sábado, 2 de agosto de 2008

Hablemos de otra cosa


Son las 8:30 de la mañana de un lunes, estoy en el Jarocho frente a mi casa, y me dispongo a exponer las razones por las cuales pienso que la Ley Antitabaco, implementada en esta ciudad desde abril de este año, es un flagrante ejercicio de atole con el dedo y una ofensa para todos quienes padecemos de tabaquismo. Todo esto, sin reclamar la devolución de mi mesa de interior. A ver si lo logro.

El Jarocho es de los pocos lugares que quedan en este cuadrante del barrio donde se puede fumar. Ni siquiera el local de junto lo permite ya en sus mesas de la calle. La prohibición de fumar en espacios cerrados ha coartado una de mis prácticas cotidianas más gratas: salirme con mi computadora a trabajar. Solía hacerlo en la barra del Mundo del Café, pero ahora sólo quedan las banquitas de afuera y ahí no hay dónde recargarse. Cierto que quedan el Moheli, el Parnaso y alguna otra terraza de “sentarse”. Pero esas son una lata: hay que esperar a un mesero, decirle “no gracias, nada más un café”, cuando te traen la carta y otra vez “no gracias” cuando te quieren acomodar los cubiertos y ofrecerte “algún postrecito” (la esquina de los Milagros te despide directamente si no te lo comes.) Las otras opciones ya implican subirse al coche, y si vivir en este barrio tiene algún chiste, ese es, creo yo, poder caminar a sus cafecitos. Por lo demás, yo en un Starbucks no me paro salvo en casos de extrema necesidad.

El otro día veía con cierta nostalgia a Jean Paul Belmondo encendiéndose uno con la colilla del otro en Breathless. Días después, me eché The Hunger de Tony Scott, donde Catherine Deneuve chupa sangre y se fleta monogamias de 300 años envuelta en humo sofisticado. En las películas de ahora ya nadie fuma. Sólo lo hacen los personajes indeseables, perturbados o en conflicto con la autoridad. Mi familia fue una de fumadores empedernidos y todos lo han ido dejando. Sólo quedamos dos parias: mi cuñado Alfredo y yo. Sé que no debería, pero echo de menos las comidas familiares y las navidades de mi infancia, cuando correteaba alrededor de una mesa repleta de comida, de vino, de tabaco y de las voces dulces de mis tíos. Y digo que no debería echarlo de menos porque por más ideas románticas que pudiera yo atribuirle a la planta dorada, empezando por la nostalgia de un pasado ancestral donde el auténtico American blend se usaba para curar, para fertilizar, para bendecir y para hermanar pueblos, pasando por el recuerdo sí vivido de infinidad de momentos gratos, y recordando aquella letra de Fito Paez que rezaba "hay cosas que te ayudan a vivir", lo cierto es que el cigarro es una porquería. Lo sé yo y lo saben todos los fumadores, salvo los que aún tengan por costumbre liar pasto en alguna montaña perdida en el Estrecho de Malaca. Aquí ya no juega la ignorancia. Entre fumadores que hablan de fumar no se habla de la combinación de tal marca de rubios con tal cognac: se habla de dejarlo. Todo el mundo sabe que atrofia la circulación, que echa a perder la piel, los huesos y los dientes; que da cáncer en todas partes, que fulmina la energía, que apesta, que contamina, que mata y no pone. Todos sabemos que, muy probablemente, nos vamos a morir de esto. Dos de cada cinco, en promedio. Y para colmo, cuesta dinero. Tanto como para hacer un buen viaje al año. Entonces, llega la pregunta de los 64 mil: ¿Somos los fumadores una bola de idiotas? ¿Conformamos una cofradía kamikaze con un código de “muerte a los pasivos”? ¿Estamos declaradamente locos? Yo creo que no. Creo que ser fumador no es una cuestión de locura, ni de necedad y mucho menos de estupidez, aunque esto parece difícil de entender para unos cuantos.

Yo soy una fumadora a toda regla. De los que no se quedan sin un paquete de tabaco, de los que nunca tienen “uno por ahí”, perdido en casa; de los que prenden uno en cuanto salen del cine y se bajan de un avión y, de unos meses a la fecha, se salen de los bares y los restaurantes. De los que prefieren suprimir el café si están en un lugar donde no se fuma. De los que no los cuentan. Como buena fumadora, me caen gordos los turistas. Los que te roban “un cigarrito” y nunca traen encendedor; los que “sólo fuman cuando salen”, los que pueden pasarse un día completo sin fumar si tienen mucho catarro o mucha resaca, los que endiosan el cigarro de después de comer y nunca mencionan el de antes de dormir. También soy una fumadora considerada, creo. Si estoy en una casa ajena, busco abrir ventanas. Siempre recojo mis colillas, prendo inciensos y velas, y desvío el curso del humo con incomodidad si se cruza por ahí una embarazada o un niño pequeño. Nada de esto tendría por qué enorgullecerme, pero todo hay que decirlo. Por supuesto, soy de los fumadores culposos, de los torturados, de los que sienten un piquete en el costado y de inmediato se imaginan todos los cánceres y horrores posibles. Y hablando de dejar, soy de los fracasados que una y otra vez lo han intentado.

Pero no es por ser una fumadora empedernida (para mal y para mal) que abomino la ley antitabaco. Por más que me pudra no poder salirme caminando a trabajar con un café ni hacer una sobremesa tranquila. Lo fumador no quita lo sensato, y puedo comprender que para alguien que no fuma, debe ser muy desagradable que le estén echando humo encima a sus enchiladas. Y lo comprendo por pura empatía: incluso a mí me molesta. También comprendo que, además de molesto, el humo del cigarro es harto nocivo, y que nadie que no fume tiene por qué enfermarse ni morirse de gratis (aunque este argumento de que se enferma más el que lo respira que el que lo fuma, me brinca desde la lógica elemental de que quien lo fuma también lo huele, pero en fin.) No estoy pidiendo que suceda lo que en España y triunfen los miles de amparos de los bares y los restaurantes y que los fumadores volvamos jubilosos a nuestras mesas de interior en nuestros establecimientos asignados, y sean los no fumadores, bajo su propio riesgo, quienes decidan si van a esos establecimientos o a otros donde nadie les apeste las enchiladas. Aunque me encantaría, no es eso lo que reclamo. Esto no es una pataleta. Lo que no concibo es que una ley que supuestamente responde a un gravísimo problema de salud pública (alrededor de 160 personas mueren al día en México por causas relacionadas con el tabaquismo) de pronto despliegue una consigna masiva, arrolladora y efectiva como nada lo es en este país, para “proteger a los no fumadores”, y a los que verdaderamente padecen y encarnan el problema, que son los fumadores, los echen, como brillante solución, a la calle.

Este orden de las cosas ha funcionado de maravilla en países como Estados Unidos y Canadá. Y digo de maravilla, porque en efecto los no fumadores deben toser menos y si uno entra a cualquier establecimiento se respira muy bien, pero si te asomas al trastero, la cosa huele mal. Olvidémonos de cáncer de pulmón. En Estados Unidos hay 25,000 muertes al año tan sólo por incendios causados por el tabaquismo. Entre los jóvenes, las estadísticas suben y bajan desde los 90, pero la realidad es que no ha habido una baja significativa en el consumo de tabaco. Y es que con tanta gente muriéndose, para sostener sus ganancias, las tabacaleras norteamericanas necesitan enganchar aproximadamente 175,000 nuevos fumadores al año, idealmente jóvenes entre 14 y 18 años, lo que los lleva a gastar cerca de 130 millones de dólares (también anuales) en promover sus marcas. Y al que me diga que una cosa no tiene que ver con la otra, le diré que vaya con un neurólogo a checar si no se ve dos narices en la cara en lugar de una.
Hace unas semanas mi familia fue a comer. Buscaron un restaurante con una terraza para fumadores, y en el momento en que Alfredo (mi cuñado el paria que antes mencioné) encendió un cigarro, le pidieron que lo apagara. La razón: estaba sentado con un niño. Un niño que, cabe mencionar, ya se rasura y le saca una cabeza a su papá. Más allá de lo enojante de que venga un tipo a decirte lo que le afecta o no a tu hijo, yo me pregunto: Y a la señora que estaba fumando en la mesa junto al niño, ¿a esa no le pueden pedir también que apague su cigarro?

Antes de ponerme violenta y empezar a despotricar sobre la hipocresía y el puritanismo de esta ley, me gustaría analizarla un poco desde lo elemental. Dicen que con su implementación se va a reducir el número de fumadores. Temo disentir. Tal vez se reduzca el número de turistas, pero esos, a menos que le echen muchas ganas o tengan muy mala suerte, no les va a dar un enfisema. A un fumador, sí. Y ese, puede que se aguante tres en un restaurante, pero llegará a su casa y se fumará treinta. Porque esto no es un tema de “acostumbrarse” a no fumar, como lo hemos hecho en las oficinas, en los aviones o en el cine. Fumar no es un hábito, es la adicción más perra de la que se tiene noticia. Y con diferencia de otras adicciones más aparatosas, más batidas o más “compadecibles”, aquí no hay piedad. Al fumador, esta ley no le está echando un maldito cable.

En los estatutos de la Ley General para el Control del Tabaco (su nombre oficial) se menciona, de pasadita, brindar apoyo a los fumadores que quieran dejar el cigarro. Aparte de la del Instituto Mexicano del Seguro Social (en el cual hay que estar inscrito para que te regalen una gota de merthiolate) en la ciudad sólo hay cinco clínicas avaladas por el CONADIC (Consejo nacional contra las adicciones) que ofrecen programas de apoyo para fumadores, y todas tienen costo. Me parecen muy pocas opciones considerando a un sector de la población que con su compra de cigarros, ayuda a generar el 1.4 del producto interno bruto del país. Yo paso mucho tiempo en el coche, en mi trajinar de taxista oigo mucho el radio, y cada cinco minutos hay un anuncio de prevención contra la obesidad y la diabetes, lo cual me parece muy bien. Pero desde que se implementó la ley antitabaco, no he escuchado un solo anuncio relacionado con el tabaquismo, ofreciendo alternativas de tratamiento o promoviendo las ventajas de dejar de fumar. A los niños se los remachan en las escuelas, y eso no lo desdeño. Pero tengo la sensación de que tanto los señores funcionarios como la sociedad que regulan, asumen que con el fumador hay poco que hacer, que ese fuma porque quiere y, por lo tanto, que se las arregle como pueda. Yo les tengo una noticia a los señores funcionarios y a quienes los aplauden: el fumador no fuma porque quiere. Lo subrayo: fuma porque el tabaco es la droga más cabronamente adictiva y difícil de dejar que existe. No voy a intentar, ni por un segundo, validar mis “derechos” como fumadora orgullosa que lo hace porque le gusta; a mí me encantan los camarones y no cargo con veinte en la bolsa. El fumador fuma porque no tiene remedio, y fuma porque el mismo engranaje que dicta las leyes para “beneficio de la sociedad”, ha hecho todo lo posible por promover el enorme “placer” de fumar, así como producir, manipular, importar y vender los billones de cilindros venenosos que lo satisfagan. Con los bolsillos llenos por concepto de impuestos a la Philip Morris México-Cigatam y la British American Tobacco (que controlan 99.5% del mercado nacional, y que ahora supuestamente van a perder 22% de ingreso anual, pobrecitos, me matan de pena), es muy fácil lanzar cifras aterradoras, sacudirse responsabilidades poniendo advertencias más grandes y prohibiendo publicidad en eventos deportivos, y coronarse ahora con flores de olivo propinando 36 horas de cárcel y una multa de 100 salarios mínimos (6 mil pesos, 400 euros) a quien “mantenga un cigarro encendido” en lugares prohibidos. A los establecimientos les va peor: hasta 10,000 salarios mínimos por infringir la ley. Su mayor orgullo en esta caza de brujas, es incluir una novedad llamada “denuncia ciudadana”, en donde cualquiera tiene derecho y permiso de acusar, como en la primaria, a quien sorprendan transgrediendo la ley. No es extraño que todo esto funcione como instrumento de relojería, ¡ni siquiera gastan en monitoreo! Para lo único que interviene la Secretaría de Salud es para vigilar que no se vendan cigarros sueltos en las tiendas. Me parece aberrante que lloriqueen porque costear las enfermedades derivadas del tabaquismo les cuesta más del doble que lo que ganan por impuestos al tabaco, y me parece doblemente indignante que se les llene la boca enunciando las 4,200 sustancias tóxicas –entre ellas acetona, arsénico y amonio- que contiene un cigarro. Lo que debería de darles vergüenza es cobrar porque se venda ese veneno. A mí me debería de dar más por fumármelo, y de repente hasta se me ha cruzado por la cabeza que deberían prohibirlo. Pero como ocurre con todo lo prohibido en este planeta, mataría el doble y enriquecería el triple.

En México nos gusta mucho la frase de “por algo se empieza”. Debe ser por eso que cada iniciativa a favor de la gente se queda a tres cuartos del camino. Me gustaría pensar que la legislatura está empezando por discriminar a los fumadores y terminará por darnos apoyos, terapias gratuitas, investigación, campañas en el radio y en la tele, acupunturas, hipnosis y lo que haga falta hacer y que se hace con la obesidad y con cualquier otra adicción que mata gente en este mundo, pero sinceramente lo dudo. Una pregunta interesante es si yo misma echaría mano de esos apoyos. No lo descarto. Lo que sí sé es que en torno al cigarro hay muchísima información que se ignora, muchos mitos que, de darse a conocer masivamente, seguramente ayudarían a dos que tres necios. Está visto que ante las enfermedades y las estadísticas los fumadores padecemos una ceguera crónica, pero saber, por ejemplo, que el cigarro no da absolutamente nada, ni relaja ni desestresa ni provee ningún placer real salvo la recarga de la nicotina en el cuerpo, lo mismo que ponerse unos zapatos apretados sólo por el placer de quitártelos, es una noticia por la que tuve que pagar 1,100 pesos y, aunque a mí no me curó, por lo visto funciona para el 90% de casos exitosos que propaga el centro privado al que asistí. Si vivimos un estado de alarma en la salud pública, ¿por qué no hacer pública esta clase de información? Porque está claro que esta no es una cuestión de salud. Voy a sonar bien ardida pero siento descorazonar a los no fumadores: nada de esto está ocurriendo porque se preocupen mucho por ellos. De lo que se trata es de gastar menos, de ganar más y de ensalzarse, que son las únicas tres cosas que sabe hacer bien el gobierno de este país.

Empezar a fumar y dejar de fumar son, desde luego, decisiones personales. Yo no estoy pidiendo que nos aplaudan ni que nos compadezcan. Pero esta segregación, este juicio, esta doble moral y esta absoluta falta de interés por ayudar auténticamente a las personas, lo único que están logrando es que me sienta orgullosa de llevar estérilmente la contraria. Están logrando que me sienta rebelde. Eso tal vez le ayude a un no fumador, pero a mí me hace más daño que si tuviera que digerir cada día una cubeta de camarones al ajillo. Y con todo, eso sería mejor.

4 comentarios:

Ben-ha* dijo...

¿Acaso no ha valido la pena el estigma, la segregación, la Orwelliana denuncia ciudadana con tal que al infame abogángster asaltacunas del Jefe Diego le negaran su pinche amparo en contra de esta ley? Creo que solo la vez que le robaron la cartera afuera de un MP me dio más placer y eso porque le pude ver su pilosa jeta.

Fuera de broma, me solidarizo contigo, estoy de acuerdo en como calificas a los turistas y su mediocridad (mi plumaje es de esos) y por supuesto pienso que la mentada ley esta es entre muchas cosas un ejercicio de relaciones públicas.

A mí lo que me espanta es como la raza cambié inmediatamente su percepción acerca de un grupo de personas nomás porque el pensamiento sistémico así lo dicta. ¿O acaso muchos de los que ahora señalan con su flamígero dedo a los fumadores lo hubieran hecho antes que la legislación esta hubiera puesto de moda el tema?

Creo yo que cuando nuestra cleptocracia aprueba este tipo de decretos también aprovecha el efecto divisor que éstos generan. No se conforman con la polarización que siempre ha existido y que se ha acentuado circa julio 2006 ahora hay que añadirle la de fumadores vs. no fumadores.

Mientras la raza siga cayendo en este tipo de juegos pus no se dará cuenta quien realmente es el enemigo a vencer.

Nomás para terminar con un mejor humor, te comparto un video de una comedia británico que empatiza con lo que los fumadores mexicanos sienten (se siente un poco cortado pero espero te guste): IT Crowd - Smoking Area

Anaí López dijo...

El video es maravilloso y coincido contigo en el "divide y vencerás".
A mí también me dio gusto que no le haya servido el amparo al Jefe Diego, pero no. :)

Garufo dijo...

Admiro tu capacidad critica y respeto el (bestial) ejercicio hiperbolico de tu exposicion denunciativa y tiernamente nostalgica pero en mi humilde opinion esta madre es el resultado de una tendencia gradual y, sobre todo, natural de librar a los espacios publicos de esta pinche peste. O que, a poco hay alguien que pugne por seguir fumando en cines, aviones, camiones, hospitales, etc. como era lo normal hace algunos anios. No dudo que en esa epoca hubo jefes diegos y coyoacan janes por poner dos ejemplos drasticamente extremos. Sea de la forma que haya sido, asi es el siglo XXI y ni modo. Siempre quedaran lugares mas pinchurrientos para ir a apestar.

Anaí López dijo...

Amigo, no cabe duda que eres un converso con fe, y lo celebro. Tu ferrero y muy justificado odio por el cigarro siempre ha sido para mí motivo de esperanza y autoreflexión. Pero apestosas tus patas.