Una vez mi amiga Claudia y yo escribimos un corto que se perdió por ahí. Era el tránsito de un encendedor a través de varios dueños, y el tema de fondo era perder. Perder el tiempo. Perder peso. Perder el camión, el avión, el lugar. Perder la chamba. Perder la chance. Perder la cabeza. Perderse. Me perdí tres horas. Me perdí en tus labios. Perder las llaves, la mano, la cartera, el partido, el estilo, el sentido.
Si existiera un “perdómetro”, por estos días México estaría ganando. Argentina nos mete una madriza deprimente, esperada pero chafa y mal arbitrada: el mundial, como cada cuatro años, se nos queda sin sal y sin chiste en su recta final; luego (bueno, antes), se nos muere el único tipo que era capaz de pensar este país y de pensarlo con lucidez y claridad; y hasta que matan a un candidato a gobernador, alguien medio que le sube al radio y medio que se entera que en México, de unos tiempos para acá, están matando hasta al perico. Y que se va a poner peor.
La de México es una historia de pérdidas. Hemos perdido el territorio no una, muchas veces. Lo que ganamos con grandes movidas “nacionales” como la expropiación petrolera o nuestra oriunda constitución lo perdemos en burocracia, nepotismo y estupidez. En unos meses nos vamos a poner gorritos tricolores y a echarnos espuma en la cara para festejar que hace cientos de años ganamos una o dos revoluciones que no ganamos, porque lo que pasó es que las cedimos. Y ahora un promedio de quince personas a la semana están perdiendo la cabeza (sin metáfora) para ganarles a unos cabrones imbatibles. El único que gana consistentemente en este país es Carlos Slim. (Pero hasta donde sé, sólo dinero).
Volviendo al fútbol, mi amiga Marcela Lizárraga se aventó hace unos días una disertación atinada e intensa (como suelen ser sus disertaciones) sobre el “loserismo” mexicano. Desde que nos conquistaron los gachupines seguimos agachando la cabeza, agüitándonos a la mínima. No tenemos la mentalidad ganadora, llegan unos más blancos / güeros / altos / mamados y en lugar de meterles goles nos mordemos el rebozo y nos ponemos a limpiarles la mesa y a decir “lo que se le ofrezca”, “esta es su casa”, “con favor de Dios, “a sus órdenes”, “para servirle”, “con permisito”, “le echamos ganas”, “ahí pa’ la otra”. Pero sobre eso ya disertó largamente Octavio Paz. Y Monsiváis. Y todos lo sabemos. ¿Solución? Para mí, meter al pueblo mexicano a psicoanálisis. Cinco veces por semana durante quinientos años. Y saldría barato.
Pero hablar de pérdidas no siempre es malo. Para nadie es noticia que la dicha se mide por contraste. A ver… ¿quién nos quita ese triunfo sobre Francia hace dos jueves? ¿Quién? En ese partido ganamos el mundial. Fue una alegría, una fiesta. Todos supimos que ese era nuestro partido. Que ese sería nuestro gran triunfo en Sudáfrica, aunque quisiéramos pensar (aunque siempre queramos pensar) que vamos a llegar a más. Pero ya lo dijo el maestro Sabines:
Entreteneos aquí con la esperanza.
El júbilo del día que vendrá
os germina en los ojos como una luz reciente.
Pero ese día que vendrá no ha de venir: es éste.
México no está acostumbrado a las alegrías duraderas; somos una nación de goces efímeros. Tal vez por eso nos gusta tanto el fútbol. Y tal vez por eso somos tan “alegres”: porque la mayor parte del tiempo somos miserables.
El juego, el perder o ganar, es una idea tan indispensable en el nuestro imaginario colectivo (no sólo el de los mexicanos: el de toda esta especie), que nuestra narrativa está casi por entero basada en ello. Como con casi todo, fueron los griegos los que echaron a andar la maquinita. Aristóteles sentó las bases para la tragedia, sobre las que luego todo el mundo teorizó y se volvieron la estructura elemental para todo lo que fuera drama (o acción dramática, para no confundir con el género en sí). Uno de los conceptos claves del drama es el término griego agon, del que surgen las palabras protagonista y antagonista, quienes en cualquier historia (desde el romance hasta la ciencia ficción pasando por la intriga policíaca) básicamente se dedican a desear y a tratar de obtener algo que se contradice. Agon viene de agonia, que singnifica “juego competitivo”. De este modo, el drama no es más que una especie de partido de fútbol que va creciendo en tensión. El único requisito (que no siempre se cumple) es que sea un juego donde tanto el protagonista como el antagonista tengan iguales oportunidades de ganar: que sean dignos oponentes. Sólo si las fuerzas están niveladas, tendremos un conflicto verosímil y una trama interesante. Estos preceptos aplican desde Medea y Hamlet hasta Blancanieves y Shrek 1, 2 y 3.
Y van más allá.
En el argot “guionístico” existe un concepto indispensable a la hora de construir tramas. Faltando unos veinte o treinta minutos para que acabe la película (o unos diez para que termine el episodio), todos los guionistas sabemos que llega el momento de construir un algo que se denomina todo está perdido. Así, tal cual. Es el momento en que los malos capturan al héroe, en que los amantes se separan por una terrible confusión, en que el zombi está a punto de matar a la única sobreviviente del campamento juvenil. Es gracias a ese momento –el momento en que todo está perdido- que cobra sentido todo lo que sigue después: los minutos antes de que acabe la película donde el héroe logra escapar y chingárselos a todos, en donde el amante llega milagrosamente al aeropuerto para detener y retener a su chaparrita, donde la sobrevivienteadolescente, con las vísceras ya medio colgando, logra tomar el hacha y matar al zombi. Es decir, el momento en que todo se recupera, se revierte, se reivindica, se gana.
Así ocurre a veces en la vida. La mayoría de las veces, no. Empezando por aquello de antagonizar con oponentes dignos. El problema es que la ficción nos ha enseñado a que así debería ser. Y a veces vamos por la existencia actuando como si esto de veras fuera una película donde los éxitos y los fracasos son calculables y categóricos. Donde los árbitros son justos. Donde no existe el azar.
Creo que hay pocas cosas que le hagan más daño a ser humano como los abominables términos imperialistas de winner y loser. A causa de palabras como esas hay gente deprimiéndose, canibalizándose y asesinando a sus compañeritos en las escuelas.
Felizmente la vida real no se mide con marcadores, aunque así lo parezca. Aunque haya gente odiosa que aparentemente gana siempre y otra a la que siempre (¿siempre?) le va de la fregada. En el fondo todos sabemos que el ganar y el perder puede ser tan grata como desastrosamente relativo. Y además, hay ocasiones en que uno no sabe si ganó o si perdió sino hasta mucho tiempo después. El otro día tuve una prueba fehaciente de ello. Abrí el periódico y en primera plana vi la reluciente imagen de un antiguo compañero de talleres literarios. Iba vestido de smoking y abrazaba a González Iñárritu y a Bardem. Antes de eso, hará un par de años, nos topamos y el resumen de su vida era una penosa lista de pérdidas: su mujer lo había dejado, le habían robado la casa, no tenía un clavo, estaba intentando levantar una película pero se le había caído el financiamiento. Esa película figuraba en la primera plana del periódico porque se acababa de ganar el premio como mejor ópera prima en Cannes. ¿Habría ganado si a este hombre no lo deja su esposa y si no toca un punto en donde no tiene “nada que perder”? Quién sabe. Como sea, esta situación me hace pensar en una frase que me gusta muchísimo: el que ríe al último, ríe mejor. (A lo mejor un día terminamos riéndonos de los argentinos, de los gringos y del pendejo de Calderón con nuestra mejor carcajada. Dios mediante…)
Yo no llevo bien lo de las pérdidas. Me las fleto (como casi todos) porque no hay de otra. Lloré a mares cuando terminé la primaria, me tardo lustros en olvidar los amores y hace siete años que suspiro casi todos los días por mis años en el Raval y en Malasaña. Mis cuadernos están repletos de odas a la nostalgia y la melancolía, de desesperación porque las cosas y las horas pasen y nada más pasen, por la imposibilidad de asir. Yo no sé entonces cómo no me ha dado un shock diabético en el lapso de este año que corre, donde mi recuento de pérdidas incluye dos macbooks (una la sigo pagando); mi ipod con varios años de esmerada inclusión musical y todos mis discos; todas mis películas, toda mi bitácora virtual y medio año de notas para un libro. Y tal vez no me ha dado el shock diabético porque el factor ganancia (o el factor alegría, llamémosle mejor así por si acaso), también ha sido considerable. Y tal vez sea por eso que en esta racha, la mayor ganancia de todas ha sido llegar a la conclusión de que la vida nunca corre en un solo carril, sino en muchos carriles simultáneos.
El que me encuentre escribiendo el día de hoy sobre pérdidas no es coincidencia. Creo que ya me estaba tardando. No tengo ganas de hablar, sin embargo, de la pérdida más temible que ronda mis días, y seguramente la que detona todas estas reflexiones. La cosa es que recién me di cuenta de que antes de que mi colección musical desapareciera para siempre jamás, una de las canciones más repetidas en mi Itunes era una de Midlake que reza:
Did you ever want to be overrun by bandits
to hang over all of your things and start over new?
Luego, hace unos días me encontré esto en un diario del mes de noviembre de 2009:
Ahora están con que el mundo se acaba en el 2012. Los mayas dijeron: “Morirán los hombres, morirán los dioses”. Yo encuentro bastante factible que suceda. Sólo que no como nos lo imaginamos. No con maremotos y placas continentales rotando y puentes colapsándose. Pero de que esto no aguanta como está por mucho tiempo, no aguanta. El fin del mundo no me da miedo. Ya me tocó verlo (el mundo) y de todas formas nos vamos a morir. Todos. El que la muerte sea colectiva sólo le añadiría dramatismo, no novedad.
Semanas después:
Todo esto desaparecerá. Estas sillas de plástico, estos costales de café, esas vitrinas, ese toldo, todas estas personas. Ese viejo, esa joven y ese perro. Todo se irá. Es un alivio. Está todo tan saturado, tan cargado, que tranquiliza saber que no tenemos que hacer nada: algo se encargará de limpiar, de depurar, de renovar. Cuánto se antoja pensar en un planeta salvaje otra vez, nuevo, puro. Que se borre todo lo dicho, escrito y pensado. Dejar de preocuparse por permanecer. Por salvar a Bach, a Leonardo y a Shakespeare, las joyas de la corona, los mapas de los fenicios, los frisos y las columnas. Todo está perdido ya de todos modos. Ya no somos esos hombres, y también desapareceremos. Nada puede asisrse. Hay que aceptar la pérdida. Hay que aceptarla. Hay que congraciarse con la finitud de todas las cosas. Solamente una vez amé la vida. Solamente una vez y nada más.
Cuando releí esto me dio un poco de risa porque lo cierto es que si ahora mismo empezara a temblar, todas mis filosofías budistas del desprendimiento se irían por un tubo y yo me cagaría encima. Pero sí hay cierto alivio en abandonarse, de vez en cuando, a la conciencia de que la pérdida irremisible está en nuestra naturaleza. Que arranca desde que nacemos. Que está ungida en cada segundo que suma (o resta) el reloj. Que cada vez que ganamos algo, va de la mano la posibilidad inminente de perderlo. Todo es una pérdida potencial; todo, todos, podrían esfumarse en cualquier momento.
Pero sin esa posibilidad, nada tendría sentido. Por eso despertamos cada día y salimos a la calle y a la vida arriesgando el pellejo como si fuéramos a ganar algo más que experiencias y a perder algo menos que segundos. Salimos a jugar todos los días porque sabemos que el día que perdamos lo único que es de veras indispensable, no lo vamos a echar de menos. Eso es otra cosa que los mexicanos llevamos bajo la piel: no podríamos ser tan igualados y descarados con la muerte si no estuviéramos tan acostumbrados a perder, y a perder tanto.
Hay que jugar. Hay que jugar todo el tiempo. No queda de otra.
Sabines, como siempre, lo dijo mejor:
Alguien me habló todos los días de mi vida
al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: ¡vive, vive, vive!
Era la muerte.