Los veintes nunca caen cuando se les llama, caen cuando tienen que caer. Más adelante, como jefe de animadores, solía poner mucho este ejemplo: en aquella colonia turbulenta y afónica del basurero, había un animador de experiencia, Manolo Ávila. En la actividad del club, donde supuestamente tienes que ir con tu equipo a buscar una “guarida” y decorarla, y hacer un banderín y una porra, el equipo de Manolo se dedicó a empujar un tronco que se encontraron. Las dos horas que duró la actividad, eso hicieron: empujar un tronco. Es muy probable que mientras esto ocurría, yo trataba de arrear a mis propios niños en vano para que hiciéramos la porra y fabricáramos el susodicho banderín. Manolo y sus niños se divirtieron como enanos. Los míos, no sé. Yo, seguramente no. Lo que aprendí en Colonias es que ahí, si hay un barco al que hay que treparse, es al de los niños. Son ellos quienes trazan la ruta y la dirección del viento; hay que entrar en su viaje, no imponerles el tuyo. Finalmente, son ellos quienes todavía saben jugar. Lo único que uno puede hacer, apertrechado con todas las técnicas y la estructura y la teoría, es esperar que puedan recordarte cómo se hace.
El término teatral play se refiere justamente a eso: para escribir una obra, para interpretarla, tienes que jugar. Tienes que creerte lo que está pasando como cuando eras niño y te creías, a pies juntillas, que un papel recortado pegado en un popote era una varita mágica, que un tronco era una muralla, que debajo de una cobija estabas en un barco. Cuando tenía dieciséis y diecisiete años estaba tratando, con desesperación, de insertarme en un mundo llamado adultez. Fantaseaba mucho, pero jugaba poco. El parteaguas vino cuando empecé a escribir ficción. Cuando escribes ficción se da un fenómeno indescriptible de juego, de traslado automático a una realidad alterna que realmente ves, escuchas y percibes. No sólo describes la cafetería, el bosque, la calle: estás ahí, viendo la acción, oyendo hablar a los personajes. Y los personajes existen. De verdad. No es algo figurativo, ni metafórico. Es absolutamente cierto. En la última entrega de Harry Potter, Dumbledore le habla a Harry en el limbo de la muerte y le dice dos cosas que me pusieron la piel de gallina: “El que algo esté en tu mente no significa que no sea real”, y “la magia de las palabras es la más poderosa; con una palabra puedes crear mundos maravillosos o destruirlos”. Que me perdonen el actor, el director, el productor, y todos esos quehaceres admirables y titánicos: no hay nada como escribir. Nadie tiene la versión más completa, más profunda y más certera de una historia como quien la concibe y la traduce en palabras. Y lo más bonito de todo es eso: que se trata, simple y llanamente, de jugar. No sé si Colonias me ayudó a escribir o si la escritura me ayudó a jugar. Lo único que sé es que me volví mejor animadora, y mejor escritora, cuando se dio la magia de poder integrarlas.
La travesía de la teleserie que acabo de terminar me recordó mucho a Colonias. Había estado en muchos otros equipos de trabajo creativo pero casi siempre con amigos y conocidos, no con la sorpresa de qué “niños” que me irían a tocar, y nunca jugando tanto…
Hace unos días, terminado este maratón de ficción, snorquelée por primera vez. Suelo llegar tarde a las cosas, pero esto fue un límite rayando en lo grave. Lo hice en Mahahual, Quintana Roo; una población pequeñita que vive de los cruceros caribeños que ahí encallan. Tiene un extenso arrecife de coral donde rompen las olas, con lo cual son algo así como cien metros de agua clara de azules turquesas y límpidos hasta llegar a la orilla. Luego arena, luego un malecón. Por ahí un letrero reza en inglés: “Mahahual: a Little driking town with a diving problem”. En uno de estos changarros nos prestaron el equipo y una lancha. Mis antecedentes con el snorkel habían sido incipientes y penosos. Recuerdo que una vez fui con amigos a varios lugares de la ruta maya, y paramos en Cozumel, expresamente para snorquelear. Era 31 de diciembre y yo lo que quería era escribir en mi diario las reflexiones del año, no ver pececitos. En cuanto me quedé sola se puso a llover, la pluma se escurrió y yo terminé el año rumiando de frustración debajo de un techito. Otra vez en San Agustinillo no alcancé snorkel, así que me pasaron una máscara y un chaleco salvavidas y con eso estuve viendo corales y cosas, tomada de la mano del lanchero “biólogo marino” que nos acompañaba. Me sentí como niña del Teletón. En resumen, llegué a mis 35 tacos de edad convencida de que la exploración marina no era lo mío. No sé cómo decirlo… me gusta mucho el mar. Muchísimo. Pero en un plan más contemplativo. Eso de ponte la máscara y respira por el tubo y cálzate las aletas me daba como mucho pendiente (aunque hay niños de seis años que lo hacen). Pero la realidad es que lo único que necesitaba, como casi siempre en la vida, es alguien que te lleve, que te guíe y que te dé confianza para hacerlo. Que te suba al barco, pues. (En este caso, a la lancha). Andrés primero me dio las indicaciones básicas en el agüita hasta la cintura: cómo echarle baba a la máscara para que no se te empañe, cómo echar aire por la nariz para quitar el agua, etcétera. Después nos trepamos a la lancha y nos hicimos a la mar. No voy a decir que fue maravilloso. A los dos minutos de estar en el agua me dio un calambre en el pie, y eso de nadar contra corriente no me resultó nada placentero. De pronto no quería hacer otra cosa más que subirme de vuelta a la lancha, de preferencia de regreso a Tulúm, nuestra primera parada, a flotar boca arriba, meciéndome en el océano transparente sin empacho. Pero ocurrió algo muy curioso. En los momentos de peor desesperación, cuando por más que me “sonaba” no se salía el agua y sentía los olones golpeando sin piedad, el impulso era sacar la cabeza y mirar para afuera: hacia el lugar conocido y “seguro” que me era familiar. Descubrí que hacer eso era peor: afuera el agua arremetía con más fuerza, y yo me sentía desamparada en medio de esa inmensidad azul, picadísima y amenazante. En cambio, apenas metía la cabeza de vuelta en el agua y comenzaba a respirar por la boca, el escenario era el opuesto: todo ahí abajo era calma, serenidad y bichos nadando y meciéndose sin prisa. Fue un parteaguas. Igual que el arrecife que divide el mar en Mahahual. Como el psicoanálisis: da miedo meter la cabeza hacia dentro pero es ahí donde se encuentra la verdadera paz. Hacia afuera está lo conocido, sí; pero muchas veces agitado, turbio y confuso. Ver hacia adentro da miedo, pero vale la pena. También pensé en mi primera colonia y en esos llantos en la azotea. Por estar preocupada por la visión del exterior, olvidé que los recursos para disfrutar de esa experiencia no estaban en un manual, venían de adentro. Venían de la única capacidad que he sabido cierta y coyuntural desde que tengo uso de razón: imaginar cosas y creérmelas.
Mis abuelos fueron unos auténticos tripulantes de barco. Se subieron a uno dejando familias, amigos y referencias para cruzar el océano cuando no había más que papel y sellos con meses de distancia para comunicarse; ellos sí, sin saber qué diablos se encontrarían del otro lado. Si volverían. Yo no soy tan aventurera, pero creo que siempre lo he intuido: hay que subirse. Hay que irse trepando. Con necedad. Lo peor que puede pasar es lo peor que puede pasar. Y eso ni siquiera sabemos qué tan malo es.