No eran topacios sino unas esmeraldas de la familia lo que mi madre y yo fuimos a valuar a Polanco una tarde lluviosa y que luego vendimos para completar lo de un coche de segunda mano. Corría el año de 1994, el coche era del 90 o del 92, un Ford Topaz gris claro, cuatro puertas, automático, con tres quemaduras de cigarro en el asiento y sin medidor de gasolina. Por lo demás estaba impecable, o así lo parecía. Tenía hasta reproductor de casettes. Para mí era un verdadero lujo. En ese coche nos subimos una vez como siete bachilleres con las hormonas a mil para dar vueltas y a tocar el cláxon frente a la prepa masculina y también religiosa de la colonia, y con él salí por primera vez al Circuito Interior. Es decir, a una vía rápida: al mundo.
Muy pronto lo de surcar el mundo se convirtió en una pericia cotidiana que comenzaba antes de que saliera el sol para ir a la universidad. Eran 8 horas semanales en promedio lo que pasaba yo a bordo del Topacio. Así que, a lo largo de 5 años, las 10 ó 15 veces que me dejó tirada en lugares tan pintorescos como el Paseo de la Reforma, la curva de entrada a la carretera a Toluca, el carril central del Circuito Interior y la bajada a la estación de autobuses de Observatorio, puede que no hayan sido tantas o tan graves en conjunto.
De al menos dos paradas involuntarias reconozco mi culpa. Ya he dicho que al Topacio no le servía el medidor de gasolina. Así que por más que yo hiciera cálculos y mirara el kilometraje y al final optara por echarle 150 pesos reglamentarios de Magna todos los lunes, al menos en un par de ocasiones el colapso del Topacio fue inevitable. Lo peor de todo es que el condenado armatoste avisaba. De repente la bomba empezaba a quejarse con un aullido grave, como de turbina agónica, y yo sabía que se aproximaba el fin. Tenía entonces que encontrar una gasolinera al precio que fuera, con el corazón batiendo en el cogote, rezando padresnuestros, avesmarías, angelitos de mi guarda, los misterios dolorosos y cuanta plegaria alcanzaba a mascullar antes de vislumbrar el ansiado letrero verde de Pemex en el horizonte. A veces lo lograba y a veces no. Una tarde de viernes y quincena estuve atrapada en Insurgentes avanzando a razón de tres centímetros por minuto, llorando entre salmos y jaculatorias mientras aquella cosa zumbaba. Esa vez no me acuerdo si llegué al letrero de Pemex. Creo que no.
Algo que sin duda NO fue mi culpa es que el Topacio tuviera problemas de termostato. El radiador, el carburador, el ventilador, la manguera, el depósito de anticongelante y la madre que los parió a todos fueron sólo algunos de los leti motivs de mis innumerables visitas al taller mecánico. Pero ninguna de ellas pudo evitar al menos cuatro repeticiones de una tercia fatal: acelerador muerto, termómetro a tope, humo. Mucho humo. Fue en este candente escenario que me encontré detenida, entre otras locaciones, en la curva que conecta Constituyentes con la carretera a Toluca. Fue un amable chofer de camión de carga quien muy abrumado se detuvo y se puso a agitar una franela roja en lo que su compañero me ayudaba a orillar el coche, para después agarrar yo un taxi de vuelta a la “ciudad” para encontrar un teléfono público y hablarle a mi mecánico. Porque he aquí una importante incidencia dramática: por ese entonces, al igual que la inmensa mayoría de los cristianos, yo no tenía celular.
Pero la vida es una tómbola de luz y de color, y es en este abanico de experiencias infames donde uno aprecia los actos desinteresados de bondad. Después del chofer del camión, volví a apreciarlos cuando me quedé sin frenos bajando por la pendiente que da a la estación de autobuses de Observatorio. Se trata de una calle de tres carriles que en realidad son dos o a veces uno (dependiendo de los microbuses), por donde van cruzando docenas o centenas de peatones, a según como los coches les van dando el paso. Los frenos del Topacio tuvieron a bien declararse en huelga justo en el momento en que los automovilistas vecinos estaban dejando pasar lo que en ese momento sólo distinguí como una horda apocalíptica de colores chillones, bolsas y cajas de cartón. Saqué el brazo por la ventanilla y toqué el cláxon como si no hubiera mañana mientras los pobres transeúntes brincaban y toreaban el Topacio como en el más bizarro de los Sanfermines; giré por una callecita en cuanto pude y, apenas lo permitió la velocidad, metí el freno de mano con toda mi alma. Luego esperé a que amainaran un poco los temblores y la taquicardia, apagué el coche y caminé a la estación de autobuses para llamarle a mi mecánico. Mi mecánico a estas alturas me alucinaba así que me mandó al diablo, con lo cual no tuve más remedio que ponerme a buscar uno por ahí. (Mi seguro sólo cubría daños a terceros, no reparaciones). Una señora muy amable que atendía una papelería me dijo que su ahijado tenía un taller aquí cerquita. Fue así como de pronto me encontré petrificada ante una calle cerrada, al fondo de la cual cinco o seis tipos con pinta de tunantes y mucha grasa en las manos rodeaban el cofre abierto de un vocho destartalado. Yo no sé si fue la luz del día, el candor de la señora de la papelería, los 22 ingenuos años que tenía yo entonces o la pura desesperación lo que me animó a acercarme con una sonrisita de zonza a implorar ayuda. Lo sorprendente fue que me ayudaron. Uno que era taxista incluso me llevó a comprar las piezas de la reparación sin cobrarme. El ahijado arregló el Topacio ahí mismo y muy rápido. Fue un arreglo provisional, pero creo que quedó bien. Al menos recuerdo que volví acelerando y frenando a mi casa.
Como mi sentido de la orientación es bastante deficiente, por no decir que nulo, en el Topacio también recuento varias perdidas dantescas, una de ellas a la media noche, por el barrio de Tepito. No sé cómo llegué a ese lugar viniendo como venía del Periférico, pero sé que estuve ahí porque tras la cortina de lluvia que durante casi dos horas no me dejó ver un gramo y mucho menos un letrero, pude distinguir calles y calles de tenderetes de fierro y varias patrullas de policía a las que, desde luego, no me acerqué. Fue después de mucho rezo que finalmente vislumbré un letrero que ponía “La Villa” y, guiada por esa señal profética, pude arribar a buen puerto. Ahora que lo pienso, tal vez fue una ventaja el haber sido una católica practicante mientras fui conductora de ese Ford Topaz.
Colisiones tampoco faltaron. La más memorable ocurrió en la esquina de Pacífico y Asia, llegando al llamado de un comercial donde yo iba a hacer el script. Venía mirando un papelito con la dirección, y cuando vi a todos mis compañeritos de trabajo en la esquina apuntada, me sentí tan feliz y tan orgullosa de haber llegado a un destino sin perderme, que tras saludarlos efusiva con la mano, giré el volante con decisión para ir a su encuentro. La cosa es que lo hice sin ver al señor del Tsuru que justo pasaba a mi lado. Ya no me acuerdo qué estragos le hice, pero mi puerta quedó como acordeón. Esa vez sí que vino el del seguro. La vergüenza me duró semanas, pero ese día cumplí con mi deber y tomé el script del comercial. Era de beeper.
La famosa noche de aquel incidente escalonado que muchos me han oído mentar, también iba yo a bordo del Topacio aunque felizmente no había nadie conocido a la vista de mi torpeza. Pero esa historia la dejo para después.
(Continuará…)
jueves, 12 de febrero de 2009
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2 comentarios:
Hija linda: Creo que mi seudónimo sale sobrando.
Hubo un Ford Fairmont del año y color coral que se fué acercando paulatinamente a esta historia con pagos de autofinanciamiento.
No se si merezca aparecer como el fantasma de "lo que pudo haber sido" pero mejor no, pues conjugar en pluscuamperfecto en este caso sería hacerlo en pluscuampendejo y además faltarían detalles necesarios para desarrollar la historia.
Un requiescat para el fairmont que murió antes de nacer, en espera inútil de que se usaran joyas de la familia para darle vida
Me encantó, mil gracias
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