Dudé mucho en escribir sobre esto. No voy a mentir: aún cuando declaré, al abrir este espacio, que su fin era la expresión y el libre fluir de las inquietudes, hay muchas cosas con las que no me atrevo. Supongo que no ayuda saber que te están leyendo tu madre y tus parientes políticos. Y puede sonar estúpido, pero por fin me estoy dando cuenta para qué sirve, en buena medida, la ficción: sirve para poder decir las cosas que no puedes decir como tú mismo, para poner ciertas afirmaciones incómodas en boca de otros; más que un género y que un “estilo”, es un modo políticamente correcto de enunciación. Y no sólo respecto a temas que escandalicen o que espanten, sino a otros que puedan tocar fibras o abrir heridas. La cosa es que la mitad de esta semana he traído la tragedia, la finitud y la muerte colgadas de la oreja, y necesito hablar de ellas sin artilugios. Así que lo doy por sentado: bajo advertencia, no hay engaños.
El miércoles pasado por la noche, 153 personas murieron en un accidente en el aeropuerto de Barajas, en Madrid. No se puede decir que haya sido un accidente “aéreo”: el avión no había levantado ni siquiera la suficiente altura de la pista para enfilarse rumbo a Gran Canaria. Se especula que se incendió un motor, y corren las molestas suposiciones de que esto sucedió porque la compañía Spanair sólo puede permitirse precios tan cómodos ahorrando en costes de mantenimiento. No lo sé. Pero la noticia fue como una patada con espuelas. Yo no conocía a ninguno de los pasajeros de ese avión, pero he despegado de ese aeropuerto al menos quince veces, y al menos un par de ellas con esa compañía aérea. Es un pensamiento egoísta pero inevitable. Nadie me podrá negar que la tragedia ajena suele cimbrar mucho en proporción a lo “cerca” que haya pasado junto al costado de uno. Después del espejeo, o al mismo tiempo, viene el espanto, por sí solo. 153 muertos son muchos muertos. Son muchos amantes, esposos, amigos, hijos y madres, en profundo y simultáneo dolor. Tanto sufrimiento ocurriendo a la vez, es una idea insoportable. Pero no más que la idea siguiente, que también es la primera; la que subyace y nos inunda cada vez que tenemos la suerte de no haber tenido mala suerte, cuando la tragedia nos pasa rozando el hombro: éste pude haber sido yo, pudieron ser los míos, y no hay nada que pueda garantizarnos el no llegar a serlo.
Esa noche toqué madera al menos cinco veces, llegando a mi casa me puse a buscar en Internet la historia de los accidentes aéreos para comprobar que no son demasiados y siempre involucran un error humano, voluntario o no: que la tragedia es infausta pero casi siempre es prescindible; luego busqué casos de buena suerte, de brillante y sorpresiva fortuna: quería comprobar que existe la contraparte. No encontré nada salvo ganadores de lotería, cientos de páginas esotéricas, y un video de UTube con imágenes inauditas de personas que se salvan de los embistes de automóviles desbocados. Me metí a la cama y me puse a llorar. Y a rezar. Hay pocas cosas que me regresan a la necesidad primaria y desesperada de creer en algo como ser repentinamente consciente de la amenaza de la desventura, de la catástrofe, de la pérdida.
Mucho y demasiado se ha dicho ya sobre la fragilidad humana, así que tendrán que perdonar que añada un comentario más al respecto. La fragilidad está ceñida a un asunto igual de intrigante, que es la dualidad en este mundo. Desde lo más nimio y evidente (por cada halcón hay una rata, por cada sentimiento noble y compasivo hay uno envidioso y corrosivo, por cada caricia hay un madrazo, por cada altruista hay dos pederastas, por cada flor de jacaranda hay una envoltura de Chocorroles, por cada roble hay una cloaca), hasta el insondable misterio de una mente funcionando con procesos y conexiones inexplicables, de un poder universal, cósmico, capaz de imaginar y de crear lo inimaginable, perdiéndose de pronto en una burda obsesión de celos, pudriéndose con una adicción, o partiéndose por la mitad y perdiéndose para siempre, en un segundo, con un resbalón o cruzando la calle. Y es extraño porque, de alguna extraña manera, tiene sentido que así sea. No sé por qué, pero siento que bajo esta dualidad opera una lógica muy llana. Algo tan grande y tan complejo tiene que acabarse así. Con esa facilidad. Así lo dictamina la naturaleza extrema de todas las cosas. La propia muerte, tan categórica, tan irreductible, tan de pronto nada contra el todo tanto que es la vida, marca una rúbrica ante la cual no queda más remedio que agachar la cabeza y ceder el paso dócilmente.
La docilidad es más automática de lo que se cree. Y es que la muerte es más común de lo que se piensa. Se mueren las cajas de cereal, los rollos de papel de baño, las tardes de domingo. No se acaban, no se pasan: se mueren, que es lo que pasa cuando algo no vuelve. Se van esfumando días, amores, viajes, etapas, y a eso le llamamos “cambio”, le llamamos “proceso”, “calendario”. Pero finito es como denominamos lo que ya no es, lo que ya no regresa, lo que se convierte en nada. Este momento en la esquina del parque México sorbiendo un café con leche, con ese tipo paseando a un Labrador y ese otro vendiendo plantas y ese niño vestido de Batman y esas dos mujeres muy arregladas que se encontraron junto al teléfono público y decidieron irse a otra parte porque este café está lleno, ya pasó. Ya no volverá jamás. Nos guste o no, somos instante difunto. Por eso es imposible “vivir cada instante como si fuera el último”. Hacerlo sería tan insoportable como admitir que sí lo es.
En nuestro andar por la existencia, hacemos lo prudente: olvidar estas cosas. No pensar en ellas. La negación es la pieza más elemental de nuestro instinto de supervivencia. Pero basta con que una muerte como la conocemos arrebate del mundo a alguien conocido o a muchos desconocidos a la vez, para que toda docilidad se quebrante. Entonces se encienden las alarmas y por la cresta de la cabeza gacha y resignada estalla, como olla express, una torre de preguntas a presión. Y hay una, en especial, con la que yo no puedo lidiar. Me rebasa. Y es la fragilidad contrapuesta a la capacidad humana de sentir, de quererse. Amamos con un coste demasiado alto. Para mí no hay argumento en la sabiduría de la Naturaleza, en la esperanza de la trascendencia, en la misericordia divina, en la fantasía de vidas futuras, en ninguna religión de este planeta que logre aminorar el horror, la injusticia de no volver a verse.
En contrapeso (siempre en contrapeso), una de las cosas que más me fascinan del ser humano tiene que ver con la capacidad de seguir viviendo después de algo así. Sobreviviendo al principio, reacomodando las piezas con mayor o menor tino, pero como sea, continuando. También para eso tenemos recursos. Unos echan mano de sus creencias, otros del arte; algunos nos volcamos en la narración cual sortilegio: como rescatar un piano, una cortina o un tenedor de un barco hundiéndose, pero rescatar algo; la mayoría invocamos la memoria. Pero el conjuro humano que más me fascina, es el sentido del humor. Hace un par de noches estaba inundada con estas ideas abismales (que, por cierto, padezco recurrentemente), echando de menos a mis seres amados en anticipado y haciéndome bolas entre rezos y lágrimas hasta que de repente me obligué, me forcé con todas mis ganas, a pensar en algo que me diera risa. Explicar lo que pensé requeriría demasiados antecedentes, pero funcionó. Por un rato, logré desprenderme del abismo. En los libros de Harry Potter existe un conjuro que es de lo más brillante de la serie: al extender la varita y exclamar “¡ridículo!”, los jóvenes magos desarman a su más temible agresor visualizándolo con sombrero de flores, nariz de payaso o patas de gallina. El sarcasmo es milagroso, tiene la capacidad de tumbar los velos más lúgubres, nos obliga a tocar tierra, a relativizar. La única manera de no volvernos locos o suicidas es no tomarnos en serio. Los mexicanos lo sabemos bien. Hemos construido toda una tradición para sobrellevar los primeros días de noviembre con esas bases. Incluso hemos inventando una mística extendidísima que honra a la muerte como figura central, vestida con túnicas de colores y sentada en un trono. No cabe duda que los paisanos tenemos claro con quién tenemos que juntarnos…
Pero la muerte no siempre se deja adular ni se presta a ligerezas, y hay veces en que toda la artillería de arte, memoria y creencias no le hacen ni cosquillas. Y es que todos son paliativos. La muerte, definitiva o parcial, es siempre violenta y arbitraria, y será abismal e incomprensible mientras haya hombres que la atestigüen. Y la duelan.
La única fuga auténticamente eficaz que existe contra la muerte es vivir. No hay consuelo posible que esté fuera de esta cancha. Y creo que es un buen consuelo. La vida tiene perros y agua, molletes y café, películas y besos. Y también cosas triviales que le crean a uno la fantasía de que nada es tan grave ni tan efímero: anuncios, deudas, achaques, política, chismes de la farándula, camiones de la basura. Estamos todos prensados a esta existencia con uñas y dientes, y mientras sea así, somos invencibles. Mientras no nos muramos, aquí estamos. Y cualquier cosa es mejor que no existir. No es un “qué bonito es estar vivo”. Estar vivo puede ser una jodienda espantosa. Alguien lo llamó “un suspiro entre dos abismos”. Entrados en gastos, la vida es bastante igual de indescifrable que lo opuesto. Pero es todo lo que tenemos. No hay más.
Hay que abandonarse a la vida como quien se tira a una alberca de espuma o se entrega al sueño. Hay que zambullirnos con los ojos cerrados en sus brazos, y dejarnos mecer en su extraño arrullo.
lunes, 25 de agosto de 2008
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