miércoles, 3 de septiembre de 2008
El futuro
Lo que estoy a punto de hacer no es más que la transcripción de una conversación repetida en una decena de lugares diferentes con una veintena de personas distintas, sobre todo personas de mi generación y de la precedente. El objeto de la transcripción es simplemente atrapar al vuelo y dejar constancia de las conversaciones que a mí conciernen, ya que su contenido esencial, estoy segura, ha sido capturado y reflexionado ya por redactores más especializados y/o elocuentes.
Yo tenía 8 años la primera y única vez que fui a Disney. No fue Disneylandia, sino Disney World (el que está en Florida, creo.) Hay tres juegos que recuerdo bien: Los Piratas del Caribe, el Space Mountain, y uno que más bien era un show donde te sentabas a ver algo. Ocurría en Epcot Center, el parque donde todo era tecnológico y “futurista”. En el escenario había una familia (no eran personas reales, sino monigotes móviles con voces pregrabadas) instalados entre la sala de estar y la cocina de una casa. La escena cotidiana iba cambiando: primero era una estancia de los años 20, luego de los 50, los 70, y así. Y cada vez, la conversación de la familia era la misma: seguro no se podía estar mejor de lo que estaban en ese momento. En los años 20 enunciaban el cine, el teléfono, la radio, el automóvil. En los 50, la televisión, los viajes en avión, y una larga lista de electrodomésticos, encabezados por el refrigerador. Al llegar al tiempo actual (los 80) la escena era súper “moderna”, igual que los vestuarios de los monigotes, y la estancia lucía cuanto artículo cotidiano de primer orden pudiera poseerse, desde aspiradora y lavaplatos hasta reproductor de casettes y aire acondicionado. Recuerdo haber contemplado la escena con fascinación y pensado “es verdad, en serio no hay manera de que podamos estar mejor de lo que estamos ahorita. ¿Qué más se podría inventar?”
Antes de lanzar el hueso al aire y hacer la elipsis obligada a la era digital, quisiera recapitular algunas cosas que fueron surgiendo tiempo antes, y que todavía no existían cuando yo tenía 8 años y visité Epcot Center. (Perdón… se me cayó la dentadura postiza… errr… ya está). A principios de los 80 -al menos en México- todos los aparatos telefónicos eran de discar. No existían los botones y mucho menos la noción de lo inalámbrico. Nada de contestadoras automáticas. (Había pocas cosas automáticas.) Tampoco había control remoto para la tele, si querías cambiar de canal tenías que levantarte y girar la perilla, por no mencionar la total ausencia de la televisión por cable, con las raras excepciones de algún vecino medio naco que tuviera una antena parabólica en su azotea. El tratado de libre comercio estaba lejos de firmarse, así que no había forma de tener dulces, mochilas, ropa o calcomanías gringas a menos de que fueras o alguien te las trajera de Estados Unidos. La ropa la comprabas en París Londres o en Sears (Liverpool y el Palacio de Hierro eran para gente “nice”.) Por supuesto, no había discos compactos, y la música siempre era una experiencia cuasi ritual cargada de paciencia. Los LP eran más fáciles de manipular: nomás movías la aguja; pero con un casette tenías que adelantar, rebobinar y tener don de cálculo para atinarle a la canción. Si querías grabarlo, llevaba su tiempo: tenías que sentarte a escuchar cada canción que incluías. Y si tenías la mala suerte de que la cinta se atorara, requerías el doble de paciencia para volver a enrollarla con el extremo chato de una pluma Bic. La música la oías en casa, si querías privacidad te ponías unos audífonos enormes, y en el radio la única estación sintonizable (antes de WFM en el 85) era La Pantera. No existían los walkman. De hecho, existían muy pocas cosas portátiles. Para comprar un rollo de cámara de fotos tenías que ir a la Kodak, y ahí mismo acudías a dejarlo cuando las 12, 24 o 36 exposiciones se terminaban. También ahí recogías las fotos impresas, y casi siempre abrías el paquete in situ, ansioso de develar el misterio de cómo habían salido. A la epístola tradicional le guardo nostalgia por muchas razones, pero una de ellas es que ir al correo con mi vecina era el pretexto para salir a vagar por la colonia. El otro pretexto era ir a sacar fotocopias.
Todas estas cosas fueron cambiando poco a poco en el transcurso de esa década y la siguiente, pero las novedades que regulan nuestras vidas hoy en día, en realidad se tardaron bastante más en aparecer. La primera de ellas, desde luego, fue la computadora personal. En sexto de preparatoria, usando corrector líquido, contando mi quinto modelo de walkman y haciendo la tarea junto a una grabadora con compact disc, yo todavía hacía, como todos los demás, mis trabajos a máquina. En casa teníamos una vieja Olivetti, que tuvimos que arreglar como veinte veces. Por esa época yo tenía un novio que me prestó una máquina eléctrica, de éstas que escribían rápido y “borraban”. Nunca se la devolví. La computación se limitaba a la clase obligatoria de la escuela, donde nadie nunca jamás entendió de qué diablos se trataba el sistema MS DOS.
No fue sino hasta el primer año de universidad que me regalaron mi primera computadora con Windows. Antes de desempacarla siquiera, recuerdo haber ido con mi profesor de computación para que me recordara los comandos para echarla a andar. Me vio medio raro y su respuesta fue parca: “sólo préndela”. No fue sino hasta cinco años después, aproximadamente, que descubrí que los archivos podían guardarse en carpetas. Como casi todo lo demás, y para eterna burla de mis amistades, para mí el Internet y la telefonía celular llegaron tarde. De todo esto no han pasado más de once años. Que suenan a mucho tiempo, pero en un conteo relativo, no es casi nada. Sobre todo pensando en la manera en que todo esto está inmerso y asimilado a nuestras vidas, como si así hubiera sido desde siempre.
La era digital… velocidad, inmediatez, compresión, todo ahí. Toda la información, toda la música, todas las fotos, todo de todo. La era de los reproches. “Te mandé un mail desde anoche”, “Te estoy marque y marque y no me contestas”, “¿Por qué te desconectas?”, “Te he mandado mil mensajes”, “¿Por qué no me subiste en tus fotos de Ricas Rubias del Regina?” “¡¿Por qué tu profile dice “no longer in a relationship?!!” Me gustaría saber en qué maldito momento perdimos el derecho fundamental de NO ESTAR. Otra vez se me está zafando la dentadura, pero en lo que me la acomodo tengo que decir que hace once años se morían los mismos que se mueren ahora, se quedaban sin gasolina los mismos que ahora, y los que eran amigos, lo eran con o sin artilugios de socialización virtual. Voy a sonar muy quitarrisas, pero creo que a los amigos que uno “dejó de ver” hace 20 años, los dejó de ver por algo (siempre con honrosas excepciones.) Si te llamaban a tu casa y no estabas, no estabas y ya. Te hablaban después o te buscaban en casa de alguien más si era muy urgente, y lo curioso es que te encontraban. Y luego las historias macabras de los adolescentes que ya no salen de sus casas y les crece moho bajo los tenis, y las afirmaciones de los intelectuales que dicen que nunca habíamos tenido tanta información y tanta ignorancia; y luego esas historias felices de las parejas que no se conocen y por la pantalla se encuentran y de las ñoñas que escriben diarios y encuentran un foro dónde distraer a sus coterráqueos de sus labores… En fin. Es todo muy agridulce y complicado. ¿Pero qué no la gente se salía gritando de las primeras proyecciones de cine, pensando que al ver un close up estaban viendo a alguien desmembrado?
Con todo y los altibajos de las nuevas tecnologías, a veces me siento una persona realmente afortunada. Me tocó ver un cambio de siglo y de milenio, y me tocó ver nacer la era digital. No sólo disfrutarla (o padecerla), sino ser testigo asombrado, fascinado, de la transición; haber experimentado en carne propia el cambio. La sensación es más fuerte aún cuando recapitulo aquel “ride” en Epcot Center. Creo que, en efecto, hubo generaciones que compartieron la impresión de que nada podía llegar a estar mejor. Lo que me pasa ahora es todo lo contrario: siento que puede pasar mucho, muchísimo más. Y a veces me asusta la velocidad en que se están dando las cosas. Si antes entre un invento y otro pasaban doscientos, cien y veinte años, ahora los saltos se están dando en cuestión de meses (aunque la mayoría sean derivaciones de la misma herramienta.) Este hilo de pensamiento conduce irremediablemente a un “viaje” con implicaciones antropológicas, sociales, religiosas y existenciales que en este momento sería aburridísimo tocar. Pero centrándome en el tema de la tecnología, sólo me gustaría decir dos cositas más.
La primera es que es curioso cómo las “novedades” jamás llegan a la humanidad como uno se las imagina. De acuerdo a las proyecciones ochenteras de ciencia ficción, hoy en día deberíamos estar viajando en automóviles por los aires y tendríamos robots que nos harían la comida y el súper. Y es chistoso, porque aunque puedo sentarme en esta computadora y comunicarme con cualquier persona de cualquier rincón del mundo y enterarme de cualquier cosa y poseer en cuestión de segundos casi cualquier video o cualquier canción, todavía tengo que tender mi cama y lavar mis pinches trastes y tardarme quince minutos en cruzar un semáforo.
La segunda es que, con todo y la gigantesca ilusión que me hacen la teletransportación y los viajes en el tiempo, la verdad es que sí estoy bien como estoy. Aunque fuera posible, en realidad no necesito más que estas herramientas que tengo: este teclado, ese coche, este microondas, este teléfono chiquito y esta lámpara. Me bastan perfectamente. Y creo que esa era la sensación de las generaciones anteriores. Las que morían de emoción con la sinfonola, con el coche de caballos y con el fuego. No debió ser tanto un “no se puede estar mejor” como un “así se está muy bien”. Y es que, al final, uno vive con lo que tiene. La vida siempre ha sido posible, y se las apaña con lo que hay. La mejor tecnología de esta Tierra se inventó hace varios miles de años y funciona con agua y pan.
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