jueves, 5 de febrero de 2009

Jau not tu draiv / Capitulo I: La Cascabela


“How NOT to drive”, pronunció Miguel en su inglés de la España profunda, y se murió de la risa con su risa risuda histérica. Sugería que así titulara yo un libro de mis peripecias al volante, tras habérselas recetado completas. Estábamos esperando una grúa en algún paraje de la carretera entre Madrid y Lisboa: yo acababa de romperle la caja de velocidades a un coche nuevecito de alquiler. Pasados más de ocho años, finalmente he decidido hacerle caso a Miguel y hacer público mi anecdotario, por algunos ya bien conocido. No será un libro, porque para libro no da, pero ahí va.

La Cascabela

Todo parecía indicar que yo sería una buena conductora. De niña, mi padre y yo teníamos un ritual, los miércoles me recogía de la escuela, íbamos al club, y antes de volver a casa, manejábamos. Tenía un Córdoba automático, donde yo giraba el volante sentada en sus piernas mientras él pedaleaba. En la adolescencia seguimos en su vagoneta Tsuru de velocidades, donde ya también usaba yo los pies; también con mi madre practicamos muchas veces en las calles vacías del Politécnico, y cada verano mi cuñado Steven me dejaba conducir su pickup. El mismo día de mi cumpleaños con edad reglamentaria, saqué mi licencia. Pero todo buen presagio de estos precoces acercamientos a la vida de conductor, se truncó apenas me subí a mi primer coche. Yo tenía dieciséis años y me fue heredada la Cascabela.

La Cascabela (o la Cascabelita, según el humor), había sido el coche donde mi hermana mayor (que me lleva 13 años) aprendió a conducir, y donde mi otra hermana (que me lleva 10) se movió durante toda su carrera. Así que cuando llegó a mis manos aquella Gremlin Rambler blanca con rayas rojiazules del año 1976, el coche ya tenía muchos años, muchos kilómetros y el doble de achaques.
Su nombre de cariño se lo debía a la amplia gama de sonidos que era capaz de emitir. A la Cascabela le sonaba todo. El motor, la defensa, el chasis, el cigüeñal, el carburador, las balatas, el amortiguador, el filtro de aire, el volante, los asientos, los espejos, todo. La podías escuchar crujiendo a dos calles de distancia. Además, por alguna indescifrable mutación entre sus múltiples pasos por talleres y composturas, encendía sin llave. Tenía asientos raídos de tela negra, radio AM, y tres velocidades.
La primera vez que me subí sola, la estrené rompiéndole las calaveras a un taxi de los amarillos a calle y media de mi casa. (Esto nadie lo sabía hasta hoy). Pero después del susto, fui agarrando confianza. Nunca salí del barrio, pero con mucha soltura iba al correo, al súper, al mercado, a la tintorería y a veces a la gasolinera. Fue justo en la gasolinera donde detecté algo extraño: la Cascabela olía a gasolina. Igual de absurdo que se lee debió sonarle al empleado cuando se lo dije, porque me vio con cara de loca y me dio cabalmente el avión, con lo cual yo decidí no darle importancia. Me acomodé la falda y el delantal del uniforme de la prepa, metí primera, segunda y tercera, y me interné en las callecitas de Lindavista.
Después de escasos cuatro minutos, transitando una calle de dos carriles a no más de 40 kilómetros por hora, la Cascabela se frenó. Sin aviso, sin más. Fue un categórico “yo hasta aquí llegué”. Acto seguido, una humareda negra se propulsó desde el cofre cual geiser. Con un instinto cavernario apagué el coche (con la llave) me bajé corriendo temiendo una explosión, y miré el cuadro del horror: la cascabela se zarandeaba, la pintura blanca del cofre burbujeaba, de los costados salían llamas. En menos de dos segundos, un trío de taqueros de un puesto cercano me rodearon echando cubetazos. Recuerdo que uno de ellos exclamó, sin el menor empacho, “ya se le quemó su porquería”. La cosa es que apagaron la humareda, y al cabo de un rato, abrieron el cofre. Aquello era puro chicharrón. La Cascabela ya se había quedado quieta, y así pensaba quedarse para siempre jamás.
Los taqueros me ayudaron a orillar el cacharro y yo me fui caminando a mi casa, que ya estaba cerca. Lo siguiente que recuerdo es haber estado parada en la calle con mi madre y con mi prima Ilse Marie, viendo a la Cascabelita alejarse montada en una grúa para nunca más volver. “Pérdida total”, dijo el del seguro. Creo que hasta lloré.
Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado si el empleado de la gasolinera hubiera sido más paranoico o hubiera tenido el olfato menos saturado. Da igual. Me gusta pensar que esa fuga de gasolina fue ineludible y providencial, que la pobre Cascabela ya estaba muy cansada y después de tantos años de fidelidad y servicio, se autoinmoló. Como haya sido, heredó algo de qué hablar. Dondequiera que estén sus restos, descanse en paz.

(Continuará...)