lunes, 7 de julio de 2008

Saliendo del baul

Creo que debo comenzar haciendo una confesión. Llevo poco menos de tres décadas escribiendo sin saber para qué escribo. Y peor aún: envidiando a los que sí lo saben. Uno que fue mi compañero de clases y que es hoy un novelista famoso me dijo alguna vez que escribía porque era lo único que sabía hacer. Yo quise odiarlo. En parte por la soberbia que encerraba una frase tan modesta y en parte porque ya desde entonces me pasmaba la capacidad productiva del tipo. Pero no pude odiarlo porque entonces me caía bien, y porque estaba demasiado ocupada cayéndome mal yo. Y no por no saber escribir y tampoco por no ser productiva, sino por serlo en un terreno monástico, misántropo y completamente inútil.
Escribo un diario desde hace casi veinte años. Tan ñoño como pueda sonar, así es, es así, y no hay manera de matizarlo. Hace casi veinte años agarré una pluma Bic azul y un cuaderno Scribe a rayas (nunca soporté las hojas blancas) y empecé. Estaba terminando sexto de primaria, y los de mi generación nos encontrábamos en un revuelo pre-puberto maníaco de fiestas caseras, ligues torpes, desmadre en las clases y contando las horas para nuestro campamento. Mi sobrino Diego justo acaba de regresar de su campamento de sexto de primaria. Asistí a su ceremonia de graduación y también a su fiesta en un salón elegante: de un lado, la pista de baile; del otro, los inflables: una oda a lo que ahora se nomina como “tween”. Mi hermana Dunia me contaba que Diego y sus compañeritos graduados no pararon de tener fiestas de despedida desde dos meses antes, y en una manía similar a la que yo experimenté, exacerbada ahora con la tecnología, llegaban a sus casas y se dedicaban a chatear en grupo, a intercambiar fotos de las fiestas, a comentar sobre las fotos de las fiestas, y planear las siguientes fiestas. Después de su fiesta de graduación, tuvieron otra fiesta. Se llevaron sus sleeping bags para quedarse a dormir. Mi diario arrancó con esa intensidad y mi psicoanalista opina que buena parte del drama a lo largo de mi vida ha tenido que ver con exigirme esa clase de picos narrativos, en un bizarro ejercicio de “contarme” cosas emocionantes. O algo así. La cosa es que, siguiendo un poco con las asociaciones (a la mejor usanza psicoanalítica) mi hermana tuvo mucho que ver con que yo empezara a escribir. Ella es diez años mayor que yo y siempre ha sido una figura totémica en mi existencia. Con trece años, y con ocho y con veinte, siempre le seguí los pasos. Lo cual es curioso, ahora que lo pienso, porque a lo largo de mi vida la he imitado en pocas cosas. Pero una de esas pocas fue escribir diarios. De niña lo que yo hacía era dibujar. Todavía no sabía hablar cuando ya rellenaba cuadernos compulsivamente, más tarde con proyecciones adultas de mí y mis amiguitas en calidad de detectives. Las historietas iban plagadas de diálogos y textos: tal vez desde entonces apelaba yo a la ficción, que terminó dando forma a mi oficio. Pero mi hermana escribía diarios. Hacía eso, fumaba y forraba su escritorio pegando cajetillas de Marlboro rojos. Yo nunca las pegué, pero eventualmente, sí me las fumé. Una tarde, en el escritorio que estaba al lado del suyo (eran dos en una terraza techada que rodeaba la casa) abrí el cuaderno Scribe y, cosa extraña en mí, prescindí de rituales de introducción. Nada de “querido diario”, nada de “en estas hojas plasmaré mis sentimientos”, y sobre todo, nada de dibujos. Simplemente puse la fecha, y describí lo que había pasado en el día: un niño de Quinto que me gustaba estaba a punto de descubrir que yo era quien le mandaba cartitas anónimas y en el recreo habíamos jugado a sesiones espiritistas. Fue adictivo. Ya no pude parar.

Aunque mi bitácora (por otorgarle un término más elegante) es un ejercicio absolutamente frívolo, egocéntrico, pueril y sin más utilidad que el desahogo, la catarsis y el entretenimiento, a veces le he conferido atributos más nobles. Me he repetido con el corazón inflamado que escribir me sana, me purifica, me vacuna contra el olvido, me salva de la locura y de la mismísima muerte. Ese tipo de cosas les digo a mis alumnos cuando promuevo la escritura como práctica cotidiana. Y en buena medida lo creo. Para mí escribir es como pronunciar un conjuro en el que logro juntar de golpe las partes y estar en mí misma, toda completa, conmigo, aquí y no en otra parte, asiendo el tiempo, asiéndome. Es difícil entender esta sensación si no se ha experimentado la opuesta.
Mentiría si dijera que no imagino otras utilidades, menos abstractas aunque no menos sublimes, para mis cuadernos. A veces tengo la fantasía de que tendré una hija o un nieto que se sentarán un día frente al baúl donde guardo los incontables tomos multicolores y se los fletarán todos y se desgarrarán con mis heroicas historietas. Pero luego pienso, ¿y si lo que me sale es un nieto cocainómano que decide tirar los cuadernos y vender el baúl? O fumarse los cuadernos encima del baúl, o comerse los cuadernos encerrado en el baúl… las posibilidades son infinitas.

Aparte de los diarios, yo soy escritora, se supone. Cuando alguien me lo pregunta, a veces respondo eso y a veces digo que soy guionista, directamente. Lo de “escritora” exige demasiadas aclaraciones. Ah, escritora, qué padre, ¿qué escribes? ¿novelas? No. ¿Cuentos? Tampoco. Escribo guiones. ¿De cine? Sí pero todavía no salen. Les ahorro la siguiente pregunta y aclaro que escribo para la tele. Y luego me pongo a enunciar una incómoda lista de programas que nadie ha visto. Bizbirije y Valentina suelen salvar la causa, aunque hace aproximadamente cuatro años que no les dedico una sola letra. No quiero ser malinterpretada: me gusta mucho mi trabajo. Me divierte enormemente. Me sana de otras maneras y me salva de diversos tipos de locura. Pero he aquí una segunda confesión, y bastante dura: creo que lo que alcanzo a plasmar de mí misma en los productos de mi trabajo, no abarca ni una tercera parte de lo que me habita. El resto tiene la primicia en esas hojas rayadas que nadie lee. La catarsis pura que contenían mis dibujos dialogados de la infancia se ha replegado a los confortables terrenos del anonimato. Y eso ha comenzado a preocuparme. Seriamente.

Hace unos días vi una película que me cimbró. La titularon “El llanto de la mariposa” como para que no la viera ni Dios, pero su traducción textual sería “La escafandra y la mariposa” (igual de desafortunado, pero en francés suena bonito.) Se trata de un tipo, un editor de modas, que sufre un accidente cardiovascular masivo y la secuela es terrorífica: se queda completamente inmóvil, sin habla, pero está lúcido y consciente de todo lo que ocurre a su alrededor: imaginación, memoria, raciocinio, todo funcionando y vibrando al interior de un cuerpo inerte. El término clínico es síndrome de encierro. Pocas cosas más horrendas se me pueden ocurrir. Las películas de minusválidos (perdón, perdón, de personas con capacidades diferentes) suelen ser conmovedoras. Pero esta no es una película de personas-con-capacidades-diferentes cualquiera. Además de un verdadero deleite como experiencia cinematográfica, el chiste aquí es cómo se las arregla este hombre para no sólo enterarse, sino enterar a los otros, hacerlos partícipes del enjambre magnífico y terrible de su interior. Para hacerlo, se vale del único músculo que todavía le funciona. Y no, no es el corazón, aunque sonaría lindo. Es el párpado. Y así escribe un libro. El mismo que inspiró el largometraje.
El mensaje de esta historia es bastante llano pero no por ello menos efectivo. En mí surtió efecto, cayó como un veinte propinado a bofetadas, y se resume en el milagro que es para un ser humano el poder comunicarse. Lo indispensable que es, lo trascendente, y no me importa sonar hiperbólica: lo sagrado.

El qué hacer con mi quehacer es un tema en el que llevo debatiéndome mucho tiempo. Entre los Scribes y las chambas se abría un abismo crónico y angustiante en el que se tranqueaban mi creatividad, mi productividad y mi “función” como escritora. Me repetía que tenía que ponerme a escribir historias personales, que tenía que ganar becas para escribirlas, que tenía que ganarme un prestigio en mi gremio. El tránsito por estos laberintos nunca me llevó sino de vuelta a la chamba o a los Scribes. Comencé diciendo que llevaba poco menos de tres décadas escribiendo sin saber para qué. No es que tenga la respuesta, pero sí una intuición novedosa en su obviedad: la escritura sirve para lo mismo que cualquier medio de expresión: para expresarse. Para decir lo que preocupa, lo que cala, lo que obsesiona, lo que conmueve, lo que duele, lo que enloquece. Pero decirlo. Mirarse, conocerse. Re-conocerse. Creo que ese “reconocimiento” que buscamos desesperadamente los que nos decimos creativos no es más que la necesidad de un espejeo, de un eco, de un contacto, magnificado por nuestros egos y por los títulos desbordados que les ponemos a las cosas. La realidad es que estamos bien solos, coyunturalmente solos, y el único exorcismo que existe para eso es tocarnos. Como sea. Y hay otra cosa en la que creo férreamente: cuando se trata de tocarse, las palabras son abrasadoras.

Alguien podría pensar que traslapar de repente una práctica íntima y personal a un espacio público tiene algo de violento, y tendría razón al pensarlo. No puedo negar que me da miedo. Pero siempre he estado convencida que la mejor manera de entrar en una alberca fría es de un clavado y no de a poquitos.

Martes 8 de julio del 2008. Sin rituales. Sin dibujos. Ahí vamos.