lunes, 13 de abril de 2009

El llanto fracasado

No creo que a muchos les vaya a gustar leer esto. No es divertido, no hay historia, ni anécdota, ni sana autoironía. Pero si no lo hago, es que la declaración de intenciones que dicté un día para este espacio es una tomadura de pelo, una hipocresía y una falacia.

¿A dónde llega el límite del escritor? ¿Puedo decir que hoy me siento de la chingada, con esas palabras, sin que suene pornográfico? ¿Por qué un poeta sí puede decirlo? ¿Por el condón de la forma? ¿Puedo hablar del dolor, de mi dolor, sin tener que hacer con ello un cuento o un anecdotario?

Puedo.
Porque parte de lo que me sucede hoy tiene que ver con la incapacidad de compartir. Porque mi diario ya me alucina y porque no quiero escuchar a nadie diciéndome las cosas que ya sé. Hoy necesito guacarear en este lugar. Y que se lo banque quien se lo quiera bancar, que nadie está pagando peaje por ello.

Esta tarde cayó una lluvia pichicata y tonta después de mucho viento amenazante y mucha nube negra. El Jarocho bajó sus cortinas de plástico para nada, y después de tomarme un mal cortado decidí aprovechar el fresco de siete de la tarde con un poco de luz para caminar. Caminé por la callecita escondida de Leo’s Pizza y el empedrado de Juárez que desemboca en Belisario Domínguez, se me hizo de noche en Francisco Sosa y crucé la plaza de los coyotes, que tan bonita quedó después de un año de arreglos. Todo lo caminé despacio y todo el camino lo lloré.

¿Por qué? Porque sucede que a veces me canso de ser hombre (aunque sea vieja, y aunque la frase sea de Sabines); porque estoy cansada de la enfermedad. Harta, aburrida, hasta los huevos de la enfermedad. De la ajena y de la mía. De sortear todos los días con la fragilidad y el miedo a la finitud prensados del cogote. De enfermarme yo por pasarme los días y las semanas haciéndome creer que no pasa nada, o que todo se pasa, cuando la verdad es que no se está pasando.

Por la melancolía que llevo meses tratando de espantarme a punta de proyectos, de cuates, de películas, de cafés, de diarios, de acupunturas y de lo que se me va ocurriendo mientras me voy fumando las cejas. Porque todo en esta vida se acaba y no lo soporto. Aunque lo acabe yo misma. Porque nada regresa y sin embargo nada se olvida. Esa palabra tan mentada en los cancioneros –olvidar- no existe. Existiría, en todo caso, algo así como “deslindar el recuerdo de su contenido afectivo”, pero eso no rimaría en las canciones románticas. Y como sea, a mí no se me da. Yo debo recordar con el paquete completo, me someto a esa tortura porque si no, siento que se me esfuman los fragmentos más preciosos de mi existencia. No me concilio con la finitud del amor, y por eso voy a todas partes cargando en la cajuela con una cofradía de fantasmas, sabiendo todo el tiempo que es un mal negocio porque al final del camino, cualquier recuerdo evocado es un paliativo de mierda. Todo lo que pasa está perdido. Lloré como trapo escurrido porque no soporto ser el objeto de resentimiento de quien quiero, y me voy masticando el dolor como quien mastica un alacrán después de ser picado para curarse de su veneno, aunque la cura ni siquiera sea para mí. Y porque de repente me cansan mis valentías. De todas las batallas inútiles que se han librado en la humanidad, la de la coherencia pareciera a ratos llevar la batuta, con las cuotas tan absurdas de nostalgia y de incertidumbre que cobran sus renuncias.

Hay más cosas.
No es que me sienta sola. Es que estamos solos. Todos. Coyunturalmente solos. Los que “están ahí” nunca están en realidad. Están a ratos, y en cualquier momento dejan de estar. Somos una bandada de náufragos, solos como en un estacionamiento a las tres de la madrugada o en un ascensor varado a perpetuidad, en la vigilia y en el sueño y en nuestra muerte. Encuentro que sólo existen dos antídotos efectivos –que no sean la simple negación- para esa conciencia abismal. El primero es creer en algo tan grande que sea capaz de contener todas esas soledades y darles sentido. Y yo lo de la fe, hoy por hoy, lo llevo fatal. Hace no mucho todavía conservaba algunas reservas de pensamiento mágico. Confiaba en que la vida “pone” las cosas de una manera, si no planeada, sí dispuesta y favorecida por algo externo. Ahora dudo hasta de eso. El otro antídoto es el amor. Una fuerza tan abrasadora y tan irredimible que consigue crear puentes imaginarios, lazos invisibles que crean la fantasía de unión con los otros. En esa fantasía sí creo y pienso también que la intercambio con muy diversos amores en el transcurso de mis días. Pero hay días jodidos en que ni siquiera ese milagro le basta al alma.

Y por último (¿por último?) me siento a veces muerta de hambre. La vida me aterroriza no tanto por lo que pueda traerme (derrumbes, pérdidas, deterioro, vejez, olvido, golpes de muerte) sino por todo aquello que ansío con voracidad y ella pudiera negarse a darme. Porque quiero el filete completo y a ratos siento que vivo a rebanadas de jamón de pavo. Me hiela el cuerpo pensar que mi propio inconsciente me haga una mala jugada y me quede yo paralizada a media vuelta en la rueda de la fortuna, perdida y manoteando en el bosque, buscando el sol cuando detrás estuvo todo el tiempo la fogata. Y es que eso también es aterrador: estamos solos, pero no.

Sabines lo hubiera dicho mejor:

Sombra. No sé. La sombra
herida que me habita,
el eco.
(Soy el eco del grito que sería.)
Estatua de la luz hecha pedazos,
desmoronada en mí;
en mí la mía,
la soledad que invade paso a paso
mi voz, y lo que quiero, y lo que haría.

Pero yo no sé hacer eso. Decir así las cosas. Yo sé hacer esto. Y también me doy cuenta que me estoy justificando demasiado. Porque otra cosa que sé y me pudre es que en el fondo (y ni tan el fondo) en mi oficio soy una autocrítica despiadada y una censora feroz. Y de eso también estoy hasta la madre.

Así que dejo de explicarme. Al pie de este espacio hay una larga lista permanente de enunciaciones por las cuales digo de este modo todo esto, en lugar de decírselo a otro ser humano (que después de todo, es lo que hago).

Y tampoco pasa nada. Esto se pasará. Todo se pasa. Lo que se duele igual que lo que se ama.