viernes, 25 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte Ultima)




Y es que desde el principio de los tiempos, pasando por la Cenicienta hasta llegar a Bridget Jones, el mensaje va más o menos así: no importa cuán autosuficiente puedas ser y cuán contenta puedas estar: si no hay un hombre a tu lado que te valide, que te afirme, no estás completa. Tan-tan. En todo esto hay una cosa latente, no dicha y muy bizarra de ser hallada, “elegida”, que nos complica absurdamente las cosas. Sí, sí, muy espeluznante el panorama.

No quiero que se me entienda mal: yo creo que estar en pareja es maravilloso. A mí me gusta estarlo, y lo estoy por elección. Y creo otra cosa. A los seres humanos no nos gusta estar solos. Más que acompañados, más que satisfechos sexualmente, nos gusta estar en intimidad, en cercanía exclusiva. Por alguna razón hay más hombres buscando pareja en Internet que mujeres. La cosa es que las mujeres lo sufrimos y nos lo tragamos como una exigencia social ADEMÁS de como la carencia existencial que compartimos, de por sí, con el resto de nuestra especie.

Ahora bien, hay algo que he estado implicando a lo largo de todas estos párrafos pero que convendría hacer patente: no conozco una sola mujer soltera que esté enroscada bajo la cama, chasqueando los dientes, sintiéndose miserable, y aventándosele a lo primero que pase. Aquí hay una premisa indudable de decisión. Me parece que esto viene de una vertiente positiva, y de otra más o menos. La positiva es que las mujeres ya no necesitan de los hombres para sustentarse, se proveen a sí mismas, lo que les da un bendito margen para proveerse y administrarse otros goces: sus horas, sus amigos, su quincena, sus rituales mañaneros, sus años más guapos y sus habitaciones propias (bravo Virginia Woolf), en lugar de irse corriendo a pelearse por la sábana, esperar turno para el baño y negociar cada decisión vital, desde la película y la marca de la catsup hasta las reuniones sociales y el dónde vivir. Más aún, creo que las mujeres se la están pensando dos veces antes de entrar en una dinámica donde, además de seguir sustentándose, les va a tocar administrar una casa (probablemente) y atender a unos vástagos (con casi completa seguridad.) Porque esto también hay que admitirlo: todavía estamos bastante movedizos en los temas de “igualdad” para esos efectos.
El problema viene cuando esta elección, tanto en hombres como mujeres, se convierte en una carrera frenética donde las opciones son tantas que da terror quedarse en un lugar. Lo veo día con día entre mi gente, no sólo en temas de pareja, sino de trabajo y de lugar de residencia. En los tiempos globales y ultra capitalistas en que vivimos, la oferta desbordada convierte a la vida en una especie de anaquel de supermercado. Es muy loco, porque yo llevo muchos años haciendo mi súper y todavía me tardo un rato para escoger los cereales y el yogurt. Y me parece que es un poco así de cara a la vida en pareja, siempre con la pregunta zumbando detrás del oído, como sonsonete: ¿y si hubiera algo mejor…? Por otro lado, en tremenda paradoja, nunca como ahora había sido tan difícil establecerse. Nuestros padres se hacían de una casa a la edad en que nosotros difícilmente podíamos rentar un departamento. Hoy en día ahorran los magos, la mayoría vivimos al día. (Por supuesto, pagando las tarjetas con la ropa, las cremas, los discos y las computadoras a plazos que "tenemos" que tener y que en realidad no podemos comprar.) Todo esto nos orilla también a una adolescencia prolongada.
En la primera parte de ésta que ya parece encíclica, Emmanuel comentaba que para como va esta juventud, no le extrañaría que la humanidad se redujera a la mitad, con esta incapacidad para casarse y tener hijos. Yo coincido sólo en parte. En el planeta sigue existiendo una droga inagotable, inexplicable, inasible y atómica, que se llama enamorarse. Esta droga sigue obligando a las personas a hacer cosas muy osadas y muy extremas, como juntarse y reproducirse. Ya lo dijeron dos profetas muy listos: All you need is love. Y esto, sin buscarle significados místicos, sublimes o complejos. El asunto lo veo yo bastante simple: para una especie que es capaz de matarse entre sí por gusto, el amor es, sin más vueltas, el único mecanismo que nos mantiene existiendo sobre la faz de la Tierra.

El que el amor sea para todos y dure para siempre, es algo que parece preocuparnos mucho a las mujeres. (Y a los hombres también, aunque se hagan.) Yo no tengo la menor idea, pero tengo una historieta. Hace muchos, pero muchos años, existió en mi familia una mujer llamada Fernanda. Creo que no era muy guapa y ya se le estaba pasando la edad para casarse. Fernanda tenía un pretendiente y también una hermana de nombre Pilar, que quería ser monja. Como no había dinero para meterla a un convento (por lo visto en esos tiempos salía más caro internar a una hija que casarla), Pilar decidió hacerle caso a un hombre que visitaba la casa familiar. El hombre era nada menos que el pretendiente de su hermana Fernanda. Pilar se casó con él, y cuenta la leyenda que el golpe fue tan duro para Fernanda, que se le fueron las cabras. Estuvo en un hospital psiquiátrico hasta que murió, rondando los sesenta años. Pilar tuvo cuatro hijos y vivió hasta los noventa y tantos, mismos que se pasó rezándole a incontables estampitas, sumida en una amargura permanente. En nuestro vocabulario popular, existe una palabra espantosa donde las haya, y esa palabra es “quedada”. Creo que este término aplica por igual a las dos mujeres que acabo de describir. Las dos se estacionaron en una existencia que no querían; el pánico las paralizó y las arrinconó a un inacabado, a un suspendido, a una cancelación voluntaria de la vida. No se hicieron las preguntas (o no soportaron las respuestas), no buscaron salidas, no pelearon, se traicionaron: se quedaron.
Lo único que es para todos y para siempre en esta vida es la propia vida, y esa se acaba cuando se acaba uno. Ahí está el límite. Yo no sé si hay que casarse, si no hay que casarse, si hay que tener dos hijos o cinco o adoptarlos chinos, si hay que imitar a Simone de Beauvoir y dejar que Sartre viva en su propia casa; si hay que peinarse el mundo, asegurarse una cómoda vejez o tomarse un batido de poligamia con peyote y paracaidismo antes de morirse. Eso cada quien lo sabe. Y de ahí, la lucha más dura es con uno mismo. Con hacerse caso.
Hay muchas maneras de ser soltera, unas más despreocupadas y otras más turbias; unas más resignadas y otras más luminosas, dependiendo de la percha donde se ostente el título. A veces ninguna tiene que ver con un certificado. A la única que no hay que dejar sola nunca, pase lo que pase, es a una misma.

lunes, 21 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte III)

“¡¡¡Que levanten la mano las solteras!!!”, exclamaba el jovial cantante de la Sonora Santanera de Carlos Colorado la noche de este viernes en la fiesta inaugural de un festival de cortometraje en San Miguel de Allende. “A ver, a ver, ¿dónde están? A ver, arriba esas manitas… Qué bonitas, qué bonitas, felicidades”. Es curioso, porque a lo largo de casi dos horas, estos diez o doce tipos que parecían clonados, como en video de Adicted to Love, y que tocaban muy bien, todo sea dicho, no reclamaron a los cineastas, ni a los solteros, ni a las gringas (mayoría aplastante), ni a Tongolele (que ahí estaba.) Las solteras, sin embargo, fueron exhortadas y felicitadas (?) en más de tres ocasiones. Quisiera pensar que todo era en tónica de homenaje. Lo preocupante es que en cada convocatoria, el vocal tenía que añadir un “ándenle, que no les dé pena”, que no me gustaba nada. Será por eso que eran tan pocas las que levantaban la mano. Aunque a lo mejor es nada más porque casi todas eran gringas y no entendían…

¿Qué pasa con esta cosa femenina de tener que casarse? Es posible que mis amigos gachupines se estén descojonando de risa al leer esto. Pero créanme: en México sí es un tema. Tal vez no las señalen con dedo acusador y cuchicheen en los mercados y las barberías a su paso, pero de que hay un resquemor, una fruncida de ceño, un señalamiento velado para las mujeres que no se casan, los hay. Y el peor de todos, no viene de fuera. Está bien incrustado, como pedazo de elote, entre los dientes castañeantes de cada mujer.
Yo tuve la oportunidad de conocer de cerca un ejemplar prototípico. Ella tenía entonces 31 años y era bastante mona, abusada, y estaba obsesionada con dos cosas: con Argentina y con casarse. De una familia muy muégano y muy mocha, era la única hermana soltera y cargaba con un sino mordaz: era socia y encargada de una tienda de vestidos de novia. Como caso extremo que era, seguía guardando “su virtud” para la luna de miel, y frustrando con ello a un galán potencial tras otro. Aún en los ratos que no estaba hablando de casarse, cada uno de sus gestos llevaba impresos la amargura y el candor de quien no puede darse el lujo de perder la esperanza. El poco tiempo que la traté me la pasé tratando de convencerla de que se fuera a Buenos Aires. Dos años después me la encontré en el Moheli y, con prisas, me dijo que sí se había ido, por unos meses. No pude preguntarle más.

Me gustaría lanzar un par de datos curiosos, uno concreto y otro abstracto. El concreto es que en mi círculo de amigos y conocidos cercanos, con más o menos el mismo número de hombres que de mujeres, todos los hombres, excepto dos, se han casado. Todos antes de cumplir los 30. De las mujeres, más de la mitad seguimos solteras. Y todas tenemos más de 30. (Para ahorrarnos problemas asumamos el término “soltera” en su acepción burocrática; es decir, no casada.) El abstracto: las estadísticas muestran que en los sistemas virtuales de búsqueda de pareja, la mayoría de los usuarios son hombres.
Pero dejemos a un lado un rato a los hombres, con permisito, gracias. ¿Qué está pasando con todas estas mujeres? Algo que parece bastante claro es que estamos presenciando un salto generacional. Las encomiendas que antes se palomeaban en los veintes se están traslapando a la siguiente década. De todas las mujeres que conozco que han sido madres o están en vías de serlo, sólo una ha parido antes de los 30, y eso porque se le fue el patín. (Por cierto, la mayoría son madres no casadas, o sin pareja.) El mismo salto está ocurriendo de cara a los casamientos o la unión libre. No sé si resultado de la ciencia y su alargamiento de la vida y la del propio conteo reproductivo, o simplemente de la serie de liberaciones y revoluciones que ha venido experimentando la mujer desde que comenzó a votar, pero tal pareciera que las mujeres nos estamos dando nuestro tiempo.
El problema es que, al menos todavía en México, no lo estamos haciendo sin una buena dosis de angustia a cuestas. Porque entre todas las mujeres solteras que conozco –tal vez sin llegar al extremo de la encargada de la tienda de novias- no hay una sola que viva plenamente tranquila con el tema o a la que le sea indiferente. Y es que las transiciones siempre son dolorosas. Algún día lo platicaba con mi amiga Michelle en las Lupitas: tal vez dentro de diez años todo esto será perfectamente normal y llevadero. Pero en los días que vivimos, lo estamos librando no sin unos cuantos puntapiés y forcejeos. De no ser así, una serie como Sex and the City (ya me estaba tardando en mentarla) no hubiera sido el hitazo que fue. Miles de mujeres alrededor del globo de pronto pudieron exclamar, “¡Oh, esto es posible! ¡No estoy perdida! Se puede tener 30… y 33… espera, ¡no puede ser! ¡¡38!! ¡¡45!! Y no tener la vida sentimental definida ni resuelta y seguir divirtiéndose en el proceso.” Sólo que hay algunos pormenores: misteriosamente, ninguna de las protagonistas de Sex and the city tenía familia, ninguna pesaba más de 55 kilos, ninguna tenía problemas con usar tacones en invierno, y… auch: al final, todas se casan. Todas. (Todas menos la golfa de Samantha, que además se vio bien bruta porque el güero al que dejó, opinión que comparto con mi amiga Claudia, es el único que no es un pelmazo.)

Una de las preguntas más interesantes que me formularon el martes pasado en la entrevista de las “solteras interesantes”, fue qué tanto sentía yo la presión social al respecto. Real, contundente. Me costó trabajo responder. La verdad es que no la siento tanto. Incluso mi madre, que tiene sus ideas muy fijas sobre lo tradicional para muchas cosas, no me presiona. (Pero yo creo que eso es porque todavía fantasea con que Felipe de Borbón se divorcie de Letizia y venga a invitarme unas chivichangas.) Tal vez la reprimenda más fuerte la recibí hace ya unos cuantos años, todavía en mis veintes. Yo estaba viviendo entonces en Barcelona, medio ganándome la vida, medio en pareja, sin demasiadas certezas. Mi hermana mayor, Thaida, en una carta muy amorosa pero muy fuerte, me confrontó por no tenerlas. Le faltó poco para lanzar el categórico “cuándo vas a sentar cabeza”. Primero me enojé, poco después (aunque por razones ajenas a la carta) abandoné esa vida, y luego senté un poco cabeza a mi manera. Es decir, aún sin certezas. Hay contemporáneas que lo tienen más difícil. Supe que otra de las entrevistadas para el artículo contó que su abuelo, en su lecho de muerte, le suplicó que se casara. Y es que las mexicanas lo tenemos especialmente complicado por el doble discurso matriarcal y machista en el que todavía se mueve este país. Dejando a un lado por un momento el tema de casarse, he visto amigas mías, letradas, listas y autosuficientes, francamente agobiadas por haberse ido a la cama en una primera cita, paranoicas por el letrero de golfa que el susodicho y el mundo entero pudieran colocarles. La formación religiosa tampoco ayuda ni tantito en estos menesteres, pero ese es un tema en el que ahora mismo no quiero indagar. Pensando que sea cierto y que hoy por hoy una de 35 en México todavía medio se salve, una de 42 sigue siendo la “quedada”, contrapunteada con el “soltero interesante”. ¿Por qué? El primer indicio es el asunto biológico. Un hombre no tiene prisa, una mujer, sí. Una mujer tiene una función que cumplir: tiene que reproducirse. Al saltarse esa función, la sociedad se la cobra. Pero de ser esa la razón, los 4.5 millones de madres solteras que hay en este país estarían coronadas de laureles y, al menos las que yo conozco, están lejos de haberse librado de la presión de vivir en pareja.

La mujer soltera no cabe en ninguna minoría. Al contrario que un negro, un latino, un queer o un fan de Vanilla Ice, no tiene nada de qué enorgullecerse; no tiene un nicho en el cual resguardarse y donde sacar la garra y componer canciones depresivas y hacer desfiles con tangas de conejo. Pero hay esperanza. En este mundo desquiciado, neurótico, asfixiado de basura y salvaje con botoncitos en que vivimos, una de las pocas cosas salvables es que vamos avanzando en apertura y en tolerancia. Al menos la mujer ya vale por sí misma, y no por una dote que dictamine su destino. Si las solteras lograran ir con la cabeza en alto, con suerte conformarían una orgullosa minoría que un día organizaría marchas orgiásticas donde los vestidos blancos se inmolarían en gigantescas hogueras de ramos chamuscados, todas bailando con ligueros en la cabeza al son de la Víbora de la mar. Pero esa, me temo, es una fantasía tan lejana como la deportación masiva de todos los gringos de San Miguel de Allende.

(Continuará... y finiquitará.)