo se me empezaron a romper los esquemas, pero creo que favorecieron tres cosas: haber crecido en un ambiente familiar sí católico y sí conservador pero de funcionalidad bastante exótica; haber tenido dos hermanas mayores, una de las cuales desposó a un psicoanalista ateo y divorciado que conmigo le jugó bastante a la figura paterna; y haberme ido rodeando, al principio sin querer, de una muy variopinta fauna de amigos.

Pero vuelvo al punto. Por lo visto, el tener 32 años y no haberme casado todavía, significa que estoy desafiando algún esquema. Si no, no hubiera venido a mi casa una desconocida a preguntarme cosas como que para mí cuál es la edad límite para decir “no me he casado” y cuál para responder “ya no me casé”. Esto yo no lo sabía al momento de la entrevista, pero legalmente una mujer mexicana podría responder “no me he casado” desde los 14 años de edad. A la segunda contesté que nunca, no hay tal cosa como una edad límite para decir que una ya no se casó. En la familia de mi madre hay dos tías que se casaron en sus cuarentas; la actual mujer de mi padre se casó con él entrada en sus cincuentas, la bruja que solía yo consultar predijo dos veces que mi madre de 73 se volvería a casar (aunque no ha sucedido.) Uno se puede casar cuando se le dé la gana y a una se le puede dar la misma gana de no hacerlo. Como mis primas Concha y María Dolores, un par de hermanas perfectamente guapas y encantadoras que acaban de entrar también a sus cincuentas con sus chambas, sus viajes y sus galanes. O como mi tía Meche, que aunque no tuvo nada de lo anterior salvo la chamba, se hizo cargo de cinco hijos que ni siquiera eran de ella. Si bien es cierto que tenemos colgado de las pestañas el susodicho reloj biológico, está claro que para darle curso a la biología no hace falta estar casada, y que estarlo en muchos casos tampoco garantiza que una quiera o pueda reproducirse. Esperanza mi analista opina que casarse es algo que hay que hacer al menos una vez en la vida. No lo sé. Tampoco supe bien qué responder cuando la señora (casada) de mi edad que estuvo aquí en mi casa me preguntó si este es un asunto de elección o más bien de pura suerte. Aunque luego le fui pensando....

(Continuará)