viernes, 8 de agosto de 2008
en DeFensa de lo inDeFendible
Hoy es un gran día para la letra che. Ocho del ocho del dos mil ocho con olimpiadas en China. También es un día chido para los Chilangos en su reino pacheco, cholo y churido. Después de la pinche lluvia que cayó anoche, echa chispas el sol. En esta ciudad siempre hay una noche especialmente olímpica en temporada de lluvias. Para mí, esa fue la de ayer. No voy a hablar de la incorporación a Constituyentes volviendo de dar clases en Santa Fe. No voy ni a sugerir lo que fue Constituyentes. Tan sólo las últimas tres cuadras en Amsterdam, me costaron 45 minutos de vida. Si es verdad que la alegría se mide por contraste, no es raro que media población de México afirme que le habla la Virgen.
Si la Ciudad de México de por sí es odiosa, nunca lo es tanto como en la temporada de lluvias, y los defeños hemos ido corroborando con un nudo en la garganta que con el paso de los años, ésta se alarga cada vez más. El paraguas es requisito de mayo a septiembre y al tráfico no le hacen falta tormentas ni inundaciones: entre las 5 y las 9, bastan tres gotas para que todo se desquicie (suelen bastar dos para que los semáforos se descompongan.) Una vez, en Altavista, tardamos cincuenta dantescos minutos en sacar a cubetazos el agua que había inundado por dentro el coche de mi amigo Oscar. Él mismo me contó haber visto pasar al conductor aterrado de un vocho con el agua hasta la portezuela, llevado por la corriente en sentido opuesto al tránsito de Observatorio. Se me vienen a la mente dos horas abominables atrapada en Patriotismo que culminaron con otras dos encerrada en un Vip’s, esperando a que fluyeran un poco las luces de los faros. (Ahí la música estaba feíta, pero por lo menos podía escribir y había baño.) Caminar por la ciudad cuando llueve está fuera de la cuestión. Olas aparte, he llegado a bordear una cuadra entera para encontrar un charco suficientemente angosto para brincar a la banqueta. Y luego a veces se caen árboles, se colapsan viviendas, se derrumban puentes. Ahora mismo, como todos los años, una parte del país (y del mundo) está hecha un caldo humeante de infecciones con tropezones de puertas, techos y desolación. Pero aunque suene insensible, no es de las fuerzas de la naturaleza ni de lo que está ocasionando el cambio climático en el tercer mundo de lo que quiero hablar ahora. Quisiera hablar del defeño común y su temple por habitar el Distrito Federal, en ésta y en cualquier otra época del año.
La Ciudad de México tiene más de 20 millones de habitantes. El número dice poco hasta que la sobrevuelas: ocho minutos consecutivos de un mar de luces (o de asfalto, según la hora del aterrizaje.) El pensar que esos ocho minutos están habitados y transitados hasta el último metro cuadrado, es una idea que incluso a mí, nacida en la médula de esta vorágine, me eriza la piel. Hay una canción muy bonita que cantaba Lola Beltrán. “Mi ciudad” es un himno poético sobre la Ciudad de México donde se dice que es una chinampa, un rehilete, un sol con penacho y zarape, un pájaro con nombre raro y quién sabe cuántas cosas más. Pero entre todas sus metáforas, hay una que encuentro muy fidedigna: “(mi ciudad) es jinete que arriesga la vida en un lienzo de fiesta y color”. Lo de la fiesta y el color, no sé. Pero lo del jinete que arriesga la vida, lo firmo. El chilango se la juega cada vez que asoma las narices a la calle. Hay riesgo de que te choquen, de que te atropellen, de que te estafen, de que te insulten, de que te asalten y de que te de una hepatitis fulminante en cualquier esquina. Y sin embargo, ahí estamos todos, retacando cada milímetro del Periférico, los camiones y los vagones del metro cada mañana, pintándonos en el espejo retrovisor y tomándonos el Activia en lo que pasamos el tope, como si hubiera esperanza, como si de veras así fuera la vida y así estuviera bien.
Por esas razones y por otras distintas, un día me fui de esta ciudad. Recuerdo claramente un sueño que tuve una de las tantas noches que dormí en Madrid. Estaba en la boca del metro 18 de marzo (línea verde, una antes de Indios Verdes), y una masa híbrida de gente, escándalo de ambulantes y vapor de garnacha me apretujaba y me engullía. Fue uno de estos despertares sudorosos en que te empujas el alma de regreso, nada más de saber que no estás en donde soñaste que estabas. Pasaron casi tres años antes de que volviera a estarlo.
Una vez, Garufo mi amigo sentenció: “Es una estupidez quedarse en la Ciudad de México cuando hay tantos lugares en el mundo donde se vive mejor”. Cuando me lo dijo, le di toda la razón. Por esas épocas yo estaba recién desempacada de mi sueño ibérico, suspirando por cada rincón de Malasaña y del Raval en cada bache y en cada volantazo instintivo ante cualquier pesero y su furia musical. Lo raro es que cuando alguien me preguntaba por mi experiencia trasatlántica, nunca me desbordaba en alabanzas ni detalles. Mi respuesta era escueta, casi tímida, pero tajante: “se vive bien”. Y es que en esta ciudad, por bien que se viva, se vive mal. En el D.F. no existen los planes espontáneos, a menos que sean con tu vecino. Los tiempos de recorrido son tan infames, que quedar con alguien que vive en el otro extremo requiere semanas de planeación. En esta ciudad no se puede ser peatón. Si no tienes la suerte de que tu destino concuerde con una línea de transporte directa, te esperan al menos dos transbordos, un pecerdo musical y jugar a la fiesta brava en unos cuantos cruces (aquí no existe la política de que los coches se paran en una curva para dejar pasar a un peatón, así tenga éste la luz verde.) En el D.F. las diferencias sociales son tan abismales, que uno vive tambaleándose en una quebradiza cuerda entre la indiferencia enajenada y la culpa calcinante (cuando no sufriendo las diferencias.) En el D.F. hay pocos barrios donde se puede caminar, y éstos siempre están: a) repletos para estacionarse b) plagados de parquímetros c) invadidos de restaurantes d) invadidos de comercios e) invadidos de coreanos, fashions, emos, chairos, concheros, patrulleros grasientos, vendedores ambulantes. En esta ciudad no se puede andar de noche sin resquemor, no se puede caminar por una avenida con un escote sin unos nervios de acero, no se puede alardear de una vida “cómoda” si uno no se mueve en un radio de dos kilómetros a la redonda de su casa con servicio doméstico y transporte propio. En esta ciudad (casi) no se puede ir al cine si no es en un centro comercial.
Y sin embargo…
Entre citadinos existe una afirmación que ya es casi lugar común: Al D.F. lo amas igual que lo odias. Esto es verdad en el sentido más literal. El defeño no sólo tolera su ciudad: se aferra. Hay algo en su faceta aborrecible que la hace entrañable en la misma proporción. Yo no puedo hablar por los demás, y tampoco puedo decir que soy una bohemia conocedora que se sabe la vida subterránea del centro histórico con sus cantinas, sus pulquerías y sus tugurios. Pero algo me sucede cuando transito el segundo piso en una tarde despejada, que se me apretuja el corazón. Algo parecido me ocurre en el café Gaby’s de la Juárez, en la Plaza Río de Janeiro en la Roma, en Francisco Sosa, en Santa Catarina, en Donceles y, llámenme naca, en el piso 45 del World Trade Center. Me gusta poder acelerar a 110 en el Circuito Interior (cuando se puede), sin que nadie me diga nada. Me gusta saber que -a diferencia del primer mundo- aquí siempre hay algo rico y barato que comer a cualquier hora del día o de la noche. Amo, por sobre todas las cosas, la primavera. No hay primavera como la de esta ciudad. A diferencia, otra vez, de las europeas, la de aquí no te cachondea con un sol picante para luego meterte el frío en los huesos a las cinco de la tarde. La primavera aquí es brillante, refulge, te acaricia la piel y los ojos con un estallido de jacarandas. Me perplejiza la forma en que los árboles rompen el asfalto para asomar sus raíces, cómo siempre reluce un pedazo de verde hasta en el más raquítico camellón. Es el mismo taxista que te mienta la madre con un horrible apelativo en una esquina, quien se puede desvivir dándote indicaciones si te lo hubieras encontrado en la siguiente. Esta ciudad es desquiciada y candorosa, violenta y compasiva, amorosa y desalmada. Es como una adolescente. Cree que ya vivió lo bastante, que ya lo sabe todo, pero no sabe un carajo; no tiene idea de qué quiere ser pero se lo imagina todo el tiempo; se sigue sintiendo fea por más que se guapee; se queja, se enfurruña, se enfurece, te patea, te abraza, se muere de la risa.
Me gusta saber que por aquí anduvieron los Rivera Kahlo y que en algún lugar de la Portales están Carlos Monsiváis y sus gatos. Y me gusta otra cosa que no sé bien cómo explicar. Es una sensación constante de que hay más, mucho más pasando aquí, fuera de lo imaginable. Algo latente, algo furioso, que rebasa por lejos todo lo kitsch que tanto fascina al extranjero y a los diseñadores y publicistas locales. Algo que no tiene que ver con el folklore, ni con Tepito, ni con el danzón, ni con los letreros bizarros ni con el “qué loco” que aplicamos los burgueses a cualquier fenómeno citadino que no sabemos nombrar. Y no sabemos porque, a diferencia de otras ciudades del mundo, la de México tiene la cualidad de causar estupor y fascinación, todos los días, en sus propios habitantes. Un estupor y una fascinación que, por algún motivo, ni siquiera el cine ha logrado plasmar.
Son casi las diez de la noche y esta tarde los dos taxis que pude parar en media hora se negaron a llevarme de Coyoacán a un teatro en el centro, por el tráfico de viernes lloviendo. A punto de claudicar y agarrar mi coche, recordé mi experiencia olímpica de ayer y decidí quedarme y perderme la obra. Así de plano. Esto jamás me hubiera ocurrido en Madrid, o en Washington, donde vive Garufo; o en Australia, donde vive Oscar, o en cualquiera de las ciudades a donde se han ido escabullendo poco a poco más de la mitad de mis amigos para vivir mejor. El que yo siga en el Distrito Federal es una buena pregunta que tiene prontas respuestas. Aquí están mis padres, buena parte de mi familia, al menos tres de mis grandes cuatucos. Aquí tengo el amor. Aquí están mi trabajo, mis alumnos, mi peluquera, mis doctores y mi cafetero de confianza. El que todo ello sea sorteable o transferible a otros lugares de residencia se contrapesa con una querencia más vaga y más sutil: aquí están mis códigos. El no tener que explicar de dónde es una, el no obligarse a medir las expresiones ni tragarse los referentes, el poder quejarse y reírse de lo mismo y con las mismas palabras con un desconocido, es algo que siempre eché de menos en la vida y en los taxis de fuera. Creo que esto puede más en mí que la conciencia de mi historia y de las partículas de chocolate Abuelita y de inversión térmica que habitan mis células.
Puede que nada de lo anterior sea un impedimento para mis amigos los autoexiliados, y puede que tampoco lo sea para mí, en el fondo. Bien dicen que la casa de uno es donde uno está, que esa se lleva dentro. Pero de mientras, suena bonito decir que vivo aquí porque no tengo remedio. No sé si me atrevería a cantar, como Eugenia León, “aquí me quedo, aquí nací y aquí me muero”. Pero por lo pronto, para bien o para mal, esperando con ansias los cielos baldíos del otoño, aquí estoy.
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