martes, 13 de septiembre de 2011

Subirse al barco (Parte DOS)

Los veintes nunca caen cuando se les llama, caen cuando tienen que caer. Más adelante, como jefe de animadores, solía poner mucho este ejemplo: en aquella colonia turbulenta y afónica del basurero, había un animador de experiencia, Manolo Ávila. En la actividad del club, donde supuestamente tienes que ir con tu equipo a buscar una “guarida” y decorarla, y hacer un banderín y una porra, el equipo de Manolo se dedicó a empujar un tronco que se encontraron. Las dos horas que duró la actividad, eso hicieron: empujar un tronco. Es muy probable que mientras esto ocurría, yo trataba de arrear a mis propios niños en vano para que hiciéramos la porra y fabricáramos el susodicho banderín. Manolo y sus niños se divirtieron como enanos. Los míos, no sé. Yo, seguramente no. Lo que aprendí en Colonias es que ahí, si hay un barco al que hay que treparse, es al de los niños. Son ellos quienes trazan la ruta y la dirección del viento; hay que entrar en su viaje, no imponerles el tuyo. Finalmente, son ellos quienes todavía saben jugar. Lo único que uno puede hacer, apertrechado con todas las técnicas y la estructura y la teoría, es esperar que puedan recordarte cómo se hace.

El término teatral play se refiere justamente a eso: para escribir una obra, para interpretarla, tienes que jugar. Tienes que creerte lo que está pasando como cuando eras niño y te creías, a pies juntillas, que un papel recortado pegado en un popote era una varita mágica, que un tronco era una muralla, que debajo de una cobija estabas en un barco. Cuando tenía dieciséis y diecisiete años estaba tratando, con desesperación, de insertarme en un mundo llamado adultez. Fantaseaba mucho, pero jugaba poco. El parteaguas vino cuando empecé a escribir ficción. Cuando escribes ficción se da un fenómeno indescriptible de juego, de traslado automático a una realidad alterna que realmente ves, escuchas y percibes. No sólo describes la cafetería, el bosque, la calle: estás ahí, viendo la acción, oyendo hablar a los personajes. Y los personajes existen. De verdad. No es algo figurativo, ni metafórico. Es absolutamente cierto. En la última entrega de Harry Potter, Dumbledore le habla a Harry en el limbo de la muerte y le dice dos cosas que me pusieron la piel de gallina: “El que algo esté en tu mente no significa que no sea real”, y “la magia de las palabras es la más poderosa; con una palabra puedes crear mundos maravillosos o destruirlos”. Que me perdonen el actor, el director, el productor, y todos esos quehaceres admirables y titánicos: no hay nada como escribir. Nadie tiene la versión más completa, más profunda y más certera de una historia como quien la concibe y la traduce en palabras. Y lo más bonito de todo es eso: que se trata, simple y llanamente, de jugar. No sé si Colonias me ayudó a escribir o si la escritura me ayudó a jugar. Lo único que sé es que me volví mejor animadora, y mejor escritora, cuando se dio la magia de poder integrarlas.

La travesía de la teleserie que acabo de terminar me recordó mucho a Colonias. Había estado en muchos otros equipos de trabajo creativo pero casi siempre con amigos y conocidos, no con la sorpresa de qué “niños” que me irían a tocar, y nunca jugando tanto…

Hace unos días, terminado este maratón de ficción, snorquelée por primera vez. Suelo llegar tarde a las cosas, pero esto fue un límite rayando en lo grave. Lo hice en Mahahual, Quintana Roo; una población pequeñita que vive de los cruceros caribeños que ahí encallan. Tiene un extenso arrecife de coral donde rompen las olas, con lo cual son algo así como cien metros de agua clara de azules turquesas y límpidos hasta llegar a la orilla. Luego arena, luego un malecón. Por ahí un letrero reza en inglés: “Mahahual: a Little driking town with a diving problem”. En uno de estos changarros nos prestaron el equipo y una lancha. Mis antecedentes con el snorkel habían sido incipientes y penosos. Recuerdo que una vez fui con amigos a varios lugares de la ruta maya, y paramos en Cozumel, expresamente para snorquelear. Era 31 de diciembre y yo lo que quería era escribir en mi diario las reflexiones del año, no ver pececitos. En cuanto me quedé sola se puso a llover, la pluma se escurrió y yo terminé el año rumiando de frustración debajo de un techito. Otra vez en San Agustinillo no alcancé snorkel, así que me pasaron una máscara y un chaleco salvavidas y con eso estuve viendo corales y cosas, tomada de la mano del lanchero “biólogo marino” que nos acompañaba. Me sentí como niña del Teletón. En resumen, llegué a mis 35 tacos de edad convencida de que la exploración marina no era lo mío. No sé cómo decirlo… me gusta mucho el mar. Muchísimo. Pero en un plan más contemplativo. Eso de ponte la máscara y respira por el tubo y cálzate las aletas me daba como mucho pendiente (aunque hay niños de seis años que lo hacen). Pero la realidad es que lo único que necesitaba, como casi siempre en la vida, es alguien que te lleve, que te guíe y que te dé confianza para hacerlo. Que te suba al barco, pues. (En este caso, a la lancha). Andrés primero me dio las indicaciones básicas en el agüita hasta la cintura: cómo echarle baba a la máscara para que no se te empañe, cómo echar aire por la nariz para quitar el agua, etcétera. Después nos trepamos a la lancha y nos hicimos a la mar. No voy a decir que fue maravilloso. A los dos minutos de estar en el agua me dio un calambre en el pie, y eso de nadar contra corriente no me resultó nada placentero. De pronto no quería hacer otra cosa más que subirme de vuelta a la lancha, de preferencia de regreso a Tulúm, nuestra primera parada, a flotar boca arriba, meciéndome en el océano transparente sin empacho. Pero ocurrió algo muy curioso. En los momentos de peor desesperación, cuando por más que me “sonaba” no se salía el agua y sentía los olones golpeando sin piedad, el impulso era sacar la cabeza y mirar para afuera: hacia el lugar conocido y “seguro” que me era familiar. Descubrí que hacer eso era peor: afuera el agua arremetía con más fuerza, y yo me sentía desamparada en medio de esa inmensidad azul, picadísima y amenazante. En cambio, apenas metía la cabeza de vuelta en el agua y comenzaba a respirar por la boca, el escenario era el opuesto: todo ahí abajo era calma, serenidad y bichos nadando y meciéndose sin prisa. Fue un parteaguas. Igual que el arrecife que divide el mar en Mahahual. Como el psicoanálisis: da miedo meter la cabeza hacia dentro pero es ahí donde se encuentra la verdadera paz. Hacia afuera está lo conocido, sí; pero muchas veces agitado, turbio y confuso. Ver hacia adentro da miedo, pero vale la pena. También pensé en mi primera colonia y en esos llantos en la azotea. Por estar preocupada por la visión del exterior, olvidé que los recursos para disfrutar de esa experiencia no estaban en un manual, venían de adentro. Venían de la única capacidad que he sabido cierta y coyuntural desde que tengo uso de razón: imaginar cosas y creérmelas.

Mis abuelos fueron unos auténticos tripulantes de barco. Se subieron a uno dejando familias, amigos y referencias para cruzar el océano cuando no había más que papel y sellos con meses de distancia para comunicarse; ellos sí, sin saber qué diablos se encontrarían del otro lado. Si volverían. Yo no soy tan aventurera, pero creo que siempre lo he intuido: hay que subirse. Hay que irse trepando. Con necedad. Lo peor que puede pasar es lo peor que puede pasar. Y eso ni siquiera sabemos qué tan malo es.

viernes, 19 de agosto de 2011

Subirse al barco (Parte I)

Antes que nada, aclaro: Coyoacán Jane no se ha ido a ninguna parte. Odio justificarme, pero lo cierto es que anduve atareada. Tres días después de subirme a un barco llamado Progreso entre Prosperidad y Unión, me hablaron para decirme que otro barco se estaba hundiendo. A dos semanas de salir al aire, la producción de una teleserie juvenil estaba a punto de colapsar por falta de guiones. Acepté agarrar el timón sin haber escrito nunca un formato de esa calaña (para mí, coordinar la escritura de una serie de trece episodios ya era toda una hazaña en los terrenos de la ficción) y sin conocer a la tripulación. Feliz y rápidamente comprobé que lo único que fallaba en ese barco era el desterrado capitán. Los propios escritores guiaron el curso del navío con una tenacidad a toda prueba; ninguno se mareó, ni se acojonó, ni gritó “hombre al agua”. Y eso que no fue una travesía con pocos aspavientos. De hecho surcamos unas cuantas tormentas, que incluyeron la salida intempestiva de un personaje, la operación de urgencia de otro (o sea, del actor) y la amenaza de renuncia de una actriz, todo lo cual implicó mucha reescritura y mucho romperse la cabeza. Pero pese a que navegamos a toda máquina (conseguimos inventar 120 horas con cualquier cantidad de peripecias), en general tuvimos cielos despejados, miramos con garbo desde la proa (¿o es la popa?) y el canto de las sirenas nos hizo los mandados.

Diego mi sobrino está a punto de hacer el curso de animadores de Colonias. Cuando él fue a su primera colonia de niño, yo estaba haciendo mi última actividad en el movimiento. Así se pasa el tiempo… (ni bien mi mal, pero a veces gacho). Tenía justo su edad cuando hice mi propio curso: dieciséis. Fue una experiencia alucinantemente divertida y emocionante. Casi siempre lo es, para casi todos. Un curso es como una colonia, sólo que en lugar de niños, hay jóvenes aspirantes a ser animadores, con quienes se replican todas las actividades e incluso los cuidados con que se procura a los niños. Una colonia es un campamento de ocho días para niños urbanos, de entre siete y once años (aunque también van colados de seis y de doce) cuyas familias no tienen dinero para hacer una vacación. Durante los ocho días que dura la colonia cada animador tiene diez niños a su cargo: su equipo. También hay un director y un jefe que, junto con los animadores, a su vez conforman otro equipo. Los equipos de niños son mixtos y se forman por edades. Cada equipo se distingue por una pañoleta de un color. A lo largo de la semana (de sábado a sábado) los equipos se mueven a través de actividades perfectamente organizadas, medidas y planeadas. Pero al llevarlas a cabo, el animador casi siempre comprueba que difícilmente las puede organizar, medir y mucho menos realizar según lo planeado. Se trata de niños, y con ellos, todo es impredecible. Yo me tardé mucho en comprender esto, y en mis dos primeras colonias como animadora me lo pasé muy mal. En el curso, y luego en la preparación de mi primera actividad, el Honorable y Multicitado Manual de Colonias me daba seguridad y cobijo. Con el equipo de “adultos” se repasan las canciones y las técnicas para dormir, bañar y meter a la alberca a los niños; se confeccionan y revisan los trabajos manuales que un personaje disfrazado les enseñará a hacer (el animador JAMÁS debe confesar que se trata de él mismo bajo el atuendo que elija); se dan pláticas sobre el perfil del animador, el perfil de los niños a cada edad, recetas para imponer y conservar la autoridad… durante un mes y pico, te dedicas a pulir y afilar todo tipo de artes para llegar al barrio en cuestión (pueden ser ladrilleras, basureros, colonias populares) a inscribir y luego a recoger a los niños hecho un Jedi de la motivación infantil. Lo recuerdo bien. Llegamos a aquella hacienda en Tenancingo, me entregaron a mi equipo de diez niños, y a la hora y pico me zafé con algún pretexto, subí corriendo a la azotea de la casa, y me puse a llorar, repitiendo una y otra vez “¿Qué chingados hago aquí?”. Me sentía engañada, estafada. Eso no era lo que me habían prometido. Yo, fanática de La novicia rebelde, me había imaginado corriendo por los prados como María Von Trap seguida por un grupo de niños cantarines que respondían felices a cualquier sugerencia, a cualquier llamado. Estos niños eran rejegos. No obedecían. Querían hacer lo que querían y no lo que yo, con tanto afán y fingido entusiasmo, los instaba a jugar, cantar o dibujar. La estructura, el control con que me habían entrenado, se convertía de pronto en mi peor enemigo. Aunque en realidad, el verdadero enemigo era yo misma: la exigencia imposible que me había impuesto para que los demás me vieran como la dulce Fräulein María. Una inseguridad medio enfermita por la percepción externa, que me tenía cegada a toda posibilidad de interacción real con los niños. Pero de esto no me di cuenta sino muchos años después. La cosa no mejoró a lo largo de esa primera semana. Era tal la tensión que vivía, que por las noches me levantaba de la litera del cuarto de las animadoras y perseguía niños en la oscuridad. Una vez me despertó la voz de otra animadora, asustada con mis balbuceos de “los niños… ¿dónde están los niños?”; otra vez fue la sensación fría del mosaico húmedo del baño bajo mis pies. Pero yo, necia, al verano siguiente (ahora con diecisiete años), me aventé el numerito de nuevo. Esta vez no sonambuleaba, pero bajé tres kilos en una semana y me quedé sin voz al segundo día: eran niños de basureros, guiados por una especie de ley de la jungla (de asfalto), y esa colonia fue un reto para todos. Había tantos problemas que las juntas nocturnas que hacíamos después de acostar a los niños para evaluar el día, duraban hasta bien entrada la madrugada. Una de ellas fue tan intensa que nos levantamos de la mesa a las siete de la mañana, con dolor de patas y de alma, exhaustos, directamente a despertar a los niños para el rally. Al final alguien cedió, creo que fuimos nosotros. La semana terminó en un idilio medio maníaco que culminó en llantos y abrazos desgarrados. Todo mal. Una regla de Colonias que siempre me costó trabajo, pero que lleva razón, es que hacia el final de la semana es necesario que los niños asimilen el final de la vacación y su regreso a casa. Yo a los niños de mi equipo no les ayudé a asimilar un carajo y además les di mi teléfono. Otro gran error. Puede sonar cruel y es la segunda cosa de Colonias que siempre me costó mucho entender, pero después de la intensidad de esos ocho días, pretender mantener el contacto a ese nivel con los niños es imposible y para ellos puede resultar frustrante. Aquellos niños me llamaron consistentemente hasta que mi madre se mudó de esa casa, doce años después. No dejaron de llamar con todo y que, tras dejarlos de vuelta en su barrio y observar cómo media hora después de despedirnos salían a pepenar la basura, no los volví a ver. Quiero pensar que esos ocho días en Tenancingo les dejaron algo, que hicieron alguna diferencia en sus vidas. Y si no fue así, al menos vivieron esos ocho días, que ya es algo. Por mi parte, de la intensidad de esa colonia se desprenden cuatro de las personas más importantes de mi vida. Dos de ellos ya eran importantes, uno es Alfredo (el papá de Diego) y Valeria Guarneros, mi amiga desde el kínder. Los “nuevos” (viejos amigos ahora) son Arturo Peón y Karina Simpson.

Pasó mucho tiempo antes de que yo me subiera al verdadero barco de Colonias como animadora de un equipo de niños. Tenía veintidós años y me tocó el equipo de los más grandes. Nos llamábamos Los Canarios Magníficos de Tenancingo. Recuerdo que durante esa semana no sólo dormía bien, sino que despertaba con ganas de verlos, con ganas del día. Mil veces había escuchado esta frase en las preparaciones y en las juntas: “No venimos aquí a divertir a los niños, hay que divertirse con los niños”. Yo trataba de dilucidar esas palabras como si fueran una especie de código sagrado e intraducible. Con los Canarios ocurrió el milagro del desciframiento. De pronto, yo era otra más del equipo. A lo largo de esos ocho días no hice otra cosa más que divertirme. Además del “oficial”, los animadores de colonias tienen también un equipo de noche: un cuarto con otros diez niños o más, a los cuales despiertan, acompañan a bañarse, llevan a dormir la siesta, acuestan y monitorean por la noche. Si te tocan los niños más chicos suele ser un suplicio, porque muchos se hacen pipí, en cuyo caso hay que cambiar las sábanas, cambiarlos a ellos, y poner el colchón mojado a secarse. En la colonia de los Canarios, por falta de animadores hombres, me tocó hacerme cargo del cuarto de noche de los niños más pequeños. Eran una docena de coconetes que no sabían vestirse solos, mucho menos tender una cama. Tender la cama es una de las técnicas que revisas exhaustivamente desde las juntas en México, y es muy importante dentro de los códigos de “seguridad física” de los niños. Unos años antes, yo me hubiera agobiado hasta las pestañas, y perseguido a esos escuincles entre las literas procurando que aprendieran a hacer su “carterita” y a doblar correctamente su “cobija de flecos”. Esta vez me valió reverendamente madres. Simplemente asumí que cada día tenía que tender doce camas, y me dediqué a besuquearlos y apretujarlos todo lo que pude. Después de comer llegaba la hora de la siesta. Era un gran momento. Los chamacos salían disparados de sus mesas y juntos corríamos al cuarto, nos metíamos bajo las cobijas y nos imaginábamos que estábamos en un barco, que primero crujía y se pandeaba bajo la tormenta hasta ir alcanzando la calma y el arrullo bajo las estrellas. (Súper cursi, luego hasta lo vi en una película). Algunos se jeteaban, otros no. Lo que sí recuerdo es que se hacían pipí frecuentemente, que cambié muchas sábanas y puse a secar varios colchones. Y también recuerdo que a uno de ellos se le cayó un diente. Esa noche llegó el ratón y le dejó dulces y una carta. Cuando yo era chiquita, mi papá confeccionaba sensacionales cartas de los ratones de los dientes: hacía la letra grande y chueca, como si fuera un ratoncito escribiendo con una pluma tamaño persona. Así era esta carta y Agustín (así se llamaba el chavito), se le quedó viendo con azoro como un minuto hasta que me la dio, sonriendo con su boquete nuevo: “¿Me la lees? Es que no sé leer”.

(Continuará...)

lunes, 28 de febrero de 2011

Coyoacán... golondrinas en el quiosco


La cosa es así, en resumen: se acabó Coyoacán Jane. O mejor dicho, se acabó Coyoacán. Puede que incluso conserve el nombre del blog. Finalmente se lo debe a su lugar de origen, que siempre será éste. Escribo en un lugar llamado el Yellow Café. Lo descubrí tardíamente y es el mejor recinto cafetero para los fumadores que trabajan en este barrio. Tiene un espacio semi cerrado para que los adictos tecleen y cotorreen, y un chai latte muy decente. (Allende casi esquina con Malintzin, a veinte pasos del mercado).

Desde que tengo memoria de mis sueños, tengo sueños recurrentes y angustiosos que involucran mudanzas. Es algo que comparto con mi hermana Thaida. Sueños en que hay que hacer maletas para algo, para salir urgentemente a alguna parte, y no da tiempo de hacerlas, y uno no encuentra lo que quiere guardar. Es horrible y quién sabe qué pueda significar. Este fin de semana, la pesadilla se hizo realidad. Esta es la sexta vez que me mudo, pero es la primera que mudo una casa. Antes empacaba ropa, algunos libros, huevadas. Bueno, dos veces mudé un escritorio. En realidad era una mesa equis, sin cajones ni nada, que me consiguió el portero del edificio donde vivía en Madrid. No sé de dónde saqué la necedad de subirlo solo en un flete para llevármelo a Barcelona, y después al segundo departamento donde viví en esa ciudad, cinco pisos arriba sin elevador. (En ese escritorio escribí Quiéreme Cinco Minutos cuando todavía se llamaba de otra manera). Finalmente lo abandoné cuando abandoné mi vida en España. El resto de cosas que había comprado (un refri, un colchón, algunos trastos de cocina) se los vendí al tipo que alquiló mi departamento en el callejón de Les Cabres (a veinte pasos del mercado, pero el de la Boquería). La cosa es que esta vez tuve que mudar una casa donde viví seis años –escritorio incluido. Y yo soy muy mala empacando. (Cuando me fui a Madrid empaqué ganchos… ¡ganchos!) Y la cantidad de madres que salieron de aquí, no las podría empezar a nombrar. Tiré, depuré hasta el mareo. Fue inútil. Siete cajas repletas se llevó el camión de mudanzas el sábado, y tres rondas de coche a tope después. Pero el terror estribó principalmente en el acarreo de los muebles. Los de la mudanza eran un auténtico cuarteto de la muerte, según la atinada descripción de Andrés, conformado por: el Líder. Gordito raspa y agogó, pariente cercano de Valle Inclán; el Amigo: Un ruco alto y buenondín, que para todo buscaba la aprobación de Gabino (el Líder); el Joven Fortachón, que cargaba una mesa él solo (pero nada más cuando lo estaban viendo), y Flor, un chaparrito cejón que, entre otras cosas, me rompió una lámpara y jodió el piso acarreando la lavadora. De los cuatro no hacías uno. La mudanza empezó a las 10 de la mañana y terminó a las 6 de la tarde, con jaloneos y regateo violento, y las patas de mis sillones cortadas para que éstos cupieran por la puerta. (Inexplicablemente, no pudieron sacarlos por parto normal). Pero lo logramos.

Hay un objeto en particular que recuerdo empacar y desempacar desde siempre porque conlleva todo un rito. Es un coso redondo de cristal relleno con arena. La arena es originaria de Cancún pero se le han agregado granos de muchas otras playas. Me lo llevé desde mi casa de la infancia y la arena ya es gris porque eventualmente se convirtió en mi incienciario. Ahí está la ceniza de todos los inciensos que he prendido en los últimos muchos años. Y cada vez que me mudo, la arena se va a una bolsa de plástico que luego vuelvo a verter en el coso de cristal. En estos años en Coyoacán, la mezcla se tupió a lo grande. Yo prendo muchos inciensos por dos razones: porque me gusta y porque fumo. Así que esa bolsa de plástico, guardada ahora en quién sabe qué maleta, lleva el polvo de horas y horas y horas de trabajo, de chisme, de cuadernos, de tabacos, de velas, de toques, de tinas (¡cómo voy a extrañar esa tina!), de tardes viendo los arbolones afuera de la ventana, oyendo a los estudiantes de guitarra de abajo o a los guitarristas menos expertos de la esquina, oliendo el café quemado del Jarocho, pensando en tonterías; días de muchos tés y el doble de cafés. Lleva, de algún modo, la esencia de mi vida en este lugar que dejo. (O eso me gusta pensar porque soy muy cursi y no soporto la vida sin simbolismos).

Y sin recuentos…

Comencé a venir a Coyoacán a los doce o trece años, más o menos la edad en que empecé a escribir diarios. Solía pasar los fines de semana paseando mucho en el sur, con mi hermana Dunia y mi cuñado Alfredo, cuando eran novios. (Alfredo era sureño, además es muy molón y siempre le ha gustado molernos a mi hermana y a mí por ser de Lindavista). Yo tomaba la línea verde del metro casi completa, y me recogían en Copilco. Con esos fines de semana se me abrió un nuevo mundo y uno de sus parajes fue Coyoacán. Después empecé a venir a mucho para echar novio. Paseábamos, comíamos helados, elotes y hot cakes de figuritas, y nos sentábamos a psicoanalizar a la gente. Pocos años más tarde, comencé a psicoanalizarme yo, y el recinto de mi analista quedaba en la calle de Venustiano Carranza, a dos cuadras de la plaza de la Conchita. Fue en esas épocas que me enamoré definitivamente de Coyoacán. Como estudiaba y trabajaba, el único horario en que podía ir a terapia era los viernes a las siete de la mañana. Eso implicaba agarrar el coche a las seis para cruzar la ciudad y llegar más o menos a tiempo. Suena tremendo pero no me pesaba demasiado: estaba acostumbrada a hacerlo todos los días para ir a la Ibero a clase de siete. Pero el último semestre de la carrera la cosa se complicó porque se instauraron los legendarios Juevebes, y más de una vez llegué al diván en vivo, todavía medio jarra. Pero el ritual, con Juevebes o no, era increíble… salir del consultorio y caminar hasta la plaza, todavía vacía, con barrenderos y olor a día nuevo. Lo único que estaba abierto a esa hora era el Sanborn’s de la plaza y la cafetería del Parnaso. Me gustaba más la segunda. Es una pena que lo hayan cerrado. Eran simpáticas las dueñas gemelas arregladísimas y los forevers que desfilaban por ahí. En cualquiera de las dos cafeterías sacaba mi diario y me ponía a escribir, a veces a estudiar y a hacer tarea. Y se me inflamaba el corazón con este barrio y con las cosas que estaban pasando en la vida. Eran los tempranos veintes y toda su explosión la compartía con mi amiga Karina, a quien también asocio al Coyoacán de esos años, hablando y fumando por horas en Las Lupitas. Luego me fui a España por tres años y cuando volví, regresé a ese mismo diván en la calle de Carranza. Esta vez iba tres veces por semana. Entonces descubrí otro café, atrás, en la plaza de la Conchita. También ahí escribía y me sanaba heridas recientes. Cuando busqué casa para mí sola (tras pasar un año y pico en casa de mi hermana), encontrar el interior “B” de la Primera cerrada de Belisario Domínguez 18-2 fue como un regalo del barrio. Siempre he tenido la teoría de que hay lugares, como personas, como animales, que lo quieren a uno. Y hay lugares que no. Coyoacán y yo nos queremos, de eso no me cabe duda. El estudio con baño grande a donde fui a parar fue como el rinconcito clandestino que el señor le pone a su amante. Sólo que en este idilio no hubo adulterio… entre el señor Coyoacán y yo fue puro echar novio, durante seis años, con elotes, helados y cafés.

Ya no escribo en el Yellow Café. Ahora estoy en mi nueva residencia en la calle de Progreso entre Prosperidad y Unión. (Dunia opina que el entorno suena muy optimista. Coincido). Acabo de entregar las llaves de mi casa. La dejé barrida y trapeada, con una fuga en el baño y medio cilindro de gas. (Eso sí que no lo voy a echar para nada de menos: lo de perseguir camiones para comprar gas). La decisión de dejar el departamento, en principio, devino hace unos meses cuando los locos que me rentan y el pirado que vive arriba, pasaron de ser soportables y hasta cómicos a volverse auténticamente punks. A lo largo de las últimas semanas tuve infinidad de conversaciones imaginarias con todas las cosas que les diría a estos nefastos personajes cuando me fuera. Los adjetivos iban desde “desequilibrada mental” pasando por “escuincle imbécil” y culminando con “viejo solo y patético”. A la hora de la verdad, cuando cerré la puerta tras el escuincle imbécil, le pedí que le diera las gracias a la desequilibrada mental y que le dijera que había estado muy contenta viviendo ahí. Al escuincle imbécil hasta le desee suerte y le di un abrazo. Al viejo solo y patético no lo volví a ver, aunque sigo con ganas de rayarle el coche…

Además de ser un teto, Coyoacán Joe no le hace nada de justicia a Coyoacán. Cierto es que tienen mucha gracia las plazas, las palomas, los payasos y eterno sonsonete de los organilleros. También es cierto que hay músicos de todo tipo, todo el tiempo, en casi todas las esquinas. Pero se le pasan detalles muy sutiles. Coyoacán Joe no menciona en ningún momento el café de Beto, en la esquina de Centenario y Cuauhtemoc, los viejitos raboberdes que lo frecuentan, y que por ahí deambulan personajes como Greco Sotelo, que no sólo lee a Platón: lo subraya; Willis Estrada, gran conversador, y Marcela Lizárraga, el personaje más pintoresco y popular de los alrededores. Tampoco sabe que a dos locales hay una fonda que se llama La casa de mi Tita, donde sirven unos llamados “desayunos gorditos”, que incluyen chilaquiles, molletes y huevos rancheros en un mismo plato, y que atiende un personaje inigualable de nombre Bety. Bety es claramente un tipo, pero con el aspecto y los modos de la mujer más más plantada que yo he visto. Hasta tiene un hijito que llega puntualmente a las 2 de la tarde con su batita del kinder y corre hacia ella diciéndole mamá. Ella le contesta “vete a lavar las manos” con voz de barítono, pero da igual. Es una tipaza. Tras años de observarlo(a), especulando cómo podría llamarse (Andrés sugirió Calipso), Marcela recién me contó que se llama Roberto. Bueno, Bety. Pero lo más galante de esta fonda es el nombre que otro novio le diera en su día: La Hermafondita.

Joe se olvida de la Casa del pan, único paraje de Coyoacán con pretenciones Condechis, con meseros fachosos-trendys y fondo musical de Putumayo, que sirve té de jengibre y despacha estupendos monchis vegetarianos que sacan de cualquier apuro. Coyoacán Joe no sabe que junto a la Casa del pan está el farmacéutico más efectivo de la ciudad, que recomienda, consigue, aparta, te aguanta la receta, hace descuentos, guasea y tira la onda todo el tiempo. También es feísimo. Joe ignora que en la calle de Higuera está una contadora llamada Laura muy parca pero sumamente eficiente. Que en la calle de Malintzin hay un local muy bonito donde misteriosamente han tronado cinco negocios en seis años. Desde que Susana y Jasmine vivían arriba de mi casa, descubrí que los mejores esquites están frente a la puerta 5 del mercado, y que en la fonda de Santa Catarina, además de una terraza a la plaza de ensueño y martinis al dos por uno, hay una mesa perdida que nadie pela donde uno se puede prender un porro con el Oscarín. Tampoco menciona que la Dabo es la mejor papelería desde que desapareció la Compañía Papelera Escolar, y más barata que los Office Maxes. Que el Jarocho es malo y que el Moheli es ridículamente caro, aunque sus mesas siguen siendo una delicia para sentarse cualquier domingo o a cualquier hora de cualquier día. Sobre todo para caminarse Francisco Sosa antes o después. (Especialmente después de llover). No sabe que en los Viveros las ardillas atacan, que en la cantina Guadalupana tocan jazz, que en la calle de Pino sirven pastel de rosas y un café con leche con decoraciones artísticas, y que en Los Talleres está la maestra de yoga más chingona del universo. Pero sobre todo, Coyoacán Joe -que ha pasado demasiado tiempo en el abominable Hijo del Cuervo- ignora el placer inenarrable de levantarse y encaminarse al café, encontrarse a alguien, cotorrear un rato, apurarse al banco, a la tintorería, a comprar una orden de arroz y una de nopales en la cocina económica, comerse de vez en cuando un churro relleno, cruzar la calle a cualquier hora para comprar cigarros, sentarse en la plaza a fumarse uno en cualquier momento, creyéndose de repente que sí: que uno vive en un pueblo y no en esta monstruosa ciudad.

Creo que está bien claro: voy a echar de menos Coyoacán. Sobre todo voy a extrañar las pijamadas con las vecinas, con Hebe, con Arleta y con Martín Valderrama cuando venía a México; acabarnos un mezcal con todo y gusano un jueves de influenza con Lalo y Kramis, festejar lo del libro con una borrachera colectiva bestial, estar sentada horas y horas en el sillón individual de mi salita con Oscarín, con Karina, con Garufo, con Rosalba, con Robert, con el Peña, y con todos los amigos que se bebieron mis tés. (Shanna no está incluida: las tres veces que fue a Coyoacán terminó perdida en la carretera a Cuernavaca o en Indios Verdes).

Pero Coyoacán no se va a ninguna parte y los amigos tampoco (aunque estén repartidos por todo el mundo). Y además hace unos días pasó algo chistoso. Como tantas otras veces –pero ésta en medio de cajas y bolsas y desmadre total- despejé una mesa y dispuse las cosas para un ritualillo, esta vez de despedida. Pensé que sería intenso y sentimental pero en realidad fue breve y contundente. Creo que en parte fue porque estaba agotada y bizca de empacar, y también porque viendo la casa semi-vacía, me di cuenta de algo muy liberador: aquello poco a poco se iba convirtiendo en lo que es en realidad: paredes. La casa la llevo conmigo, y puedo montarla y desmontarla donde yo quiera, cuantas veces quiera.

Además hay otra cosa. El cambio, en sí mismo. El cambio es bueno, dijo alguien. Y más cuando ilusiona. “Todo lo bueno se termina para que empiece algo mejor”. Lo sigo creyendo fervientemente. Y como auguró hace unos días en el café mi amigo Greco Sotelo: “mientras te vayas porque te llevan las alas de Cupido… todo bien”.

Felizmente, así es.