jueves, 30 de abril de 2009

Buscando el Contagio (Parte II)

Estoy comenzando a enojarme. Mucho.

Lo bueno es que casi en la misma proporción me río. Cuando me inscribí a Facebook, jamás pensé que se convertiría en mi contacto más fidedigno con la cordura y la sana ironía que tanta falta hacen en estos tiempos.
Enuncio algunas de mis frases favoritas de los últimos días:

Apuercolipsis now.

¡Vamos a ponernos hasta el MOCO, marica!

Cría puercos y te sacarán los mocos.

Vengan a mi casa. Sólo necesitamos una enfermera y un bar tender.

The wine flu.

De coger, ni hablamos.

En Dublín estoy diciendo que soy hondureño.

¡Levante la mano el que esté vivo!

Alarma zombi en grado 2: Alejarse de lugares públicos y/o abiertos, evitar caminatas por el drenaje, mantener puertas y ventanas con seguro, proveerse de alimento así como de katanas, bates, motosierras, escopetas, machetes, cascos de americano y cualquier otro tradicional artículo de supervivencia. Fuera.

La Jornada: "Distribuirán gel desinfectante en siete estaciones del Metro, gel modelador en el Suburbano, y mousse en el Metrobousse".

Después del temblor de 5.9 grados del lunes:
¿Qué le dijo México a la influenza? “Mira cómo tiemblo”.

Este chiste fue especialmente refrescante porque surgió después de una larga época de oscurantismo en donde en México ya no se hacían chistes de nada.

Ahora, con su permiso, lo que me enoja.

Me enoja que México SÍ está temblando. Está crepitando los dientes y los huesos cuando a lo mejor sólo tendría que estar lavándose las manos y tomando vitamina C. Riéndose de su “desgracia” cuando la única desgracia que estamos experimentando en estos días es que nos traten como idiotas.

Me enrabia profundamente que hayan cerrado los cafés. Ayer cuando el Jarocho de mi esquina, el último asomo de normalidad de la cuadra, metió sus sillas verdes y se puso a expender su café –que la verdad no vale gran cosa sin las sillas verdes tendidas al sol- pensé, por primera vez en ocho días, ahora sí nos cargó el diablo.

Me enoja que hemos tendido unos días espléndidos, sin lluvia, y ver las calles vacías. Yo les digo a esas madres desesperadas que ya no saben si hacer pasteles, ver Shreck por duodécima vez o cometer infanticidio: salgan por Dios. Vayan al parque, a las plazas. Hagan picnics. Si este bicho flotara por el aire, ya estaríamos todos muertos. Y además ahora el ambiente está bastante menos contaminado que de costumbre con la merma en el tráfico, la actividad comercial y el éxodo masivo de los paranoides pudientes. Si les tranquiliza, lleven jabón líquido. (Si no encuentran en el súper, ya lo venden afuera del metro).

Llámenme vanidosa, pero me pone de muy mal humor la imagen que se está promoviendo de estas tierras hacia el exterior. Que la escena que transmitan tres veces seguidas en el noticiero prime time de Televisión Española sea una marabunta afuera de la iglesia de San Judas Tadeo, poniéndole su tapabocas al santito. Pero tal vez no me enrabiaría tantísimo si no se estuvieran clausurando vuelos a México, poniendo turistas en cuarentena, y ciertos amigos foráneos estuvieran pensando en cancelar sus visitas por el riesgo a ser encerrados con bozal a su regreso.

Me revienta, en general, la oleada de paranoia y de desconfianza que se ha gestado y que flota no sólo fuera, sino entre nosotros mismos. Este fin de semana, por ejemplo, a una amiga se le pidió abstenerse de asistir a una casa en las afueras donde estaba invitada, porque su hija pequeña había estado enferma del estómago y tuvo que ir al médico (¡Jesús mil veces, vade retro, Patasdecabra! ) y en dicha casa habría otros niños. No critico a la madre sobreprotectora. Pero los que contaminan amistades, rebátanme si exagero, esos sí que son virus feos.

Sigo resistiéndome a poner la televisión y la radio, pero hoy que fui por el café (a comprarlo, nada más) no tuve modo de escabullirme de un periódico Milenio que me llamaba diabólicamente desde la barra. Pude morir de la impresión. Todas las páginas, absolutamente TODAS, de principio a fin, hablaban de la misma cosa. Y se ve que les faltó con qué rellenar, porque incluían una página completa con dibujitos explicando cómo fabricar… ¡¡tapabocas caseros!!! (¿Por qué el tapabocas? Me perplejiza. Por estos días me parece bastante más probable que un mesero desempleado te asalte a que alguien te estornude o te escupa en la cara…) Y al final me pregunto, ¿dónde quedaron nuestros descabezados y nuestros ineptos diputados? ¿Dónde están nuestros robos y nuestros secuestros? No sé ustedes, pero yo empiezo a echarlos de menos.

Lo que resulta más curioso de todo es la capacidad apabullante que tiene el escándalo para opacar la información. Ya lo ha venido diciendo el Influenzo, nuestro gallardo y carismático Secretario de Salud: el medicamento funciona y hay suficiente, los que han fallecido con toda seguridad de este virus, no llegan a 20 y estaban chuecos de otras cosas. No me alcanza la cabeza para comprender por qué de repente todos estamos tan absolutamente apanicados de que nos de una gripe. Pero está difícil reaccionar cuando tenemos un presidente capaz de decretar en primera plana nacional: “Quédese en su casa”. No sé si me da más coraje él por creer que rige un país donde la gente no sabe, literalmente, limpiarse los mocos, o nosotros por creer en el fondo la misma cosa.
Lo cierto es que todo esto tiene un punto tragicómico. La cancelación de los eventos religiosos me ha seguido arrancando más de una risa últimamente. Alguien me contaba ayer del caso de un señor al que no pudieron hacerle su novenario post-mortem y la familia estaba preocupadísima por la salvación de su alma.

Pero quizás lo que más coraje me da de todo esto, es estar de malas. Porque algo que sí se pega fácil por estos días, es el mal rollo. Así que terminaré haciendo un esfuerzo por enlistar las consecuencias positivas de este fenómeno.

1. Vivir para contarlo.
2. Vivirlo en estos tiempos. El Internet tendrá sus riesgos desinformativos y sus mil contenidos tarugos. Pero entre un chiste y un "¿qué tipo de inodoro eres?", uno va encontrando opiniones valiosas y ventanas para intercambiar algo más que lo que los medios te obligan a tragar. ¡Destapémonos la boca!
2. Tema de conversación interminable. Remedio para los tímidos, solución para las sobremesas familiares tensas. Garantía de charla espontánea y promesa de nuevos amigos. (Además, gracias al tapabocas, podrás leer en sus ojos sus verdaderas intenciones).
3. Tiendas vacías y con descuentos.
4. Veinte minutos todo Periférico y Circuito, sur a norte. 2 de la tarde. En martes. ¡A manejar!
5. TIEMPO LIBRE. ¿Quién dijo que la tele y el Blockbuster son la única opción? ¡Ponte a guardar esos papeles de Hacienda que hace tanto te mueres por ordenar!
6. ¿Quién necesita los teatros, los cines y los restaurantes? ¿Por qué no preparar juntos un champurrado, jugar Turista y ver una película de Libertad Lamarque mientras los niños juegan en el limonero? ¡Viva la familia!

Por último, un link IMPERDIBLE para los tiempos que corren. Los de South Park ya sabían que los cholos de alguna parte seríamos los causantes de la pandemia que acabaría con el mundo...

http://www.xepisodes.com/search/results.php?q=pandemic&t=1

Mientras nos sigamos riendo, nada puede estar tan mal.

domingo, 26 de abril de 2009

Buscando el contagio

Desde hace dos días he venido librando una suerte de resistencia pasiva. No pongo la tele, no escucho la radio, me niego a buscar en Internet más información que la que me proveen mis Personas Cercanas y sus Médicos de Confianza a través de sus prudentes correos. Y es que con la epidemia ésta me pasa lo mismo que con las películas de terror. No puedo verlas porque me sugestiono. El viernes bastaron cinco minutos del noticiero de López Dóriga para que al primer estornudo estuviera yo absolutamente segura que el virus de los porcinos mutantes me había poseído. Al día siguiente (ayer), me espanté las paranoias deambulando buena parte de la tarde en un centro comercial (sin tapabocas) y luego comprando plantas y decorando macetas para la casa.

Hacía muchísimos años que en este país no ocurría algo así. Tal vez desde el terremoto de 1985, en México no había sucedido algo decididamente masivo, categóricamente compartido. Algo que a todos por igual alarmase, movilizase y/o encerrase. Algo que durante todo el día y en todas partes se hablara, y que marcara tan claras divisiones en la población: los que usan el coche y los que viajan en transporte público; los que van a la escuela y los que no van; los que salen a la calle y los que no salen; los que abrieron sus comercios y los que bajaron las cortinas; los que llevan tapabocas y los que no; los que fueron a la farmacia y los que pidieron la vitamina C por teléfono, los que tienen escurrimientos, tos y fiebre y los que no tienen. Pero lo más sorprendente de todo es la diversidad de miradas en torno al mismo fenómeno.

Las redes sociales, por ejemplo, operan como una especie de cocido balsámico trivializándolo todo con chistes, ocurrencias y frases como la siguiente: “no me voy a morir de influenza, me voy a morir de claustrofobia”.
Hay otros que se ponen declaradamente catastróficos. Anoche mi amiga Karina procedió a darme el resumen de las noticias que tanto me había esmerado en no ver, por teléfono. Que si los partidos de fútbol y las funciones de teatro, canceladas; que si los cines cerrados, que si tres nuevos casos de infección en Estados Unidos, que si los muertos, que si los vivos, que si miembros del ejército buscando gente que escurra mocos en el aeropuerto. Con todo esto a mí ya me estaba temblando el párpado derecho, pero cuando la escuché afirmar que pensaba ir al supermercado para abastecerse de leche en polvo, agua, conservas y compresas para tres meses, amenacé con colgarle el teléfono. Entonces Karina hizo una confesión. Dijo que además de sus tendencias apocalípticas, a ella todo esto le provocaba una extraña adrenalina. Como si se le activara un mecanismo natural y milenario de alerta. Luego se puso a decir que visto fríamente, seguimos a merced de la naturaleza y sus caprichos selectivos. Que esto siempre ha sido una guerra. Que nada nos garantiza que un virus extraño no pueda venir a arrasar con todo de un día para el otro. “¿Qué pasa si lo siguiente que se suspende en México son las labores?”, sugirió, como relamiéndose los bigotes de cromagnon, “eso significaría el colapso del sistema económico...” Y no dijo que también significaría el principio del fin del mundo como lo conocemos porque en ese instante amenacé con colgarle el teléfono por segunda vez.

Hay quienes se lo toman con prudencia. Como mi hermana Dunia, quien desdeña la postura amarillista de los medios y comprende y acata con mucha tranquilidad las medidas de contingencia y prevención, como cosa necesaria y pasajera.

Lo cierto es que, se mire desde donde se mire, todo esto es una mentada de madre. A lo mejor no para muchos niños y universitarios que hasta el 6 de mayo se encuentran oficialmente de vacaciones. Pero sí para quienes todo esto es un recordatorio, como una bofetada, de nuestra palmaria fragilidad. Y no hablo en el sentido corporal y somático. Hablo de la manera en que de repente puede echarse de menos la cotidianidad. No es extraño que la gente se ponga a teclear desaforadamente haciendo chistes sobre el Fin de los Tiempos Originado en México (¡al fin los primeros en algo!) y la “influencia” de Jack Bauer que al final nos salvará. Y es que es demasiado sórdido sentarse a pensar que los despertadores, los congestionamientos viales, las horas muertas en la chamba, las odiosas idas al banco, todos los actos rutinarios, las pequeñas cosas que damos por sentado, están en realidad completamente fuera de nuestras manos. Como cuando uno choca o se vacía el café encima del teclado, lo mismo. La sensación es que la vida puede trastocarse en cualquier momento. Sólo que esta vez, en coro nacional.

Muchas medidas preventivas se han enunciado para esta turbulencia sanitaria, pero ninguna para mitigar la angustia que la acompaña. Yo he encontrado que, además de huir de la cobertura mediática, me viene bien aferrarme a cualquier asomo de rutina que perciba a mi alrededor. La esquina donde vivo es sumamente terapéutica porque hay un permanente olor a café, tránsito de coches, música callejera, voces y risas: contactos con la liviandad, con el orden cotidiano de las cosas. La otra medida de contingencia es, claro está, tomárselo con humor… Antes de cancelarse por el día de hoy todas las misas en el Distrito Federal (con absolución para faltar a la Sagrada Eucaristía), las instrucciones eran las siguientes: asista a la iglesia con tapabocas, reciba la comunión en las manos, y NO SE DE EL SALUDO DE PAZ.

Hermanos, hagamos caso al mandato del Señor. Tirémonos los besitos, estornudemos pa dentro, y contagiémonos mientras tanto de toda la levedad de la que seamos capaces, hasta que la paz nos vuelva a encontrar.