miércoles, 20 de enero de 2010

Bienaventurados los tardones


La semana que acaba de terminar me dejó una lección: al tiempo nunca hay que hacerle caso.

El tiempo en esta ciudad fue los últimos días como el de otro continente. El viento caló por tantos días y con tal intensidad, que llegó a perderse esa sensación de extrañeza al ver los abrigos y los gorros enmohecidos y torpemente fajados de los capitalinos. Y justo cuando se pronosticaron los días (ahora sí) más perros del año, salió el sol. Luego me dio catarro. Ya ni modo.

A otra clase de tiempo al que no hay que hacerle caso es al tiempo cronológico. A ese tiempo que no es más que invención, entelequia y fórmula narrativa (el tiempo existe gracias a que lo narramos), y que sirve para organizar la vida pero también para echarle candados de diversas y oscuras maneras.

Hace unos días me entregaron a un hijo envuelto en un sobre blanco. Mide 22 x 15 centímetros y no sé cuánto pesa porque la báscula de mi casa no marca tan poquito. Creo que el diseño quedó muy lindo. En las noches, ya que estoy en mi cama, me levanto a releer fragmentos de los que me voy acordando (aunque me los sepa de memoria) nada más para ver cómo se leen con formato, con letra “de libro” y con pasta. Es una sensación increíble. Y es que desde la concepción de este hijo empapelado no pasaron nueve meses. Pasaron nueve años. (Mi amiga Rosalba me dijo que por lo menos así lo mando directo a la escuela, que ya me ahorré los pañales y los pediatras).

Sería engorroso ponerme a relatar todas las peripecias por las que pasó ese manuscrito. Lo cierto es que se truncó desde su origen. Hubiera sido un aborto perfectamente legal. El por qué no lo dejé pudrirse en un cajón igual que lo he hecho (y que hemos hecho todos los que escribimos) con unos cuantos proyectos a través de los años, es un misterio que hasta el día de hoy no logro descifrar. Supongo que es como con ciertos amores: pueden pasar lustros y uno ahí sigue de necio. (Prueba irrefutable de que el tiempo de afuera nada tiene que ver con el tiempo de adentro).

“Escribir es reescribir”, dijo alguien muy sabio. Y lo que ganó esa novela, más que tiempo, fue esa oportunidad. La protagonista, que tiene quince años, pudo zafarse de la voz encorsetada de su autora y ponerse a jugar en el arenero de su espacio y de su tiempo. Los que realmente le van. Y para eso hizo falta el tiempo preciso.

Yo soy muy impaciente. No. Eso fue un eufemismo. En realidad soy una prisuda, desesperada y ansiosa. Si cuando me encargaron esta novela juvenil por primera vez, teniendo yo 25 años, me hubieran dicho que tardaría nueve en publicarse, no la hubiera escrito. Como no lo sabía, lo hice. Y la buena noticia es que ahora que al fin se encamina a las librerías no siento que sea tarde. Está ocurriendo hoy. Y hoy no es ni tarde ni temprano.

Lo que quiero decir (de lo que me trato de convencer consistentemente en mi prisudo existir) es que el tiempo no importa porque uno siempre está en el tiempo. Uno siempre está en su vida. Y por vida y tiempo, no paramos.

Ejemplos cercanos: mi hermana mayor, as de la enfermería, está descubriendo a sus 46 años que le apasiona el arte. Hacer arte. Y lo está haciendo tan bien que mi casa ya parece galería en muestra permanente. ¿Lo hubiera podido descubrir antes? Quién sabe, y da igual. Está pasando ahora. Mi padre, médico, está alucinando por primera vez, a sus 72 años, con la escritura y sus estados de trance, desplegando una productividad que me tiene perpleja. Orson Welles filmó El Ciudadano Kane a los 24, de acuerdo. Pero Saramago publicó hasta los 50. Mi amigo Rodrigo ha tardado también casi diez años en hacer su película, pero ahora se puede sentar a verla con sus dos hijos. Hay quienes a los 35 ya están deprimidos porque escogieron el oficio, la casa y la mujer, todo mal; y su versión de plenitud consiste en renovar el coche y a veces en ron con tangas. El problema no es con el tiempo. Es con la vida. Y tiempo y vida son lo mismo.

Michael Ende escribió un libro extraordinario titulado “Momo”. Se trata de una niña bastante rara que vive en un anfiteatro y que por avatares diversos termina luchando contra unos “hombres grises”, que son unos verdaderos desgraciados. Resulta que estos hombres grises del diablo nos engañaron. Nos hicieron creer que no tenemos tiempo. Que para todo hay prisa. Que tenemos que apresurarnos a trabajar, a tener dinero, a ser alguien. Que la cola del banco nos va a hacer perder media vida. Que sentarse a leer en el sol con un café es una aberración. A todos nos suena familiar porque todos vivimos bajo ese engaño. Y lo que pasa cuando uno cree que pierde el tiempo o lo perdió, es que deja de jugar. Y eso es como enterrar la existencia.

No se trata tanto de “vivir en el presente” (cosa que considero complicada cuando para empezar lo único de lo que se puede dar cuenta es del pasado y a veces del futuro); no se trata tampoco de ponerse a “hacer cosas” porque esas cosas a lo mejor, hoy por hoy, no tocan. A lo mejor tocan otras. Ya no me gusta pensar tampoco en términos de ciclos que se abren y se cierran y de puentes que se queman y demás conceptos categóricos. Me gusta pensar que todo lo que es y ha sido uno, coexiste con uno, en una serie infinita de puertas entreabiertas y accesibles. Y eso, en resumen: que no hay que tomarse el tiempo (ni la vida) tan en serio. Ya podemos tener todas las riendas sujetas en el puño, que siempre iremos sobre un caballo voluntarioso y además ciego. Al final (y desde el principio) no cabe más que el abandono.

Mentiría si dijera que el destino de este libro no me importa. Me ilusiona y también me aflige. Una cosa cierta sobre los cajones es que pueden ser un lugar muy calientito y reconfortante para tener las historias. Más aún cuando todas las que he sacado a la luz hasta hoy, en su calidad de guiones, han pasado por muchas manos y entre todas esas manos se reparten lo mismo las críticas que los halagos. Éste va solito. Y hay una parte donde imaginarlo manoseado, de charola, de posavasos, en el baño de alguien, sujeto de opinión de personas que se espantan con que se casen los gays o que piensan que lo de Haití fue selección natural y muy probablemente de unas cuantas fans de RBD, me da un poco de pendiente...

Pero aquí viene otra razón por la que no hay que tomarse el tiempo tan a pecho: cada quien tiene el suyo, y siempre es más importante que el de los demás. Lo que ocurre cuando uno profiere alabanzas lo mismo que ataques contra algo (una pintura, un discurso, un libro, un taxista), es que a las pocas horas, si no es que minutos, se encuentra preocupado por la leche que no compró, por los platos que no lavó o por el cuadro magnífico que uno mismo no pintó.

Esta frase la leí hace poco en un libro sobre cómo escribir novelas, justamente, y fue como una revelación con música angelical y juegos pirotécnicos: “A NADIE LE IMPORTA”. Así. Como para tatuárselo en un lugar visible. Si quieres ponerte a escribir (o a componer, o a esculpir, o a lo que sea), tienes que pensar que nadie le importa. Nada que podamos decir es tan importante. Ni para el lector anónimo, ni para la pareja ni para los cuates ni para el patriarca cuyo látigo de exigencia perpetua nos persigue. Y si llega a serlo, ya no es cosa nuestra. Es cosa del otro.

Al final, las historias se narran exclusivamente entre quien las escribe y sus palabras, entre el lienzo y quien sostiene el pincel. Por eso es tan indispensable la soledad para crear. Y es dentro de ese mismo latido silencioso que nos vamos contando nuestra vida. Con mucha gente alrededor, o con poca. Pero siempre con uno. Con todo el tiempo del mundo. Con todo el tiempo del mundo.