lunes, 24 de agosto de 2009

Pantalón de campaña

Me robé una revista Caras en el changarro de la depilación. Estuve viendo fotos de Carla Bruni, de Madonna haciendo de DJ en la fiesta de los Oscares, de Gael García con su nuevo bebé (se llama Lázaro porque su mamá es “muy católica”); de las “mexicanas ejemplares” que Denisse Dresser reunió para el segundo volumen de su libro Gritos y Susurros (¿es homenaje a Bergman, es ironía o es metida de pata?); me salté con grima la segunda parte de la biografía de Juan Camilo Mouriño en palabras de su viuda narrándolo todo en segunda persona tipo “recuerdo la primera vez que me llevaste al cine…” y me brinqué también toda la sección de sociales (Yuyis Delosríosconsusbosquesysuspatos y Maité Jones ponen negocio de cupcakes a domicilio y bautizan a su sobrino nieto, etc.), y creo que en cuatro minutos ya me había chutado la revista completa. No me divertí tanto como esperaba.

Tengo un amigo con quien coincido en dos cosas. Ambos nos quitamos pelos de las cejas, y los dos estamos de acuerdo en que vivimos en una generación patéticamente ególatra, mimada y acomodaticia; en un postmodernismo Emo sopeado en “El secreto” donde todo se trata de lo que uno desea, lo que uno proyecta, sufre, futuriza, come, picha y cacha. ¿Dónde quedaron los tiempos de las causas? ¿De vivir (de morir, ni hablamos) por algo que no sea uno solito chambeando para la renta, saliendo el fin de semana, comiendo un día con la familia, subiendo las fotos de la vacación y viendo a ver si “funciona” una relación? Incluso comentamos este amigo y yo que era una lástima no estar suscritos a ninguna doctrina religiosa. Esas por lo menos tienen su arrebato, su drama, su dosis de cohesión.

Nostalgia setentera, le llaman algunos. Hace años escuché en un programa de radio que la cultura pop había surgido como respuesta a las tragedias juveniles de los sesenta y setenta, a las masacres en que terminaron todas las primaveras del mundo y sus intentos por cambiar la historia. Pasamos de la barba sebosa de Lennon a los pantaloncitos pegados de los Osmonds; de how many roads must a man walk down before you call him a man directo a ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive; de banderas y consignas al Pacman, de la propaganda aguerrida al anuncio de Futigom, todo casi de un día para el otro, como quien voltea un disco al lado B. Todo ello en un ejercicio desesperado por cambiar de frecuencia, por trivializar, por olvidar. Y tal parece que ahí nos quedamos...

El problema de no tener causas no es no tenerlas, sino ignorarlas cuando las hay. Y no hablo de “no a los hurones como carnada de delfines” y “no a los gordos zurdos ambidiestros” del Facebook, firma aquí y siéntete mejor. Hablo, en este país, de los derechos ciudadanos más elementales. Lo que se vio aquí en las inmediaciones del 5 de julio fue para ponerse a llorar una semana entera. Hubo un porcentaje (quinto lugar en los comicios) que manifestó sus nulas ganas de votar por cualquiera de aquellos rateros baratos, insípidos y sin estilo que se atrevieron a sugerir representarnos; pero ni siquiera consiguieron ganarle a aquellos a quienes les parece muy bien que maten a los secuestradores y que pongan actorcetes mafufos con cadena de oro en los espectaculares. Lo más grave es que cerca del 40% de los votantes (activos) de este país vean con buenos ojos que el gasto público sirva para asesinar narcos in-asesinables porque “los jóvenes se drogan porque no creen Dios” y consideren que las mujeres estamos obligadas a parir porque es nuestra consigna como mamíferos. Y para rematar, a la aplastante mayoría ya se le olvidó su propia historia de los últimos 60 y pico años.

Pero yo no quería hablar de política. Y eso es un mal síntoma: parte de lo que intentaba decir hace rato es que una sociedad sin pasión, política o de cualquier índole, no se mueve ni un palmo. Pareciera que vivimos sumidos en una ignorancia medieval decorada con créditos automotrices, toneladas de información y miércoles de plaza. Es inaudito que en un país de 100 millones de habitantes nadie diga una palabra de que paguemos por la telefonía más cara del mundo, que encima está en manos de un solo señor, pero nos da mucho gusto que sea el más rico de todos porque es mexicano y no gringo. Y de los pobres, mejor ni hablamos. A esos siempre es mejor no verlos.

No se me malentienda. Me gusta mucho cómo quedó arreglada la plaza de Coyoacán, y los carriles amplios de Patriotismo y las florecitas que plantaron en el Circuito Interior. Y me parece fantástico que haya internet y telefonía celular, y los viajes y las relaciones siempre serán eventos maravillosos aunque sean efímeros. Y puede que “El secreto” le ayude mucho a alguien que no tiene metas, proyecciones ni anhelos propios, que siempre hay que tenerlos. Pero sucede que a veces de veras me da miedo que el mundo se descomponga irremediablemente, que en serio se acabe el agua, que estemos en el siglo en que estamos y siga habiendo gente matándose y vejándose por ahí, por dinero, por poder o por "causas". Me preocupa leer cosas como que cada día podría llenarse el zócalo capitalino solamente con las botellas de plástico que se consumen en México, gastando albercas olímpicas y generando toneladas de porquería atmosférica en su fabricación, tardándose, para colmo, 900 años en desaparecer de la Tierra. El modo en que cada día más gente se queda con menos para que cada vez más pocos sí tengamos. El consumo desquiciado, la enajenación, la ceguera y la sordera productos del puro atiborre de cosas, de opciones, de canciones malas. Me preocupa, enormemente, la indiferencia.

Una vez tuve un novio que se devoraba el periódico entero todas las mañanas, y con quien frecuentemente hablaba de estas cosas. Él tenía una visión curiosamente optimista. Repetía que hace 40 años los negros no podían sentarse con holgura en los mismas cafeterías que los blancos, que las mujeres no opinaban y que a los homosexuales los mataban (en más lugares que ahora). Que si estamos evolucionando en algo, es en conciencia. Y que eso al fin y al cabo nos va a salvar como especie. Yo quiero creerlo, de veras. Pero me asusta (hoy me asustan muchas cosas) sentir que el enemigo se va poniendo cada vez más colmilludo, y nosotros cada vez más cómodos, y que antes de que ese día llegue, llegue otro en que no seamos capaces de unirnos por nada y en serio nos cargue el diablo, en la forma que sea.

En resumen, hoy traigo, no sé bien cómo explicarlo, una melancolía por lo no vivido. Por una reunión donde la gente (la gente, no los user names ni los estatus ni los passwords) se quite la palabra con vehemencia por hallar una estrategia para conseguir una voz o derrocar a un tirano, y no sólo para ver cómo vender mejor unos pañales. Y es, desde luego, melancolía culposa por no estarlo promoviendo yo misma. Todos saben de qué les estoy hablando. Todos han tenido, seguramente, muchas veces, este monólogo en forma de conversación. (Y todos saben en el fondo que ese famoso “granito de arena” donde siempre aterrizamos no es más que una palmadita indulgente en la espalda).

En fin. Para terminar con este soliloquio quita-risas sólo quisiera declarar, pésele a quien le pese, que me importa un reverendo cacahuate sopeado en Lulú de frambuesa que se haya muerto Michael Jackson. Aunque nos haya puesto a bailar en tiempos donde hacía falta.

Buenas noches.