domingo, 17 de mayo de 2009

Añoranza viral

No sé ustedes, pero yo comienzo a echar de menos los días de la influenza humana.

El jueves pasado, cuando se reanudaron las clases de nivel medio y superior, un joven locutor de radio universitario medio tontín, se esforzó en vano para hacer una reflexión sobre lo que aquellos días de alarma sanitaria nos habían legado. Tras cantinflear como tres minutos balbuceando sobre la vitamina C y los hábitos de higiene, acabó diciendo que no debíamos olvidar que una vez más los mexicanos habíamos demostrado ser un país unido. Y yo pensé, ¿unido como en qué? ¿En el tema de conversación? ¿En lo mal informados? ¿En lo igualmente feos que se veían los tapabocas? ¿En lo “discriminados”? No es que a mí me guste que le hagan el feo a mis paisanos, pero si a discriminados vamos, antier escuché en las noticias que tan sólo en este mes se escabecharon a cuatro homosexuales en estas mismas tierras. A mi modo de ver, si este país brilló por algo fue por sus diferencias. Algunas obvias, como el acceso a la atención sanitaria, y otras tan complejas como el abanico de reacciones y vivencias que este bicho trajo consigo.

No puedo hablar del resto del país, pero vivo en la ciudad de México desde las eras en que los radiocasettes portátiles eran modernos y los vochos eran mayoría en el parque vehicular, y jamás había visto cosa tan fantasmagórica como este valle maldito durante el puente del primero de mayo. Ese viernes a las 6 de la tarde, mi amiga Shanna y yo salimos a comprar un café y éramos las únicas transeúntes (sin exageración) caminando por la banqueta de Presidente Mazaryk, una de las calles más concurridas y ajetreadas del Distrito Federal. La circulación era de algo así como tres vehículos por minuto, y junto a la fuente de una desolada placita comercial donde nos sentamos, los empleados de una cafetería vacía (con servicio para llevar), se habían puesto el tapabocas de gorrito y bailaban con la música a todo volumen entre las mesas.

La raíz del fenómeno desértico es debatible. Aparte del hecho de que un virus de la gripe haya tenido a bien mutar y volverse feo y contagioso al interior de nuestras líneas fronterizas y no otras (a reserva de lo que opinen algunos escépticos, nacionalistas y amantes de las novelas de intriga política y de ciencia ficción), el resto es un champurrado donde los medios, los organismos internacionales, los médicos, los políticos, sus mujeres, sus brujos particulares y el poder en todas sus formas, representaron una versión entre las muchas posibles que, con una sola variante, pudo llegar a tener este libreto. Lo interesante es cómo nos esmeramos en representarlo todos los demás.

Todos sabíamos que esto no era tan grave. Lo supimos al tercer día, si no es que antes. Los brotes de terror y de paranoia, creo que en esto estamos casi todos de acuerdo, fueron más producto de la escandalosa cobertura mediática que de los números en sí mismos, y duraron poco. Esto jamás se asemejó, ni remotamente, a una verdadera epidemia, de esas en donde te encontrabas al vecino en la calle y la conversación era "¿Y tu prima?", "Ya se murió", "Ah, qué mal, en mi casa hay tres en cama". "Bueno, los estará atendiendo tu suegra". "No, a ella la enterramos antier". Y ahí sí, todos a cal y canto, rezando y no viendo las 46 temporadas de Friends. Pero quizá la prueba más fehaciente de la laxitud de todo este teatro haya sido la forma en que salimos a las calles como arañas liberadas en un frasco apenas nos dieron luz amarilla. ¿Por qué jugamos el juego entonces? Tal vez no quisimos perdernos la inusitada oportunidad de participar, con el papel que fuera, en la escena nacional. O tal vez es que en el fondo necesitábamos desesperadamente unas vacaciones.

Por la razón que haya sido, es fascinante pensar qué estuvieron haciendo treinta millones de personas (y muchas más) durante quince días de alarma nacional. Mi caso es aburrido. Saldé trámites burocráticos, me comí un gusano de maguey, me tapé dos muelas. Pero hay historias curiosas. Un conocido me contó que iba en el coche con su mujer y su niña cuando escucharon la noticia de la Fase 5 en el radio. Sin parar por su casa se enfilaron a Cuernavaca y llegaron a las Estacas, donde compraron trajes de baño y un suéter para la niña, que no llevaba. Ahí se estacionaron tres días. Otro me habló de un amigo que llevaba diez años trabajando en producción a ritmo frenético y sin un descanso, y durante aquellos días no sabía qué hacer consigo ni dónde meterse. ¿Cuántos casos habrá como ese? También supe de una familia que tuvo que despedir a la pareja que hacía diez años cuidaba su casa de campo, porque al llegar ahí de improviso para entretener al virus, se encontraron la casa vacía y los platos sucios desde que habían estado en semana santa. Luego están las historias de encierro. Dos amigos muy cercanos tuvieron la mala suerte de que sus respectivas hijas pequeñas se resfriaran por esos días. En lo que averiguas si se trata o no del bicho A H1N1 12XM46-007 o un pinche catrro (como acabó siendo en estos casos), se te escurre el alma. Al cabo de una semana bajándole la fiebre a su niña y después a ella misma, mi amiga acabó sufriendo una crisis de nervios con siete horas de llanto imparable. ¿Cuántos matrimonios se habrán reconciliado en esos días? ¿Cuántos se habrán disuelto? ¿Cuántas personas acostumbradas a los centros comerciales habrán descubierto los espacios públicos? ¿Cuántos niños habrán hallado una perversión o una vocación? ¿Cuántos adolescentes no habrán tenido su primera vez en algo? Dramaturgos, narradores, cineastas, tenemos que encontrar esas historias y hacer algo con ellas.

¿Qué nos queda ahora? Que si Fidel Castro dijo, que si Calderón contestó. Que si en Estados Unidos hay más casos de infección pero Obama no cerró las escuelas y por eso no le clausuraron ningún vuelo ni ningún contrato. Que si acá fue necesario que cundiera el pánico porque no tenemos ni recursos ni educación y a veces ni agua. Que si fue un montaje para tapar no sé qué, que si el producto interno bruto bajó no sé cuánto, que se vienen las elecciones de julio. El puro chisme de lavadero, el vituperio, la política. Los reflectores han vuelto a su centro habitual. Parece que la paz y la normalidad sólo son bonitas cuando se echan de menos.

Los ciudadanos y actores recién desempleados, por nuestra parte, ya lo he dicho: en cuanto nos dieron permiso aventamos el tapabocas y plagamos como masa de gremlins los comercios, las aceras y los restaurantes. Nos zambullimos vestidos en nuestra vida monótona, previsible, deprimida, llena de aventuras y riesgos, fantástica y emocionante, como dijo el señor Monsiváis. Con algunas sutiles diferencias. Temporalmente, los taxistas y conductores de transportes públicos llevan tapabocas y guantes (con variedades que van desde el guante de escolta y el invernal pasando por el de cocina). Los estudiantes y los oficinistas nunca tuvieron mejor pretexto para faltar a sus recintos, en cuyas puertas y pasillos hay frascos con gel desinfectante. Algunos se quedaron medio pobres, otros nos hicimos más ricos ahorrando a punta de entretenimiento casero. Por último, dicen que algunos señores van a comenzar a lavar sus corbatas y que en las misas ahora se dice así: Hermanos, démonos higiénicamente el saludo de paz.

Mientras, en la dilusión flasamente "progresiva" de este asunto, cada cinco minutos saltan anuncios para reconvenirnos, como si fuéramos niños chiquitos, “no se confíen, no bajen la guardia”, seguidos de todas las indicaciones de lávese la mano y huélase el sobaco, tres pasos a la derecha y no le escupa al vecino. Y es que otra cosa patética es que en el fondo los mexicanos nos conocemos bien. Igual que se dedujo en su momento que un susto era pertinente (no digo que oportuno ni acertado), todos sabemos que tenemos una tendencia pendular hacia la obediencia ciega y el valemadrismo visceral, sin términos medios. Esto es en parte lo que nos hunde, y a veces lo que nos saca a flote.

Como sea, a mí lo que más tristeza me da es que se acabó la diversión en Facebook. Se acabó la emoción de la desgracia compartida, la algarabía de la incertidumbre, la confusión, la indignación, la manía, el susto y la rebeldía simultáneas. Tal vez después de todo aquel locutor juvenil no estaba tan errado. Son raras las oportunidades en la vida en que tantos tenemos algo que compartir.

Para terminar, una última recomendación: ahora sí que hay que cuidarse los aparatos respiratorios. En esta ciudad donde lleva rato lloviéndonos sobre mojado, finalmente se ha puesto a llover.