lunes, 28 de febrero de 2011

Coyoacán... golondrinas en el quiosco


La cosa es así, en resumen: se acabó Coyoacán Jane. O mejor dicho, se acabó Coyoacán. Puede que incluso conserve el nombre del blog. Finalmente se lo debe a su lugar de origen, que siempre será éste. Escribo en un lugar llamado el Yellow Café. Lo descubrí tardíamente y es el mejor recinto cafetero para los fumadores que trabajan en este barrio. Tiene un espacio semi cerrado para que los adictos tecleen y cotorreen, y un chai latte muy decente. (Allende casi esquina con Malintzin, a veinte pasos del mercado).

Desde que tengo memoria de mis sueños, tengo sueños recurrentes y angustiosos que involucran mudanzas. Es algo que comparto con mi hermana Thaida. Sueños en que hay que hacer maletas para algo, para salir urgentemente a alguna parte, y no da tiempo de hacerlas, y uno no encuentra lo que quiere guardar. Es horrible y quién sabe qué pueda significar. Este fin de semana, la pesadilla se hizo realidad. Esta es la sexta vez que me mudo, pero es la primera que mudo una casa. Antes empacaba ropa, algunos libros, huevadas. Bueno, dos veces mudé un escritorio. En realidad era una mesa equis, sin cajones ni nada, que me consiguió el portero del edificio donde vivía en Madrid. No sé de dónde saqué la necedad de subirlo solo en un flete para llevármelo a Barcelona, y después al segundo departamento donde viví en esa ciudad, cinco pisos arriba sin elevador. (En ese escritorio escribí Quiéreme Cinco Minutos cuando todavía se llamaba de otra manera). Finalmente lo abandoné cuando abandoné mi vida en España. El resto de cosas que había comprado (un refri, un colchón, algunos trastos de cocina) se los vendí al tipo que alquiló mi departamento en el callejón de Les Cabres (a veinte pasos del mercado, pero el de la Boquería). La cosa es que esta vez tuve que mudar una casa donde viví seis años –escritorio incluido. Y yo soy muy mala empacando. (Cuando me fui a Madrid empaqué ganchos… ¡ganchos!) Y la cantidad de madres que salieron de aquí, no las podría empezar a nombrar. Tiré, depuré hasta el mareo. Fue inútil. Siete cajas repletas se llevó el camión de mudanzas el sábado, y tres rondas de coche a tope después. Pero el terror estribó principalmente en el acarreo de los muebles. Los de la mudanza eran un auténtico cuarteto de la muerte, según la atinada descripción de Andrés, conformado por: el Líder. Gordito raspa y agogó, pariente cercano de Valle Inclán; el Amigo: Un ruco alto y buenondín, que para todo buscaba la aprobación de Gabino (el Líder); el Joven Fortachón, que cargaba una mesa él solo (pero nada más cuando lo estaban viendo), y Flor, un chaparrito cejón que, entre otras cosas, me rompió una lámpara y jodió el piso acarreando la lavadora. De los cuatro no hacías uno. La mudanza empezó a las 10 de la mañana y terminó a las 6 de la tarde, con jaloneos y regateo violento, y las patas de mis sillones cortadas para que éstos cupieran por la puerta. (Inexplicablemente, no pudieron sacarlos por parto normal). Pero lo logramos.

Hay un objeto en particular que recuerdo empacar y desempacar desde siempre porque conlleva todo un rito. Es un coso redondo de cristal relleno con arena. La arena es originaria de Cancún pero se le han agregado granos de muchas otras playas. Me lo llevé desde mi casa de la infancia y la arena ya es gris porque eventualmente se convirtió en mi incienciario. Ahí está la ceniza de todos los inciensos que he prendido en los últimos muchos años. Y cada vez que me mudo, la arena se va a una bolsa de plástico que luego vuelvo a verter en el coso de cristal. En estos años en Coyoacán, la mezcla se tupió a lo grande. Yo prendo muchos inciensos por dos razones: porque me gusta y porque fumo. Así que esa bolsa de plástico, guardada ahora en quién sabe qué maleta, lleva el polvo de horas y horas y horas de trabajo, de chisme, de cuadernos, de tabacos, de velas, de toques, de tinas (¡cómo voy a extrañar esa tina!), de tardes viendo los arbolones afuera de la ventana, oyendo a los estudiantes de guitarra de abajo o a los guitarristas menos expertos de la esquina, oliendo el café quemado del Jarocho, pensando en tonterías; días de muchos tés y el doble de cafés. Lleva, de algún modo, la esencia de mi vida en este lugar que dejo. (O eso me gusta pensar porque soy muy cursi y no soporto la vida sin simbolismos).

Y sin recuentos…

Comencé a venir a Coyoacán a los doce o trece años, más o menos la edad en que empecé a escribir diarios. Solía pasar los fines de semana paseando mucho en el sur, con mi hermana Dunia y mi cuñado Alfredo, cuando eran novios. (Alfredo era sureño, además es muy molón y siempre le ha gustado molernos a mi hermana y a mí por ser de Lindavista). Yo tomaba la línea verde del metro casi completa, y me recogían en Copilco. Con esos fines de semana se me abrió un nuevo mundo y uno de sus parajes fue Coyoacán. Después empecé a venir a mucho para echar novio. Paseábamos, comíamos helados, elotes y hot cakes de figuritas, y nos sentábamos a psicoanalizar a la gente. Pocos años más tarde, comencé a psicoanalizarme yo, y el recinto de mi analista quedaba en la calle de Venustiano Carranza, a dos cuadras de la plaza de la Conchita. Fue en esas épocas que me enamoré definitivamente de Coyoacán. Como estudiaba y trabajaba, el único horario en que podía ir a terapia era los viernes a las siete de la mañana. Eso implicaba agarrar el coche a las seis para cruzar la ciudad y llegar más o menos a tiempo. Suena tremendo pero no me pesaba demasiado: estaba acostumbrada a hacerlo todos los días para ir a la Ibero a clase de siete. Pero el último semestre de la carrera la cosa se complicó porque se instauraron los legendarios Juevebes, y más de una vez llegué al diván en vivo, todavía medio jarra. Pero el ritual, con Juevebes o no, era increíble… salir del consultorio y caminar hasta la plaza, todavía vacía, con barrenderos y olor a día nuevo. Lo único que estaba abierto a esa hora era el Sanborn’s de la plaza y la cafetería del Parnaso. Me gustaba más la segunda. Es una pena que lo hayan cerrado. Eran simpáticas las dueñas gemelas arregladísimas y los forevers que desfilaban por ahí. En cualquiera de las dos cafeterías sacaba mi diario y me ponía a escribir, a veces a estudiar y a hacer tarea. Y se me inflamaba el corazón con este barrio y con las cosas que estaban pasando en la vida. Eran los tempranos veintes y toda su explosión la compartía con mi amiga Karina, a quien también asocio al Coyoacán de esos años, hablando y fumando por horas en Las Lupitas. Luego me fui a España por tres años y cuando volví, regresé a ese mismo diván en la calle de Carranza. Esta vez iba tres veces por semana. Entonces descubrí otro café, atrás, en la plaza de la Conchita. También ahí escribía y me sanaba heridas recientes. Cuando busqué casa para mí sola (tras pasar un año y pico en casa de mi hermana), encontrar el interior “B” de la Primera cerrada de Belisario Domínguez 18-2 fue como un regalo del barrio. Siempre he tenido la teoría de que hay lugares, como personas, como animales, que lo quieren a uno. Y hay lugares que no. Coyoacán y yo nos queremos, de eso no me cabe duda. El estudio con baño grande a donde fui a parar fue como el rinconcito clandestino que el señor le pone a su amante. Sólo que en este idilio no hubo adulterio… entre el señor Coyoacán y yo fue puro echar novio, durante seis años, con elotes, helados y cafés.

Ya no escribo en el Yellow Café. Ahora estoy en mi nueva residencia en la calle de Progreso entre Prosperidad y Unión. (Dunia opina que el entorno suena muy optimista. Coincido). Acabo de entregar las llaves de mi casa. La dejé barrida y trapeada, con una fuga en el baño y medio cilindro de gas. (Eso sí que no lo voy a echar para nada de menos: lo de perseguir camiones para comprar gas). La decisión de dejar el departamento, en principio, devino hace unos meses cuando los locos que me rentan y el pirado que vive arriba, pasaron de ser soportables y hasta cómicos a volverse auténticamente punks. A lo largo de las últimas semanas tuve infinidad de conversaciones imaginarias con todas las cosas que les diría a estos nefastos personajes cuando me fuera. Los adjetivos iban desde “desequilibrada mental” pasando por “escuincle imbécil” y culminando con “viejo solo y patético”. A la hora de la verdad, cuando cerré la puerta tras el escuincle imbécil, le pedí que le diera las gracias a la desequilibrada mental y que le dijera que había estado muy contenta viviendo ahí. Al escuincle imbécil hasta le desee suerte y le di un abrazo. Al viejo solo y patético no lo volví a ver, aunque sigo con ganas de rayarle el coche…

Además de ser un teto, Coyoacán Joe no le hace nada de justicia a Coyoacán. Cierto es que tienen mucha gracia las plazas, las palomas, los payasos y eterno sonsonete de los organilleros. También es cierto que hay músicos de todo tipo, todo el tiempo, en casi todas las esquinas. Pero se le pasan detalles muy sutiles. Coyoacán Joe no menciona en ningún momento el café de Beto, en la esquina de Centenario y Cuauhtemoc, los viejitos raboberdes que lo frecuentan, y que por ahí deambulan personajes como Greco Sotelo, que no sólo lee a Platón: lo subraya; Willis Estrada, gran conversador, y Marcela Lizárraga, el personaje más pintoresco y popular de los alrededores. Tampoco sabe que a dos locales hay una fonda que se llama La casa de mi Tita, donde sirven unos llamados “desayunos gorditos”, que incluyen chilaquiles, molletes y huevos rancheros en un mismo plato, y que atiende un personaje inigualable de nombre Bety. Bety es claramente un tipo, pero con el aspecto y los modos de la mujer más más plantada que yo he visto. Hasta tiene un hijito que llega puntualmente a las 2 de la tarde con su batita del kinder y corre hacia ella diciéndole mamá. Ella le contesta “vete a lavar las manos” con voz de barítono, pero da igual. Es una tipaza. Tras años de observarlo(a), especulando cómo podría llamarse (Andrés sugirió Calipso), Marcela recién me contó que se llama Roberto. Bueno, Bety. Pero lo más galante de esta fonda es el nombre que otro novio le diera en su día: La Hermafondita.

Joe se olvida de la Casa del pan, único paraje de Coyoacán con pretenciones Condechis, con meseros fachosos-trendys y fondo musical de Putumayo, que sirve té de jengibre y despacha estupendos monchis vegetarianos que sacan de cualquier apuro. Coyoacán Joe no sabe que junto a la Casa del pan está el farmacéutico más efectivo de la ciudad, que recomienda, consigue, aparta, te aguanta la receta, hace descuentos, guasea y tira la onda todo el tiempo. También es feísimo. Joe ignora que en la calle de Higuera está una contadora llamada Laura muy parca pero sumamente eficiente. Que en la calle de Malintzin hay un local muy bonito donde misteriosamente han tronado cinco negocios en seis años. Desde que Susana y Jasmine vivían arriba de mi casa, descubrí que los mejores esquites están frente a la puerta 5 del mercado, y que en la fonda de Santa Catarina, además de una terraza a la plaza de ensueño y martinis al dos por uno, hay una mesa perdida que nadie pela donde uno se puede prender un porro con el Oscarín. Tampoco menciona que la Dabo es la mejor papelería desde que desapareció la Compañía Papelera Escolar, y más barata que los Office Maxes. Que el Jarocho es malo y que el Moheli es ridículamente caro, aunque sus mesas siguen siendo una delicia para sentarse cualquier domingo o a cualquier hora de cualquier día. Sobre todo para caminarse Francisco Sosa antes o después. (Especialmente después de llover). No sabe que en los Viveros las ardillas atacan, que en la cantina Guadalupana tocan jazz, que en la calle de Pino sirven pastel de rosas y un café con leche con decoraciones artísticas, y que en Los Talleres está la maestra de yoga más chingona del universo. Pero sobre todo, Coyoacán Joe -que ha pasado demasiado tiempo en el abominable Hijo del Cuervo- ignora el placer inenarrable de levantarse y encaminarse al café, encontrarse a alguien, cotorrear un rato, apurarse al banco, a la tintorería, a comprar una orden de arroz y una de nopales en la cocina económica, comerse de vez en cuando un churro relleno, cruzar la calle a cualquier hora para comprar cigarros, sentarse en la plaza a fumarse uno en cualquier momento, creyéndose de repente que sí: que uno vive en un pueblo y no en esta monstruosa ciudad.

Creo que está bien claro: voy a echar de menos Coyoacán. Sobre todo voy a extrañar las pijamadas con las vecinas, con Hebe, con Arleta y con Martín Valderrama cuando venía a México; acabarnos un mezcal con todo y gusano un jueves de influenza con Lalo y Kramis, festejar lo del libro con una borrachera colectiva bestial, estar sentada horas y horas en el sillón individual de mi salita con Oscarín, con Karina, con Garufo, con Rosalba, con Robert, con el Peña, y con todos los amigos que se bebieron mis tés. (Shanna no está incluida: las tres veces que fue a Coyoacán terminó perdida en la carretera a Cuernavaca o en Indios Verdes).

Pero Coyoacán no se va a ninguna parte y los amigos tampoco (aunque estén repartidos por todo el mundo). Y además hace unos días pasó algo chistoso. Como tantas otras veces –pero ésta en medio de cajas y bolsas y desmadre total- despejé una mesa y dispuse las cosas para un ritualillo, esta vez de despedida. Pensé que sería intenso y sentimental pero en realidad fue breve y contundente. Creo que en parte fue porque estaba agotada y bizca de empacar, y también porque viendo la casa semi-vacía, me di cuenta de algo muy liberador: aquello poco a poco se iba convirtiendo en lo que es en realidad: paredes. La casa la llevo conmigo, y puedo montarla y desmontarla donde yo quiera, cuantas veces quiera.

Además hay otra cosa. El cambio, en sí mismo. El cambio es bueno, dijo alguien. Y más cuando ilusiona. “Todo lo bueno se termina para que empiece algo mejor”. Lo sigo creyendo fervientemente. Y como auguró hace unos días en el café mi amigo Greco Sotelo: “mientras te vayas porque te llevan las alas de Cupido… todo bien”.

Felizmente, así es.