lunes, 27 de agosto de 2012

Crónica de un escape maestro. (O de cómo burlé la trampa del tabaco después de un largo cautiverio).



Comienzo con una advertencia: este texto va a ser largo. Tengo mucho que decir sobre el tema y espero que sea la última vez. 

Fue hace un año. Estábamos en una fiesta casera, entré al baño y me meé en mis cigarros. Fue sin querer. O más bien, debió ser sin querer queriendo, como dijo el psicoanalista involuntario que fue el Chavo del Ocho. Era una cajetilla de Delicados de 25, le quedaban unos siete. La llevaba en el bolsillo del pantalón y se cayó a la taza del baño sin que me diera cuenta, hasta que me levanté para jalarle y vi lo que había ocurrido. En lugar de mentar madres me dio muchísima risa, porque faltaban exactamente ocho días para la fecha me había puesto para dejar de fumar. Y concluí entonces que sí, que estaba lista. No había nada en el mundo que yo deseara más que dejar los cigarros. Tan harta estaba, que me había hecho pipí encima de ellos. Sin querer, pero queriendo.

La extraña epifanía de esa noche no fue poca cosa. Yo llevaba poco más de veinte años fumando, quince de a paquete diario, y al menos diez queriendo dejarlo. O mejor dicho, llevaba diez años intentándolo malamente cada tanto, y torturándome por fracasar irremisiblemente cada vez. Lo que me esclavizaba no era pensar “es que me gusta mucho, es que es súper rico, es que me distrae/acompaña/desestresa/gusta mucho después de comer”. Lo que pensaba era, simple y llanamente, que sin cigarro ya no habría comidas. Ni sobremesas. No habría creatividad, ni cafés, ni palabras. No volvería a disfrutar una sola vista ni un solo viaje ni una sola conversación. Mi ideación –y cualquier verdadero fumador me entiende cuando digo esto- es que no habría más vida sin cigarros. Punto.

Como cualquier adicto que se precie de serlo, yo practicaba mi adicción como Dios manda: el día entero. Todas las horas en que estaba despierta, fumaba. Al salir de la cama, lo primero que hacía era meterme cualquier cosa comestible al cuerpo –una fruta, un trozo de queso, un sorbo de leche- con el único objetivo de poder encender un cigarro sin sentir que me mareaba y que me ardían las arterias.  Muchas veces, era la idea de prenderme un cigarro lo que lograba despegarme de las sábanas.

Quien es fumador o lo ha sido, sabe perfectamente cómo transcurre el resto del día.

Pero lo peor no son los diez, veinte, treinta o cuarenta cigarros, con todas sus caladas, a veces acompañadas de una arcada cuando ya rebasaste un indecoroso límite. No es la vergüenza de saludar a alguien cuando acabas de fumar y sabes que apestas, no es la angustia de viajar… ese último cigarro de tres seguidos, apresurado y consumido hasta el filtro antes de pasar, con el nudo en el estómago anticipando las horas de abstinencia que se vienen, a la sala de abordar. No es el silbido por las noches, el escupitajo pastoso, la tos que te interrumpe la risa. Lo peor no es la paranoia cada vez que sientes una punzada en el pecho o en la sien, un dolor nuevo, un mareo, un calambre, o cualquier síntoma que te hace pensar “ahora sí es cáncer, ahora sí es un infarto, ahora sí es derrame cerebral”. (Al menos yo así vivía… a lo mejor porque soy muy catastrófica). (Aunque lo cierto es que todo el que fuma y compra cajetillas, sabe que cualquiera de las anteriores es un panorama realista y viable). Lo peor no es vivir luchando, negociando contra uno mismo, “éste no me lo voy a prender… no, no, no… bueno, sí”. No es intentar correr una cuadra o subir unas escaleras y lidiar con la taquicardia los siguientes minutos. No es ver a la gente que amas con la vida cortada y jodida por ello, sintiéndote un pendejo, sintiéndote en una cueva de miseria sin fin, amando esa primera calada y detestando aplastar la colilla en el cenicero, junto con otras ocho o diez.

Lo peor es sufrir todo eso, soportar todo eso, porque crees que lo necesitas.

Porque lo cierto es que no lo necesitas para nada.

Lo único que necesitas es la nicotina. Y la nicotina la dejas de necesitar en cuanto dejas de meterte nicotina. Es tan fácil como eso.

Y así de difícil…

Lo mío era una fijación oral de lo más básica y elemental. Me chupé el dedo para dormir hasta los doce años, y a los trece ya compraba Marlboro Lights. Contrario a la inercia social que impera a esa edad, razón por la cual mucha gente comienza con estas tonterías, yo fumaba a solas. Era como mi actividad especial y secreta, con la que me sentía grande, profunda, meditabunda y medio sufrida (como a cualquier adolescente le fascina sentirse). Tenía diversos escondites, mi favorito era la azotea. De cualquier forma no importaba mucho porque en mi casa se fumaba un montón, así que si olía a cigarro nadie se daba cuenta. Fumar era lo último que mi hermana Dunia hacía antes de dormir, ya metida en la cama; mi madre rellenaba frascos de Nescafé vacíos con colillas y en agua para que le diera asco verlos y así fumar menos, pero los tenía medio escondidos detrás de la tele, como para topárselos casi por accidente, y mientras tanto encenderse el cuadragésimo octavo cigarrillo del día. Mi padre, mis abuelos, todos mis tíos y mis tías, fueron fumadores. Los recuerdos de las navidades de mi infancia y los domingos en casa están aderezados por una nube de humo. Todos lo fueron dejando. O se fueron muriendo. (Muchos, por tabaquismo).

El primer cigarrillo que probé no se me olvida. Fue en la recámara de Rocío, la vecina con la que perdía el tiempo y las tardes en mi adolescencia. Creo que era un Viceroy Light (de éstos que tenían o todavía tienen la estrellita en el filtro), y estábamos bebiendo un licor dulce que había en su casa (no me acuerdo cuál). Antes de dar la primera probada estaba nerviosísima, puedo decir que hasta ansiosa. Yo creo que de algún modo anticipaba que dar esa chupada sería mi perdición.

Y así fue. Empezar a fumar es la única cosa de la cual me arrepiento en la vida.

Aunque en realidad el momento culmen no fue con Rocío, sino con mi prima Ximena, dos años después. Ya llevaba yo muchos Marlboro Lights consumidos a escondidas en tenor meditabundo cuando descubrí que estaba fumando… ¡sin darle el golpe! Fue Ximena quien me lo hizo notar en una visita a Cancún, donde ella vivía. Tenía doce años y yo catorce. Recuerdo que su papá, mi tío, la dejaba fumar en el coche. Esta vez la lección fue con un Marlboro rojo, de los de a de veras, de los que fumé casi toda mi vida. Le di varias caladas hondas. Recuerdo que el cenicero tenía la forma de un casco de fútbol americano. No tosí, pero al cabo de cinco minutos corrí al baño a vomitar la Big Mac entera que me había zampado una hora antes. No me importó y seguí con otro cigarro. Pasaron más de veinte años antes de que pudiera detener esa espiral de contradicción. 

Apenas terminé la secundaria ya tenía yo el título a la más fumadora de mi generación, y mis primeros besos supieron a cenicero. En mi escuela de monjas, fumar no sólo dentro, sino en las inmediaciones del plantel, era motivo de expulsión; pero en sexto de prepa yo me las arreglaba para meterme al baño de maestros junto a la capilla a echarme un cigarro en los recreos, porque no aguantaba hasta llegar a mi casa. Por supuesto, cuando entré a la universidad me desboqué. Ahí el primer cigarro era a las seis de la mañana, antes de emprender la travesía hasta la Ibero; el segundo era en el camino, el tercero afuera del salón antes de entrar a clase de siete, el cuarto y el quinto con el primer café… a las once de la mañana ya llevaba ocho y a las once de la noche quién sabe.   

A los veinticinco años de edad yo ya estaba hasta la madre. Me encontraba viviendo en Madrid, a la mitad de mi máster. ¿Quién quiere dejar el cigarro justo cuando está estudiando la maestría, bebiéndose todos los cortados y todos los vinos del planeta en la ciudad más fumadora de la Tierra? Nadie. Pues así de harta estaba yo. Y dejarlo en ese momento en mi vida, aunque a primera vista fuera absurdo, tenía mucha lógica. Pensaba: “esta es la etapa más feliz que he tenido, así que si lo dejo ahora, no va haber nada lo bastante triste, ni difícil ni preocupante que pueda hacerme recaer”. Tuve razón por catorce días y no fue tan difícil como lo había imaginado. Lo hice sin paliativos y me sirvió mucho una larga carta que mi hermana Dunia me escribió para darme ánimos, llena de buenos tips. Volví por una razón muy tonta, que es por la que la inmensa mayoría recae: como ya había logrado estar sin fumar por tantos días, pensé que ahora podía controlarlo. Que me podía fumar uno, dos, cuatro, a placer. No hay nada más falso. Con los cigarros no se puede negociar. Lo tiene que admitir quien sea que le haya “bajado” al consumo… no hay manera de “bajarle” sin pensar en todos los cigarros que no te estás fumando, cuándo toca el que sigue, o sin desbordarte al siguiente fin de semana o a la menor oportunidad. La nicotina no perdona. Con una poca que le des a tu cuerpo, te pide más. Es como si le dieras una gotita de sangre con un gotero a un vampiro. Así que no pasé ni una semana “controlando” los cigarros (o sea, fumando de gorra), antes de que estuviera echando yo los duros (era el año 2001 y todavía había duros, pelas y talegos) en la máquina del bar de la esquina para comprar una cajetilla de Fortuna. Y las docenas que le siguieron.

Lo intenté de nuevo al año siguiente, viviendo en Barcelona. Aquella vez me agarré del cumpleaños de mi galán de entonces como pretexto, fue su regalo. Mala idea. Se supone que nunca debes proponerte hacer algo así por otros, porque en el momento que ese otro te cae gordo o hace algo que no te gusta, valió todo madres. Dejar una adicción no debe ser una promesa ni una manda. Esas son fáciles de romper. Y en esta ocasión, la promesa me hizo caer en la peor de las dinámicas en que uno puede caer: engañar y engañarse uno solo. Mientras el del cumpleaños y todos los amigos y conocidos cercanos pensaban que yo ya no estaba fumando (o eso quería creer que pensaban), yo me escabullía de la oficina, de la casa o del local donde estuviera para fumar a escondidas, meterme cuatro chicles a la boca y abanicarme el humo como se pudiera antes de volver a entrar. Así me pasé varias semanas, dejando sin dejar. Eso es muy patético, muy desgastante y sobre todo muy estúpido, porque te la pasas oscilando entre el esfuerzo y la culpa, y el esfuerzo ni siquiera cunde. Recuerdo que por esos días fui con Garufo y Shanna un fin de semana a Amsterdam y traía tal ansiedad que me dio un ataque de pánico a mitad de un bonito paseo en bicicletas. Pero no desistí, y los esfuerzos finalmente cristalizaron en un viaje a México que hice por esas  mismas fechas. Mi madre me vio empapar bajo el grifo del baño una cajetilla de Marboro casi llena y, llorando de rabia como en la canción, dije “no volveré”. Lo cumplí durante las dos semanas que duró la visita a mi patria, otra vez sin parches ni chicles ni trucos ni demasiado sufrimiento. Pero cuando me encontré de nuevo en Barcelona me pegó una nostalgia horrenda, y después de un día entero arrastrando la cobija por mi tierra, le pedí permiso al del cumpleaños, que me vio tan bajoneada que no pudo negarse (tal vez debió hacerlo) y terminé prendiéndome un Camel Light (los Fortuna ya chau, raspaban mucho la garganta). Pasaron tres años antes de que volviera a intentarlo.

El siguiente ensayo fue en el 2006 y no sé ni siquiera si mencionarlo, porque fue muy teto y muy fugaz. Consistió en anunciarlo a los cuatro vientos, llorar sin parar dos días seguidos, y al tercero pedirle un cigarro odioso a un señor en la fuente de los Coyotes, en Coyoacán. Lo que es interesante fue lo que me envalentonó aquella vez. Fue un libro titulado Dejar de fumar es fácil si sabes cómo, escrito por un señor llamado Alan Carr. Este señor es un canadiense que desarrolló una técnica que se ha hecho mundialmente famosa, y cuyo precepto es que dejar de fumar es como coser y cantar una vez que comprendes por qué fumas y cuán tonto es hacerlo. El libro por sí solo, como arriba mencioné, no me sirvió más que para llorar durante 48 horas y claudicar. Pero al año siguiente fui a lo que se supone que funciona de la técnica de este señor, llamada Easy Way: el curso. Me motivaba especialmente porque me habían dicho que incluía algo de hipnosis, y yo estaba segura que eso era lo que necesitaba: una orden poderosa, indisoluble, que llegara a mi inconsciente y desactivara algún tipo de switch. Algo que no hiciera yo, que no dependiera de mí, o no del todo. El curso dura sólo un día, y tiene tal demanda que no me dieron cita hasta pasados tres meses. Tres meses de anticipación semi tortuosa en que me dediqué a “prepararme”, o sea, a hablar y a escribir al respecto sin parar, tratando de comprender los motivos profundos de mi historia, la influencia familiar, mi personalidad adictiva, y toda una sarta de chaquetas mentales que al final no sirvieron para nada. Porque cuando llegó el día del mentado curso, lo que  hice fue quemarme las pestañas prendiendo el boiler en la mañana, pasármela fumando –se podía- todo lo que duró el curso (que en realidad es una larguísma ponencia en soliloquio de ocho horas); llorar a mares todo el camino de regreso a mi casa desde Palmas, como si se me hubiera muerto alguien, con un desamparo atroz, y prenderme un tabaco apenas cruzar la puerta. Y una hora después de eso, hablarle todavía llorando a mi novio de entonces (otro, no el de Barcelona), pidiéndole perdón como si le hubiera atropellado a un pariente. Porque resulta que aquel novio no fumaba, comía muchas ansias porque yo lo dejara, y hoy concluyo que debió quererme mucho para aguantarme fumando con todo lo que eso implica, durante todo el tiempo que lo aguantó.

Al día siguiente llamé a Easy Way para pedir mi reembolso de $1,100 pesos (tienen garantía, está visto que a mucha gente sí le funciona). Para regresártelos te hacen ir a dos sesiones de “reforzamiento”, que en realidad es la misma huevada pero dura sólo medio día. Desde el curso completo, todo ocurre en un salón con unos veinte sillones muy cómodos tipo reposette; al fondo hay un rinconcillo con un extractor de humo donde los apestosos indeseables que toman el curso pueden levantarse a fumar, de uno en uno. (Yo me levantaba muy seguido). Junto al “spot” fumador, hay una torre de cajetillas y encendedores que la gente va abandonando al final del día, después de fumarse su último cigarro de la vida (supuestamente), en señal de liberación. Cuando tomé el curso primero dejé mi cajetilla muy estoicamente en la pila, pero cuando volví a la primera sesión de reforzamiento después de mi recaída, me robé un encendedor… y en la segunda dos encendedores y una cajetilla de Marlboro casi llena. Luego me dio entre culpa y cosita, y la cajetilla la dejé abandonada en la barra del Jarocho.

De este modo, en agosto del 2007 concluyó mi última tentativa por dejar de fumar. Para estas alturas ya estaba yo francamente aterrorizada, porque si había una cosa que se iba haciendo patente, era que cada intento duraba menos. Y año tras año, la cantidad de páginas de mis cuadernos crecían en culpa y angustia, al tiempo que menguaba mi fe. Mi madre, que finalmente logró dejarlo a los sesenta y muchos, según ella sin sufrir (aunque ni así se libró del enfisema y del oxígeno enchufado sus últimos cinco años de vida), me repetía “ya lo dejarás cuando estés realmente convencida”. Pero yo no entendía qué carajos significaba eso de “estar convencida”. Sabía que por nada del mundo quería pasar mi vida entera como Asun, la segunda esposa de mi papá, que lleva al menos veinte años tratando de dejarlo. Y sabía que no quería que el convencimiento viniera con un cáncer, un infarto o una embolia. En una perspectiva más amable, tampoco con un embarazo, como fue el caso de mi hermana. Para empezar, porque no podía contar con ello ni depender de que sucediera para dejar de fumar, ni tampoco quería recargar en un vástago mío tamaña responsabilidad. 

¿Ya entienden por qué digo que haber empezado a fumar es la única cosa de la que me arrepiento en la vida? Esa espiral obsesiva e interminable de culpa, miedo y fracaso es algo que no le deseo a nadie. A nadie. ¿Porque saben qué es lo peor de todo? Que la incapacidad para tomar acción respecto al cigarro no tiene que ver, nunca tuvo que ver con mi inteligencia, con mis capacidades y ni siquiera con mi fuerza de voluntad, que ha sorteado retos mucho más cabrones. Y esto aplica para cualquier fumador. ¿Cómo le hice, entonces, para saltar de ese tope del día catorce y pasar quince, veinte, cuarenta, y 367 días sin darle una sola chupada a un cigarro? ¿Cómo conseguí escaparme finalmente de esa cueva oscura, sucia, carísima y mortífera? Sólo puedo adelantarles que, como en los intentos anteriores, también en éste estuvo involucrado el amor, sólo que de un modo un poco más sano. Pronto tendrán la reseña completa. Lo bueno es que mis intenciones son puramente altruistas, así que no seré como Alan Carr, y se los diré gratis… 


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