martes, 7 de octubre de 2008

Intriga Piadosa (Parte II)

Después de que la madre Perpetua se escabullera con una de las niñas en la oscuridad de la noche, fue interceptada por una pandilla de pelafustanes que traficaban armas, infantes y lencería fina. En el puerto, la pequeña Basilia fue intercambiada por un saco de monedas y tres gallinas a un polizonte bizco a punto de embarcarse hacia Singapur. Pero casi al zarpar el barco fue interceptado por corsarios, que revendieron a la niña por otro saco de monedas y una cabra a una pareja de octogenarios que nunca habían tenido familia y a quienes rechazaban en todos los trámites de adopción. “Tu estirpe se prolongará como las estrellas”, auguraron los piratas al viejo, de nombre Justino Abraham. Pero la pitonisa de la región opinó otra cosa. Después de descubrir los harapos que cubrían a la niña y verle la cara, anunció a los viejos una terrible profecía: que esta hija suya no conocería hombre jamás. Que ni lo soñaran. Que antes ganaría México en el Mundial. Los ancianos murieron días después. No tanto debido a las malas noticias como a la tuberculosis, la cirrosis y la adicción a la heroína que ambos padecían. Basilia fue rescatada por una familia de gitanos, que viajaron con ella durante algunas horas y, hartos de sus alaridos, terminaron abandonándola a las puertas de un oscuro y derruído edificio. Fue así que, con apenas una semana de nacida, Basilia terminó en el orfanato de Pepinillo de Mochabragueta.

Ramona, por su parte, fue regalada a unos pastores muy crueles con dieciséis hijos todavía más crueles, que la enviaron al monte con los borregos en cuanto supo caminar.

La infancia de ambas fue terrible. En el orfanato, a Basilia le pegaban con cualquier objeto y por cualquier motivo, le daban huevo pasado y frascos con restos de mayonesa para comer, y la obligaban a limpiar los retretes. Con la lengua. A Ramona ni los borregos la querían. Entre los de su edad, la cosa era peor. A Basilia los niños le arrancaban los pelos de la nariz y la obligaban a comerse sus propios anteojos; a Ramona sus hermanos la encerraban en el granero y tomaban turnos para que les sacara punta a sus lápices con los dientes.

Sin embargo, por las noches, cada una miraba por la ventana hacia la inmensidad del firmamento, convencida de que había algo… alguien, allá afuera, muy parecida a ella... Entonces se alegraban de que existiera un ser todavía más miserable.

En la adolescencia, tal vez atraída sin saberlo por el cosmopolitismo de sus primeros días de vida, Basilia escapó del orfanato y se fue a la ciudad. Ahí practicó toda clase de trabajos espantosos. Fue afanadora en rastros y cárceles, sujeto para experimentos científicos y asistente de producción en comerciales. Su destino cambió cuando la descubrió un cirquero, que la convirtió en estrella. Bueno, en realidad era el relleno entre los payasos disléxicos y el tigre famélico, pero su anuncio (“pase a ver a la mujer más fea del mundo, si usted no cree que es la mujer más fea del mundo el elefante le convidará un cacahuate”) atrajo la atención de decenas de espectadores que llevaban sus propios cacahuates para aventárselos a Basilia.

Por su parte, con tantas horas de soledad en el monte, Ramona se hizo aficionada a la lectura de historietas de asesinos seriales, hasta que un día tomó la decisión de matar a sus hermanos. Intentó ahogarlos en un pozo, lanzar una secadora de pelo en el río donde nadaban, decapitarlos con el cuchillo del pan mientras dormían, quemar la casa, echarles a los borregos. Nada funcionó. Lo que sí hizo fue matar a sus padres. Una noche, éstos llegaron tarde y medio alegres de una fiesta en el pueblo. A Ramona le había dado hambre y fue a la cocina por unas galletas. Cuando sus padres abrieron la puerta y Ramona saltó sin aviso de la despensa masticando galletas, la visión los mató de un infarto. Fue en ese momento que se escuchó la voz. Una voz fortísima, poderosa como un trueno, que cimbró a Ramona en lo más hondo de su ser. Era ella misma, que se había machucado el dedo con la puerta de la despensa. Pronto fue arrollada por sus dieciséis hermanos, que salieron a un tiempo para ver qué sucedía, pateando sin querer a sus padres como si fueran costales de papas. Cuando al fin uno se percató de que estaban ahí tirados, señaló a Ramona, horrorizado: “¡Ha matado a nuestros padres!”, “¡Y se comió mis galletas!”, añadió otro. Los otros catorce exclamaron diferentes cosas que no se entendieron bien, y salieron con escobas, rodillos y sartenes tras Ramona.
Así comenzó una larga persecución a la que se fueron sumando todos los habitantes del pueblo. Estaban muy felices porque no había pasado nada emocionante desde que aquellas siamesas parieran donde el carnicero, años atrás. De repente, alguien vociferó: “¡Deténganse!” Era la mismísima madre Perpetua, seguida de una masa blanquinegra: las cuarenta y seis monjas del convento del Sagrado Corazón Sangrante del Niño de los Milagros Inesperados y la Virgen que lo Parió. Ramona pronto se escondió entre sus hábitos fragantes de veladora y rompope. Las monjas formaron una barricada tan fulgurante de beatitud que la gentuza retrocedió amenazada. Eran muchas. Eran rudas. Eran las Novias del Señor. “Vámonos”, mascullaron los pueblerinos. “Traen rosarios y cirios pascuales”. Fue así que las puertas del convento se cerraron tras Ramona, sellando el encuentro con su destino.

¿Y Basilia? Basilia para estos momentos estaba trabajando en anuncios de cirugías plásticas, modelando para las fotografías del “antes”. Pero encontraría el Camino poco después…

(Continuará…)

3 comentarios:

Javier Peñalosa dijo...

"Eran muchas. Eran rudas. Eran las Novias del Señor".

Está emocionante a "madres". Amo a Basilia y a Ramona.

Anónimo dijo...

¡Yaaaa!... la tercera parte.

Javier Peñalosa dijo...

Más Basilia y más Ramona por favor.