miércoles, 21 de octubre de 2009

Clases Especiales

El otoño siempre ha sido mi estación favorita. Terminan las lluvias al fin y en vez de la luz plana del verano llega otra brillante y contrastada, con viento. Octubre, en especial, me gusta muchísimo. Pueda que hasta cierto punto sea la temporada festiva que más disfruto. No tiene la parte culposa, acelerada, gastona y agobiante de la Navidad, aunque la navidad se trate de nacimientos. Las fechas de muertos son la pura diversión. Disfraces, dulces, flores, pan azucarado, papel picado de colores… ¿Quién puede pedir más? Y es que en el fondo yo no creo que estemos festejando a los muertos. Lo que festejamos es recordar que nosotros seguimos vivos.

Tres de mis amigas cercanas están embarazadas en este momento. En este mundo maquinizado y cosificado, es un alivio constatar que el presagio de “Children of men” está lejos de cumplirse, y que la vida sigue por sí sola, gestándose sin herramientas ni enchufes ni cables, haciendo lo suyo.

Pero de lo que yo quería hablar es de otra cosa.

Resulta que tengo tres sobrinos, uno de 23, uno de 15 y uno de 14. Y los tres son músicos. Componen, tienen bandas, se la pasan horas y horas aporreando el piano y rasgando la guitarra. Y resulta que además lo hacen bien. El que los tres estén tan estrechamente vinculados con la música no es fortuito. Mis hermanas así lo han procurado. Desde muy chicos, a los tres los sentaron frente al piano y sus padres fueron lo bastante rigurosas como para que esas clases dieran frutos. Tal vez fue así con mis sobrinos porque en nuestra casa sucedió justo lo opuesto. Todas aquellas cosas que quisieron enseñarnos o decidimos aprender por nuestra cuenta, encontraron apoyo pleno pero murieron al primer “ya no tengo ganas”. Y es que nuestra educación en casa fue muy… “montessori”. Durante todo el bachillerato yo misma firmé mi boleta de calificaciones, y creo que con mis hermanas sucedió igual. Y no es que nuestros padres no vieran nuestras boletas (a veces) y no estuvieran al pendiente de nuestra educación. Es simplemente que confiaban en nosotras. Y así, confiaron en nuestro criterio cada vez que decidimos abandonar una actividad extraescolar.

La primera, en mi caso, fue enteramente en contra de mi voluntad. Ballet clásico. No sé cómo llegué ahí, no sé cuántas veces fui, pero no debieron ser muchas. Yo no tenía más de cinco años y todo lo que recuerdo de aquellas clases me causa todavía una angustia nebulosa. Me hacía bolas con las mallas, con la falda, con los cordones de las zapatillas (ni siquiera sabía amararme unas agujetas comunes) y las voces de la maestra con su bastón golpeando en la duela me causaban pavor. Era como uno de estos sueños en que el entorno te exige que sepas lo que tienes que hacer, pero nunca has estado ahí y no tienes la menor idea. Felizmente estaba ahí mi amiga Valeria, que me ayudaba con los cordones de las zapatillas y eventualmente, en el patio de la escuela, me enseñó a atarme también los de los tenis.

El segundo intento fallido porque yo aprendiera algo además de lo convenido en el programa de la SEP vino poco después. En mi casa había un órgano Hammond. Tenía caja de ritmos, muchos botones de colores para darle al teclado distintos sonidos (incluso tenía uno de banjo que hacía que las teclas sonaran “trrrrrrrrrrrrr”), y debió ser un objeto moderno y preciado en su tiempo. Un día, teniendo yo unos siete años, a mi madre se le ocurrió que sería muy buena idea que yo aprendiera a tocar el órgano. Resultaba además muy práctico porque justo en la esquina de nuestra calle había una tienda de instrumentos donde daban clases. Fue así como me encontré una tarde en la tienda, separada por una cortinita de plástico café que se corría y se descorría como acordeón, y un maestro del que no sería capaz de recordar la cara y mucho menos el nombre, me daba la instrucción básica para tocar, con una sola mano, mi primera canción: “La marcha de los santos”.

Mi madre repetía que un concertista practicaba ocho horas diarias. Yo practicaba a lo sumo ocho minutos, pero me aprendí muy bien “La marcha de los santos” (me gustaba tocarla con el botón de banjo), y después me aprendí “Ojos españoles” y “El Padrino”. Luego de eso no tomé una clase más. Nunca aprendí a poner acordes.

Como todos los niños de este mundo, o casi todos, fui a clases de natación. Mi papá ya me había enseñado a flotar en la alberca del club, pero mi madre consideró prudente que además aprendiera yo a bracear y a no respirar bajo el agua. Creo que hizo bien. Las clases eran los sábados, en la alberca techada de una casa de mi colonia. No estaba lejos pero de todas formas me llevan en coche. Casi siempre lo hacía mi hermana Dunia, en la Cascabela. De aquellos tiempos recuerdo el olor a cloro encerrado, que hasta hoy me fascina; la flojera que me daba vestirme y desvestirme en el diminuto cubículo destinado a ello, pero sobre todo la manera en que detestaba ponerme y quitarme el gorro de plástico, que se me pegosteaba en el pelo, seco o mojado. Creo que lo que más disfrutaba de esas clases de natación era llegar muerta de hambre a casa después, y desayunar siempre lo mismo: hot cakes con mantequilla y miel de maple sopeados en café con leche. Supongo que esa clase no fue del todo infructífera. Como haya sido, aprendí a nadar.

Pero a mí lo que de veras me gustaba, pero de veras, era cantar y bailar. Más aún, me gustaba el performance. Mi disco favorito para tales fines era el de la Novicia Rebelde. Me sabía de corazón todas y cada una de las canciones, y así se las recetaba a quien se dejara, coreografía incluida, por el lado A y por el B. Pero entonces tuve un hallazgo deslumbrante: Flashdance. La ñoñez de la monja cantarina y los niños irredentos fue pronto sustituida por la exuberancia y la agilidad corporal de Jennifer Beals. En lugar de mi traje de primera comunión, para mis representaciones con el nuevo disco Long Play en cuestión me ponía un traje de baño a rayas que tenía faldita. Y la afición fue más allá. Comencé a arrimar los muebles de la casa para tener espacio y poder practicar (con mi traje de baño) toda suerte de vueltas de carro, volteretas y machincuepas.

Mi madre, de nueva cuenta, fue sensible a esta inquietud, y me propuso tomar clases de gimnasia.

Fue así como comencé a asistir al gimnasio olímpico del Instituto Politécnico Nacional de Lindavista. Un lugar monstruosamente grande, con mucho eco y mucho sudor encerrado. Corría el año de 1983, tiempo suficiente para generar aproximadamente un noventa por ciento del playlist de las estaciones de radio para los hoy adultos contemporáneos (aunque en esos tiempos no había estaciones para escucharlas salvo La Pantera y alguna otra). Flans cantaba “Tímido” y Timbiriche hacía Vaselina en el Teatro de la Ciudad. Con este fondo musical (“What a feeling” a la cabeza), pronto aprendí a frotarme las manos con cal, a guardar la llave de un locker y a competir desalmadamente.

Creo que no era tan mala. Al cabo de un tiempo podía darme vueltas de carro sobre la viga de equilibrio sin caerme, pararme de manos, y dar una serie giros hacia delante o hacia atrás cayendo en split. Pero mi carrera de Comaneci Delegación Gustavo A. Madero se truncó inesperadamente. De repente el profesor buena onda que comandaba mi equipo desapareció, y en su lugar aterrizó una maestra que me odiaba. Creo que ha sido la única maestra que me ha odiado, lo que se dice odiar. Era chaparra, fea, insensible y me hacía llorar. Un día me humilló públicamente delante de todo el gimnasio obligándome a subir por una cuerda que llegaba hasta el techo, y cuando finalmente me vencí con las manos a punto de sangrar, trepó a una niña de cuatro años que pesaba como tres kilos para demostrar cuan fácil era la hazaña. Esa noche mi hermana Dunia fue a recogerme al Poli en la Cascabela. Después de escuchar mis congojas, me dijo que no tenía que sufrir si no quería. No tuve que pensármelo demasiado. Luego supe que aquel gimnasio se quemó y que mi maestra malvada se murió. (Pero de otra cosa).

Continuará…