En la primera parte de
este cuasi tratado, dije que fumar era la única cosa de la que me arrepiento en
la vida. Es verdad. Pero también hay una cosa que me alegra de haber sido
fumadora: saborear la dicha de haberlo dejado. Porque por muchísimos años me
sentí atrapada, estúpida, maniatada, desesperada, cautiva, enclenque, débil,
aterrada, incapaz. Y eso se ha terminado. ¡¡Se ha terminado!! Ningún ñoño no-fumador
sabrá nunca lo que es eso… la alegría que puede dar vencer algo de esas
proporciones, la posibilidad de experimentar un cambio de vida tan grande. Y sé
que suena medio discriminatorio con los no-fumadores, y sé que muchos están
pensando que en ese agujero terrorífico me metí yo sola, al fin y al cabo. Y
todo eso es de algún modo cierto. Pero eso no le quita lo chingón a haberlo
logrado.
Viéndolo en retrospectiva, sí me costó trabajo. Mucho. Los primeros días
no podía dejar de pensar en los cigarros, y aparte de la obsesión, vivía en una
permanente negociación mental. Sabía que no debía coquetear con la idea de fumar,
que en el momento en que cediera terreno a la posibilidad, podía valer madres. Lo
que me ayudaba mucho entonces era recordar que NO debía ni siquiera negociar,
que simplemente debía pensar en otra cosa. Claramente funcionó. El primer día
–quizá la primera semana- hubo varios momentos en que buscaba la cajetilla en
automático, y cuando me acordaba que ya no habría cigarros, sí sentía bastante feo.
Las primeras veces que tuve que sentarme a escribir en la computadora lo hice
para lo mínimo indispensable, afortunadamente estaba arrancando apenas un proyecto
nuevo y no tuve que ponerme a redactar cosas demasiado largas como hasta una
semana después. Pero no lloraba, no sufría. Comía, eso sí. Y hacía ejercicio y
todos los trucos mentales que antes describí. Y así, se pasaron como un milagro
los primeros dos días, y tres, y cuatro. Y yo no lo podía creer. De noche, cada
aterrizaje en la cama sin haber encendido un cigarrillo era como un bálsamo. Me
iba sintiendo cada vez más empoderada. Y encima, olía bien. Y la comida me
sabía a comida. Y los besos tenían sabor
a carne y a saliva y a amor y no a cenicero. Y esas cosas sí hacen una
diferencia notoria en la vida cotidiana y empiezan a ocurrir muy pronto. Las
gratificaciones por no fumar no tardan casi nada en llegar, y sin que uno se dé
cuenta, van aplanando el terreno para lograr un día más, y otro. Poco a poco,
día a día, los pequeños placeres van compensando más y más los momentos
pinches, esas punzadas que crees que serán eternas, y que nunca lo son. Nunca
duran tanto como uno piensa.
La angustia por no fumar es algo que se sortea y se supera como se
supera un embotellamiento, una cola en el banco o un madrazo en el dedo
chiquito del pie contra la orilla de la cama. Como un nudo en el pelo. Odias
estar ahí, aborreces ese rato, pero lo atraviesas. Y se pasa. Siempre se
pasa.
¿Cómo sabes cuándo estás listo para dejar de fumar? La verdad no lo sé.
Mi experiencia fue de prueba y error y duró muchos años, hay gente que lo hace
a la primera, hay otros que lo dejan y vuelven sin tantos problemas. Cada
adicto es diferente. De lo que sí estoy absolutamente segura, es que el peor
momento en el proceso de dejar de fumar, es cuando sufres por querer dejarlo y
no lo haces. ¿Y cuál es el mejor antídoto para mitigar esa angustia? Un
cigarro. Y así se te las vas llevando, en un espantoso círculo vicioso donde puedes
pasarte toda una vida. Atrapado, sofocado. Haciéndote la trampa mental de que
dejar de fumar debe ser tan horroroso que mejor pasas de ello y fumas y te
mueres y ya. Pero no es cierto. En realidad, si lo intentas, lo peor que te
puede pasar es no lograrlo, y si eso ocurre, sólo vas a estar en el mismo lugar
de miseria que estás ahora. En cambio si lo logras, pues… lo logras. Dejas de
fumar. Con lo cual, en realidad no quieres intentarlo porque temes que
FUNCIONE: otro truco de la pobre cabeza enganchada con su droga. El miedo de
“fracasar” es en realidad miedo de lograrlo.
La buena noticia es eso: que es una pinche droga. Una sustancia que tu
cuerpo desecha y eventualmente deja de necesitar. Y que gran parte de la lucha
está en tu cabeza. Y que la cabeza tiene que pensar en muchas cosas a lo largo
de un día que no son los cigarros, lo cual se traduce en libertad para ti.
Feliz y bendita libertad.
Uno de los momentos en que te das cuenta de lo cabronamente metido que
está el tabaquismo en tu sistema mental, es en los sueños. A mí no me suelta.
Al principio soñaba diario con fumar. Cada vez es menos, pero sigue pasándome
seguido. Casi siempre es en un tenor de culpa: de repente estoy fumando en el
sueño y todavía soñando pienso carajo, ¡pero si ya lo había dejado! Y sin
embargo, pese a sentirme culpable, al soñarlo estoy cumpliendo el deseo de
fumar. Y la sensación es bastante vívida, de hecho. Con lo cual, si eres un
adicto terrible también puedes pensarlo de esa forma: si dejas de fumar, nunca
vas a dejarlo del todo porque en tus sueños seguirás haciéndolo. Y como dijo
Calderón de la Barca, la vida es sueño (y los sueños, sueños son).
Yo no concebía tomarme un café sin prender un cigarro. Me lo estoy
tomando. Yo no soportaba la idea de abrir mi cuaderno para escribir o posar las
manos sobre el teclado de mi computadora sin prender un cigarro. En este año,
tuve que leer y sobre escribir el equivalente a unas 4 ó 5 mil páginas de
guiones. Y los momentos en que menos sufrí por no estar fumando fueron esos. Porque
estaba concentrada en otra cosa.
Dejar de fumar se trata única y exclusivamente de eso: de concentrarse
en otra cosa, de distraerse, de pensar en otra cosa que no sea fumar. Y la
vida, afortunadamente, está llena de trillones de estímulos y distracciones posibles.
La pregunta del millón. ¿Se me sigue antojando? Sí. Por supuesto. Las
primeras veces es especialmente gacho, porque tú ya te sientes Juan Camaney
porque llevas tres días sin fumar y crees que ya la libraste y que el cigarro
te la pela. Y de repente pasas justo frente al cafecito primoroso en la calle
soleada, y ves a este viejito lindísimo prendiéndose su cigarro con su
cortadito, y dices mierda, quiero uno… ¿para qué lo dejé? Y crees que ya todo
valió gorro. Pero de nuevo, es un momento. Y se pasa. Esa vez y la siguiente, y
la siguiente, y la siguiente. Y de repente te vas volviendo un maestro en el
arte de entender lo fugaz que es esa sensación de necesidad.
Los cigarros no te la pelan ni te la pelarán nunca, pero al mismo tiempo
sí.
Y lo bueno es que así como hay momentos en que te fumarías uno encantado
de la vida, hay muchos otros en que lo ves o lo hueles y dices simplemente “guácala,
qué asco”. Y sí los hay, lo prometo.
¿Y el resto de los momentos? ¿El resto del tiempo? Pues la vida. Así de
fácil y así de complicado.
¿Cómo diría que es la
vida sin fumar?
En realidad, es igual
de perra. Quizás un poco más perra, porque no tienes el elemento distractor y
evasor por excelencia. Y es como todo. Cualquier cosa que mucho se desea, se olvida
en cuanto la consigues. Como cuando te mueres de ganas de ir al baño. Después
de que vas, ¿sigues pensando en cuántas ganas tenías? No. Es como cuando sacias
el hambre. Nadie sigue pensando en el hambre una vez que la saciaste. Ciertamente,
no me paso el día entero pensando que ya no vivo pensando en que me va a dar
cáncer o una embolia. Pero cuando me acuerdo de la espiral de culpa y
desesperación en la que vivía, y me doy cuenta que ya no estoy más en ese lugar,
siento una alegría callada en el fondo de mi ser. Lo mismo cuando cobro
conciencia de que puedo salir a la calle sin cargar nada más que las llaves,
sin preocuparme de cuántos cigarros me quedan, si voy a poder comprar, de que
no tengo fuego, de que no hay cenicero, de tener que salirme de las
conversaciones, de la pena que da apestar, y de toda la energía mental estúpida
que uno gasta en ese tema. Y entonces me dan ganas de cantar albricias,
aleluyas, y todos los cantos victoriosos del planeta.
El cambio más notorio
es en el cuerpo, precisamente donde se introducía y habitaba el veneno. Se siente
mucho en la piel… rápidamente pierde este matiz acartonado y seco y se ve
hidratada otra vez. (Muy rápido). Los dientes son algo brutal. Lilyan, mi
dentista, casi brinca jubilosa cada que me pasa el espejito por las fauces sin encías
inflamadas, sin manchas, con muchas menos caries. Tanto, que hasta me pichó mi
blanqueamiento profesional de premio. El pelo brilla más, y como que hace más
caso. ¡Ah! ¡La gastritis desapareció! Antes no podía vivir sin un omeprazol en
ayunas, cada mañana. Esas eras de oscuridad han terminado. Las pocas veces que
siento ansiedad y alguna opresión en el pecho se me pasan rápido, porque sé que
son sólo eso: ya no pienso que se me está tapando una arteria o que me va a dar
un infarto. Y ya no hay tos. Esa pinche tos de fumador, constante, molesta y
tonta, ni tampoco las toces horrendas que te despiertan a media noche, de pura
irritación, y que te obligan a tener el Broncolín en la mesa de noche. ¡Nada de
tos! Y esas son las cosas que se ven y se sienten. Por dentro, quiero pensar
que mi cuerpo está de fiesta, rejuveneciendo. Me gusta mucho pensar que voy a
vivir más tiempo.
Pero lo más bonito de
todo, es que hay espacio mental y vital para otras cosas. Yo nunca me había
terminado de animar a tener una mascota, por ejemplo, y este año finalmente lo
hice. No lo había asociado al ya no fumar, pero ahora pienso que seguro tuvo
mucho que ver. Lo cierto es que tengo las manos más libres, igual que la cabeza
y el resto del cuerpo, y todo eso se necesita para cuidar y querer a un bicho.
Dejar de fumar abre
ESPACIOS en la vida. Es impresionante.
El otro día, hablando
de todo esto con Feru, me decía que lo que le choca de fumar es el miedo de
morirse por algo que haga ella. Que ella misma procure y ocasione. Le respondí
que de todas formas siempre es así, porque uno es quien habita su cuerpo, y
tarde o temprano nos moriremos simplemente por vivir. Lo mismo el que se mete
coca por el lagrimal que el que hace yoga y come tofu o el que tiene diabetes y
come gansitos.
Hay que dejar de fumar
tabaco cuanto antes no para no
morirse, sino para vivir más rico y más chido y más todo. MUCHO MÁS.