domingo, 17 de agosto de 2008

Al calor de varias antorchas



El lunes pasado me eché un maratón de juegos olímpicos. Las ocho horas que tuve prendida la televisión, tuve suerte con dos cosas: la primera fue comprobar que Cablevisión tiene comentaristas igual de malos que los de la televisión abierta, pero se mesura con la comedia y los comerciales; la segunda fue seguir despierta para ver los clavados sincronizados femeniles, donde Tatiana Ortiz y Paola Espinosa ganaron tercer lugar, bronce y única medalla para la federación mexicana hasta ahora, con sus trajes de baño rosados. 
Con Tatiana y con Paola y con los gimnastas artísticos, los boxeadores, las levantadoras de pesas y las nadadoras que desfilaron por la pantalla de mi televisor, mi habitáculo de 50 metros cuadrados se desbordó con ocho horas de interjecciones (aaah, oooooh, aaaauch, grrrrr…) Y es que lo que es capaz de hacer el cuerpo humano es fascinante. 

Hace un par de días mi cuñado me platicaba de la rutina y de la dieta de Michael Phelps. Ese hombre se levanta, desayuna, nada, nada, nada, nada, come, duerme, nada, nada, nada, nada, nada y se duerme. Duerme 14 horas al día. Para no subir de peso, un terrícola común y corriente debe ingerir entre 2,500 y 3,000 calorías al día. Michael Phelps tiene que consumir 12,000. Algo así como tres cajas de Zucaritas, nomás para desayunar. Habrá para quienes dormir, atiborrarse de calorías y pasársela en el agua pueda sonar sumamente atractivo. Pero aún después de ver las proezas de Phelps y sus manotazos triunfales en el agua en cámara lenta una y otra vez a lo largo de estos días, después de mucho mediarlo, he concluido que no sé qué sería peor: que un hijo me saliera cura, o que me saliera atleta. 

Como a casi todas las chicas, siempre me ha gustado mucho la gimnasia “artística”. Pero el otro día me cayó gorda. Hay que ver a esas niñitas chinas que no tienen más de diez años pero dizque tienen dieciséis (porque así debieran tenerlos para competir), alzando los brazos y la patita como robotines y lanzándole a los jueces sonrisitas a lo Chucky; o las pobres rumanas, llorando porque cayeron imperceptiblemente chuecas después de dar cuarenta vueltas pródigas en el aire. Y a todas las tienen ahí desde los cuatro años, en jornadas inhumanas de entrenamiento, quedándose chaparras y con unos cuerpos espantosos. Alonso decía que le daba flojera ver la gimnasia porque siempre es igual, siempre hacen lo mismo. De repente me di cuenta que tiene razón. Es como si cada cuatro años uno se sentara a ver la misma interpretación de “La flauta mágica” o de “La cucaracha”, a ver a quién le sale mejor. Y es así con la gimnasia y con todo lo demás. El atletismo a veces se siente como el conjunto de proezas humanas menos creativo y más monótono que existe, con la única posible novedad de que alguien llegue a tocar “La Cuaracha” más rápido. No quiero ser quitarrisas. Ya lo he dicho: ver el cuerpo humano al límite de sus capacidades físicas siempre es emocionante, siempre es un espectáculo. Es asombroso ver que los récords insuperables siguen superándose, como recientemente lo ha hecho el señor de las 12,000 calorías y las ocho medallas doradas en una semana. Y es más asombroso todavía pensar en todo el esfuerzo y abnegación que llevan detrás. Pero sólo hay una cosa peor que escuchar la misma melodía cada cuatro años, y eso es verles el sonsonete a ciertos atletas en la cara. Algunos lloran, algunos suspiran y aprietan los dientes, sí. Pero he visto muchos otros que a la hora de recibir una medalla, tienen la expresión de estar recibiendo un boleto de estacionamiento. Como si fuesen perritos de Pavlov, parecieran sólo responder al sonido del silbato y a la marca del cronómetro; como si su masa corporal se hubiera tragado completitas sus pulsiones y sus pasiones. 

El atleta mexicano se salva de eso. Supongamos que hay uno al que le gusta mucho nadar, pero vive en Vallejo y no tiene coche. Tiene que levantarse a las cinco de la mañana, desayunar lo mejor que pueda, y agarrar un pesero que lo deje en el metro, línea roja. De ahí transbordar a la línea verde, que lo deje en División del Norte, y de ahí agarrar otro pesero que lo lleve a la alberca olímpica. Para cuando llega ya le dio hambre, así que se echa una torta y un Boing. Cinco horas después y sin siesta, se está desvielando, necesita calorías, así que se echa dos memelas y una coca light. Y luego se tiene que ir a estudiar, porque está haciendo la secundaria abierta. Pero antes pasa a ver a su novia que vive en la Industrial, donde se come un bote de palomitas y dos Bubulubus viendo “Azul profundo”, y luego se queda hasta las 12 echando novio profundamente en la puerta. Con cuatro horas de sueño y grasas saturadas de pasión, no se puede ser Phelps. 
México ha ganado pocas medallas olímpicas. Bueno, ocupamos el vigésimo primer lugar en el medallero mundial de paralímpicos (que no está mal, podríamos estar en el cuarentavo.) Pero sin el “para”, la de oro más reciente sucedió hace ya ocho años en Sydney, cuando una mujer muy fuerte y muy fea de nombre Soraya Jiménez, lo hizo mejor que sus competidoras en Halterofilia, o el amor por levantar muchísimo peso. El presidente la llamó por teléfono (aquí los presidentes siempre llaman a cualquier atleta que pase del cuarto lugar en algo), y en la prensa la llamaban, entre muchos otros apelativos gloriosos, “la heroína de México”. Más que detestar la faramalla, la verdad es que yo siento muy poco amor por el levantamiento de cualquier cosa pesada. Pero tengo que admitir que, viniendo de un país cuya infraestructura para producir soldados del Olimpo es irrisoria, lo de esta mujer sí fue de aplaudirse. Y lo mejor fue que, a diferencia de otros, a ella no tuvimos que verla después en ningún comercial. 

Al mismo tiempo que Tatiana y Paola saltaban del trampolín de diez metros, en un cuadrante de arena traída de muy lejos, otras dos mexicanas, Bibiana Candelas y Mayra García, competían en voleyball “de playa”. La verdad no lo estaban haciendo nada mal; hasta las 3 a.m. que apagué la televisión, le estaban dando batalla a un par de griegas. Después de los gimnastas constreñidos, las levantadoras sufrientes, las nadadoras jetonas y las saltadoras ornamentadas, ver a estas mujeres fue como un oasis. Era inconcebible, pero estas chicas se lo estaban pasando bien. Se estaban divirtiendo. Corrían, se caían, se paraban, anotaban, se abrazaban, en los descansos tomaban buches de agua y parloteaban. Esto me llevó a una reflexión bastante estúpida, pero no hay nada que el atletismo tenga que hacer junto al deporte, junto al juego. El juego es impredecible, es azaroso, es pasional, tiene la virtud de la satisfacción presta, pronta, y mejor aún, compartida: si un compañero anota, los demás se alegran. Tal vez es por eso que deportes los hay todos los años, todo el tiempo. El deporte es generoso, el festejo es proporcional a la angustia, el goce es proporcional al esfuerzo. Cualquier choque de manos entre esas dos mexicanas fue más auténtico que todos los abracitos insulsos entre las gimnastas, y concentrado en una serie de instantes, me atrevo a pensar que más intenso que sus galardones. En resumen, Bibiana y Mayra no ganaron, pero estoy absolutamente convencida de que en su visita a China, se lo pasaron mejor que la mayoría. 

No tengo mucho más que decir sobre los juegos olímpicos de Beijing. La verdad, después de mi lunes maratónico no he visto demasiado, y tampoco estoy lo bastante enterada como para opinar sobre la contaminación, la sobrepoblación y las aseveraciones del Dalai Lama acerca de los chinos matando tibetanos en acción simultánea. No obstante, sí me gustaría apuntar un último malestar: ¿Por qué a la niñita que de veras cantaba la canción de la inauguración, la escondieron nada más porque estaba fea y pusieron a otra para que hiciera playback? ¿No que todo esto se trata de la tolerancia, de la apertura y de la amistad? Si no se hace algo pronto, a esa pobre niñita se le va a poner fea también el alma de puro resentimiento e inseguridad. Sugiero que le pasen el video de Soraya Jiménez en Sydney antes de que sea demasiado tarde. 

Por último, no dejen de ver esto. Es una propuesta alternativa a los juegos que yo no dudaría en apoyar. 

http://www.youtube.com/watch?v=M5X-9brvoq0

viernes, 8 de agosto de 2008

en DeFensa de lo inDeFendible


Hoy es un gran día para la letra che. Ocho del ocho del dos mil ocho con olimpiadas en China. También es un día chido para los Chilangos en su reino pacheco, cholo y churido. Después de la pinche lluvia que cayó anoche, echa chispas el sol. En esta ciudad siempre hay una noche especialmente olímpica en temporada de lluvias. Para mí, esa fue la de ayer. No voy a hablar de la incorporación a Constituyentes volviendo de dar clases en Santa Fe. No voy ni a sugerir lo que fue Constituyentes. Tan sólo las últimas tres cuadras en Amsterdam, me costaron 45 minutos de vida. Si es verdad que la alegría se mide por contraste, no es raro que media población de México afirme que le habla la Virgen.

Si la Ciudad de México de por sí es odiosa, nunca lo es tanto como en la temporada de lluvias, y los defeños hemos ido corroborando con un nudo en la garganta que con el paso de los años, ésta se alarga cada vez más. El paraguas es requisito de mayo a septiembre y al tráfico no le hacen falta tormentas ni inundaciones: entre las 5 y las 9, bastan tres gotas para que todo se desquicie (suelen bastar dos para que los semáforos se descompongan.) Una vez, en Altavista, tardamos cincuenta dantescos minutos en sacar a cubetazos el agua que había inundado por dentro el coche de mi amigo Oscar. Él mismo me contó haber visto pasar al conductor aterrado de un vocho con el agua hasta la portezuela, llevado por la corriente en sentido opuesto al tránsito de Observatorio. Se me vienen a la mente dos horas abominables atrapada en Patriotismo que culminaron con otras dos encerrada en un Vip’s, esperando a que fluyeran un poco las luces de los faros. (Ahí la música estaba feíta, pero por lo menos podía escribir y había baño.) Caminar por la ciudad cuando llueve está fuera de la cuestión. Olas aparte, he llegado a bordear una cuadra entera para encontrar un charco suficientemente angosto para brincar a la banqueta. Y luego a veces se caen árboles, se colapsan viviendas, se derrumban puentes. Ahora mismo, como todos los años, una parte del país (y del mundo) está hecha un caldo humeante de infecciones con tropezones de puertas, techos y desolación. Pero aunque suene insensible, no es de las fuerzas de la naturaleza ni de lo que está ocasionando el cambio climático en el tercer mundo de lo que quiero hablar ahora. Quisiera hablar del defeño común y su temple por habitar el Distrito Federal, en ésta y en cualquier otra época del año.

La Ciudad de México tiene más de 20 millones de habitantes. El número dice poco hasta que la sobrevuelas: ocho minutos consecutivos de un mar de luces (o de asfalto, según la hora del aterrizaje.) El pensar que esos ocho minutos están habitados y transitados hasta el último metro cuadrado, es una idea que incluso a mí, nacida en la médula de esta vorágine, me eriza la piel. Hay una canción muy bonita que cantaba Lola Beltrán. “Mi ciudad” es un himno poético sobre la Ciudad de México donde se dice que es una chinampa, un rehilete, un sol con penacho y zarape, un pájaro con nombre raro y quién sabe cuántas cosas más. Pero entre todas sus metáforas, hay una que encuentro muy fidedigna: “(mi ciudad) es jinete que arriesga la vida en un lienzo de fiesta y color”. Lo de la fiesta y el color, no sé. Pero lo del jinete que arriesga la vida, lo firmo. El chilango se la juega cada vez que asoma las narices a la calle. Hay riesgo de que te choquen, de que te atropellen, de que te estafen, de que te insulten, de que te asalten y de que te de una hepatitis fulminante en cualquier esquina. Y sin embargo, ahí estamos todos, retacando cada milímetro del Periférico, los camiones y los vagones del metro cada mañana, pintándonos en el espejo retrovisor y tomándonos el Activia en lo que pasamos el tope, como si hubiera esperanza, como si de veras así fuera la vida y así estuviera bien.

Por esas razones y por otras distintas, un día me fui de esta ciudad. Recuerdo claramente un sueño que tuve una de las tantas noches que dormí en Madrid. Estaba en la boca del metro 18 de marzo (línea verde, una antes de Indios Verdes), y una masa híbrida de gente, escándalo de ambulantes y vapor de garnacha me apretujaba y me engullía. Fue uno de estos despertares sudorosos en que te empujas el alma de regreso, nada más de saber que no estás en donde soñaste que estabas. Pasaron casi tres años antes de que volviera a estarlo.

Una vez, Garufo mi amigo sentenció: “Es una estupidez quedarse en la Ciudad de México cuando hay tantos lugares en el mundo donde se vive mejor”. Cuando me lo dijo, le di toda la razón. Por esas épocas yo estaba recién desempacada de mi sueño ibérico, suspirando por cada rincón de Malasaña y del Raval en cada bache y en cada volantazo instintivo ante cualquier pesero y su furia musical. Lo raro es que cuando alguien me preguntaba por mi experiencia trasatlántica, nunca me desbordaba en alabanzas ni detalles. Mi respuesta era escueta, casi tímida, pero tajante: “se vive bien”. Y es que en esta ciudad, por bien que se viva, se vive mal. En el D.F. no existen los planes espontáneos, a menos que sean con tu vecino. Los tiempos de recorrido son tan infames, que quedar con alguien que vive en el otro extremo requiere semanas de planeación. En esta ciudad no se puede ser peatón. Si no tienes la suerte de que tu destino concuerde con una línea de transporte directa, te esperan al menos dos transbordos, un pecerdo musical y jugar a la fiesta brava en unos cuantos cruces (aquí no existe la política de que los coches se paran en una curva para dejar pasar a un peatón, así tenga éste la luz verde.) En el D.F. las diferencias sociales son tan abismales, que uno vive tambaleándose en una quebradiza cuerda entre la indiferencia enajenada y la culpa calcinante (cuando no sufriendo las diferencias.) En el D.F. hay pocos barrios donde se puede caminar, y éstos siempre están: a) repletos para estacionarse b) plagados de parquímetros c) invadidos de restaurantes d) invadidos de comercios e) invadidos de coreanos, fashions, emos, chairos, concheros, patrulleros grasientos, vendedores ambulantes. En esta ciudad no se puede andar de noche sin resquemor, no se puede caminar por una avenida con un escote sin unos nervios de acero, no se puede alardear de una vida “cómoda” si uno no se mueve en un radio de dos kilómetros a la redonda de su casa con servicio doméstico y transporte propio. En esta ciudad (casi) no se puede ir al cine si no es en un centro comercial.

Y sin embargo…

Entre citadinos existe una afirmación que ya es casi lugar común: Al D.F. lo amas igual que lo odias. Esto es verdad en el sentido más literal. El defeño no sólo tolera su ciudad: se aferra. Hay algo en su faceta aborrecible que la hace entrañable en la misma proporción. Yo no puedo hablar por los demás, y tampoco puedo decir que soy una bohemia conocedora que se sabe la vida subterránea del centro histórico con sus cantinas, sus pulquerías y sus tugurios. Pero algo me sucede cuando transito el segundo piso en una tarde despejada, que se me apretuja el corazón. Algo parecido me ocurre en el café Gaby’s de la Juárez, en la Plaza Río de Janeiro en la Roma, en Francisco Sosa, en Santa Catarina, en Donceles y, llámenme naca, en el piso 45 del World Trade Center. Me gusta poder acelerar a 110 en el Circuito Interior (cuando se puede), sin que nadie me diga nada. Me gusta saber que -a diferencia del primer mundo- aquí siempre hay algo rico y barato que comer a cualquier hora del día o de la noche. Amo, por sobre todas las cosas, la primavera. No hay primavera como la de esta ciudad. A diferencia, otra vez, de las europeas, la de aquí no te cachondea con un sol picante para luego meterte el frío en los huesos a las cinco de la tarde. La primavera aquí es brillante, refulge, te acaricia la piel y los ojos con un estallido de jacarandas. Me perplejiza la forma en que los árboles rompen el asfalto para asomar sus raíces, cómo siempre reluce un pedazo de verde hasta en el más raquítico camellón. Es el mismo taxista que te mienta la madre con un horrible apelativo en una esquina, quien se puede desvivir dándote indicaciones si te lo hubieras encontrado en la siguiente. Esta ciudad es desquiciada y candorosa, violenta y compasiva, amorosa y desalmada. Es como una adolescente. Cree que ya vivió lo bastante, que ya lo sabe todo, pero no sabe un carajo; no tiene idea de qué quiere ser pero se lo imagina todo el tiempo; se sigue sintiendo fea por más que se guapee; se queja, se enfurruña, se enfurece, te patea, te abraza, se muere de la risa.
Me gusta saber que por aquí anduvieron los Rivera Kahlo y que en algún lugar de la Portales están Carlos Monsiváis y sus gatos. Y me gusta otra cosa que no sé bien cómo explicar. Es una sensación constante de que hay más, mucho más pasando aquí, fuera de lo imaginable. Algo latente, algo furioso, que rebasa por lejos todo lo kitsch que tanto fascina al extranjero y a los diseñadores y publicistas locales. Algo que no tiene que ver con el folklore, ni con Tepito, ni con el danzón, ni con los letreros bizarros ni con el “qué loco” que aplicamos los burgueses a cualquier fenómeno citadino que no sabemos nombrar. Y no sabemos porque, a diferencia de otras ciudades del mundo, la de México tiene la cualidad de causar estupor y fascinación, todos los días, en sus propios habitantes. Un estupor y una fascinación que, por algún motivo, ni siquiera el cine ha logrado plasmar.

Son casi las diez de la noche y esta tarde los dos taxis que pude parar en media hora se negaron a llevarme de Coyoacán a un teatro en el centro, por el tráfico de viernes lloviendo. A punto de claudicar y agarrar mi coche, recordé mi experiencia olímpica de ayer y decidí quedarme y perderme la obra. Así de plano. Esto jamás me hubiera ocurrido en Madrid, o en Washington, donde vive Garufo; o en Australia, donde vive Oscar, o en cualquiera de las ciudades a donde se han ido escabullendo poco a poco más de la mitad de mis amigos para vivir mejor. El que yo siga en el Distrito Federal es una buena pregunta que tiene prontas respuestas. Aquí están mis padres, buena parte de mi familia, al menos tres de mis grandes cuatucos. Aquí tengo el amor. Aquí están mi trabajo, mis alumnos, mi peluquera, mis doctores y mi cafetero de confianza. El que todo ello sea sorteable o transferible a otros lugares de residencia se contrapesa con una querencia más vaga y más sutil: aquí están mis códigos. El no tener que explicar de dónde es una, el no obligarse a medir las expresiones ni tragarse los referentes, el poder quejarse y reírse de lo mismo y con las mismas palabras con un desconocido, es algo que siempre eché de menos en la vida y en los taxis de fuera. Creo que esto puede más en mí que la conciencia de mi historia y de las partículas de chocolate Abuelita y de inversión térmica que habitan mis células.
Puede que nada de lo anterior sea un impedimento para mis amigos los autoexiliados, y puede que tampoco lo sea para mí, en el fondo. Bien dicen que la casa de uno es donde uno está, que esa se lleva dentro. Pero de mientras, suena bonito decir que vivo aquí porque no tengo remedio. No sé si me atrevería a cantar, como Eugenia León, “aquí me quedo, aquí nací y aquí me muero”. Pero por lo pronto, para bien o para mal, esperando con ansias los cielos baldíos del otoño, aquí estoy.

sábado, 2 de agosto de 2008

Hablemos de otra cosa


Son las 8:30 de la mañana de un lunes, estoy en el Jarocho frente a mi casa, y me dispongo a exponer las razones por las cuales pienso que la Ley Antitabaco, implementada en esta ciudad desde abril de este año, es un flagrante ejercicio de atole con el dedo y una ofensa para todos quienes padecemos de tabaquismo. Todo esto, sin reclamar la devolución de mi mesa de interior. A ver si lo logro.

El Jarocho es de los pocos lugares que quedan en este cuadrante del barrio donde se puede fumar. Ni siquiera el local de junto lo permite ya en sus mesas de la calle. La prohibición de fumar en espacios cerrados ha coartado una de mis prácticas cotidianas más gratas: salirme con mi computadora a trabajar. Solía hacerlo en la barra del Mundo del Café, pero ahora sólo quedan las banquitas de afuera y ahí no hay dónde recargarse. Cierto que quedan el Moheli, el Parnaso y alguna otra terraza de “sentarse”. Pero esas son una lata: hay que esperar a un mesero, decirle “no gracias, nada más un café”, cuando te traen la carta y otra vez “no gracias” cuando te quieren acomodar los cubiertos y ofrecerte “algún postrecito” (la esquina de los Milagros te despide directamente si no te lo comes.) Las otras opciones ya implican subirse al coche, y si vivir en este barrio tiene algún chiste, ese es, creo yo, poder caminar a sus cafecitos. Por lo demás, yo en un Starbucks no me paro salvo en casos de extrema necesidad.

El otro día veía con cierta nostalgia a Jean Paul Belmondo encendiéndose uno con la colilla del otro en Breathless. Días después, me eché The Hunger de Tony Scott, donde Catherine Deneuve chupa sangre y se fleta monogamias de 300 años envuelta en humo sofisticado. En las películas de ahora ya nadie fuma. Sólo lo hacen los personajes indeseables, perturbados o en conflicto con la autoridad. Mi familia fue una de fumadores empedernidos y todos lo han ido dejando. Sólo quedamos dos parias: mi cuñado Alfredo y yo. Sé que no debería, pero echo de menos las comidas familiares y las navidades de mi infancia, cuando correteaba alrededor de una mesa repleta de comida, de vino, de tabaco y de las voces dulces de mis tíos. Y digo que no debería echarlo de menos porque por más ideas románticas que pudiera yo atribuirle a la planta dorada, empezando por la nostalgia de un pasado ancestral donde el auténtico American blend se usaba para curar, para fertilizar, para bendecir y para hermanar pueblos, pasando por el recuerdo sí vivido de infinidad de momentos gratos, y recordando aquella letra de Fito Paez que rezaba "hay cosas que te ayudan a vivir", lo cierto es que el cigarro es una porquería. Lo sé yo y lo saben todos los fumadores, salvo los que aún tengan por costumbre liar pasto en alguna montaña perdida en el Estrecho de Malaca. Aquí ya no juega la ignorancia. Entre fumadores que hablan de fumar no se habla de la combinación de tal marca de rubios con tal cognac: se habla de dejarlo. Todo el mundo sabe que atrofia la circulación, que echa a perder la piel, los huesos y los dientes; que da cáncer en todas partes, que fulmina la energía, que apesta, que contamina, que mata y no pone. Todos sabemos que, muy probablemente, nos vamos a morir de esto. Dos de cada cinco, en promedio. Y para colmo, cuesta dinero. Tanto como para hacer un buen viaje al año. Entonces, llega la pregunta de los 64 mil: ¿Somos los fumadores una bola de idiotas? ¿Conformamos una cofradía kamikaze con un código de “muerte a los pasivos”? ¿Estamos declaradamente locos? Yo creo que no. Creo que ser fumador no es una cuestión de locura, ni de necedad y mucho menos de estupidez, aunque esto parece difícil de entender para unos cuantos.

Yo soy una fumadora a toda regla. De los que no se quedan sin un paquete de tabaco, de los que nunca tienen “uno por ahí”, perdido en casa; de los que prenden uno en cuanto salen del cine y se bajan de un avión y, de unos meses a la fecha, se salen de los bares y los restaurantes. De los que prefieren suprimir el café si están en un lugar donde no se fuma. De los que no los cuentan. Como buena fumadora, me caen gordos los turistas. Los que te roban “un cigarrito” y nunca traen encendedor; los que “sólo fuman cuando salen”, los que pueden pasarse un día completo sin fumar si tienen mucho catarro o mucha resaca, los que endiosan el cigarro de después de comer y nunca mencionan el de antes de dormir. También soy una fumadora considerada, creo. Si estoy en una casa ajena, busco abrir ventanas. Siempre recojo mis colillas, prendo inciensos y velas, y desvío el curso del humo con incomodidad si se cruza por ahí una embarazada o un niño pequeño. Nada de esto tendría por qué enorgullecerme, pero todo hay que decirlo. Por supuesto, soy de los fumadores culposos, de los torturados, de los que sienten un piquete en el costado y de inmediato se imaginan todos los cánceres y horrores posibles. Y hablando de dejar, soy de los fracasados que una y otra vez lo han intentado.

Pero no es por ser una fumadora empedernida (para mal y para mal) que abomino la ley antitabaco. Por más que me pudra no poder salirme caminando a trabajar con un café ni hacer una sobremesa tranquila. Lo fumador no quita lo sensato, y puedo comprender que para alguien que no fuma, debe ser muy desagradable que le estén echando humo encima a sus enchiladas. Y lo comprendo por pura empatía: incluso a mí me molesta. También comprendo que, además de molesto, el humo del cigarro es harto nocivo, y que nadie que no fume tiene por qué enfermarse ni morirse de gratis (aunque este argumento de que se enferma más el que lo respira que el que lo fuma, me brinca desde la lógica elemental de que quien lo fuma también lo huele, pero en fin.) No estoy pidiendo que suceda lo que en España y triunfen los miles de amparos de los bares y los restaurantes y que los fumadores volvamos jubilosos a nuestras mesas de interior en nuestros establecimientos asignados, y sean los no fumadores, bajo su propio riesgo, quienes decidan si van a esos establecimientos o a otros donde nadie les apeste las enchiladas. Aunque me encantaría, no es eso lo que reclamo. Esto no es una pataleta. Lo que no concibo es que una ley que supuestamente responde a un gravísimo problema de salud pública (alrededor de 160 personas mueren al día en México por causas relacionadas con el tabaquismo) de pronto despliegue una consigna masiva, arrolladora y efectiva como nada lo es en este país, para “proteger a los no fumadores”, y a los que verdaderamente padecen y encarnan el problema, que son los fumadores, los echen, como brillante solución, a la calle.

Este orden de las cosas ha funcionado de maravilla en países como Estados Unidos y Canadá. Y digo de maravilla, porque en efecto los no fumadores deben toser menos y si uno entra a cualquier establecimiento se respira muy bien, pero si te asomas al trastero, la cosa huele mal. Olvidémonos de cáncer de pulmón. En Estados Unidos hay 25,000 muertes al año tan sólo por incendios causados por el tabaquismo. Entre los jóvenes, las estadísticas suben y bajan desde los 90, pero la realidad es que no ha habido una baja significativa en el consumo de tabaco. Y es que con tanta gente muriéndose, para sostener sus ganancias, las tabacaleras norteamericanas necesitan enganchar aproximadamente 175,000 nuevos fumadores al año, idealmente jóvenes entre 14 y 18 años, lo que los lleva a gastar cerca de 130 millones de dólares (también anuales) en promover sus marcas. Y al que me diga que una cosa no tiene que ver con la otra, le diré que vaya con un neurólogo a checar si no se ve dos narices en la cara en lugar de una.
Hace unas semanas mi familia fue a comer. Buscaron un restaurante con una terraza para fumadores, y en el momento en que Alfredo (mi cuñado el paria que antes mencioné) encendió un cigarro, le pidieron que lo apagara. La razón: estaba sentado con un niño. Un niño que, cabe mencionar, ya se rasura y le saca una cabeza a su papá. Más allá de lo enojante de que venga un tipo a decirte lo que le afecta o no a tu hijo, yo me pregunto: Y a la señora que estaba fumando en la mesa junto al niño, ¿a esa no le pueden pedir también que apague su cigarro?

Antes de ponerme violenta y empezar a despotricar sobre la hipocresía y el puritanismo de esta ley, me gustaría analizarla un poco desde lo elemental. Dicen que con su implementación se va a reducir el número de fumadores. Temo disentir. Tal vez se reduzca el número de turistas, pero esos, a menos que le echen muchas ganas o tengan muy mala suerte, no les va a dar un enfisema. A un fumador, sí. Y ese, puede que se aguante tres en un restaurante, pero llegará a su casa y se fumará treinta. Porque esto no es un tema de “acostumbrarse” a no fumar, como lo hemos hecho en las oficinas, en los aviones o en el cine. Fumar no es un hábito, es la adicción más perra de la que se tiene noticia. Y con diferencia de otras adicciones más aparatosas, más batidas o más “compadecibles”, aquí no hay piedad. Al fumador, esta ley no le está echando un maldito cable.

En los estatutos de la Ley General para el Control del Tabaco (su nombre oficial) se menciona, de pasadita, brindar apoyo a los fumadores que quieran dejar el cigarro. Aparte de la del Instituto Mexicano del Seguro Social (en el cual hay que estar inscrito para que te regalen una gota de merthiolate) en la ciudad sólo hay cinco clínicas avaladas por el CONADIC (Consejo nacional contra las adicciones) que ofrecen programas de apoyo para fumadores, y todas tienen costo. Me parecen muy pocas opciones considerando a un sector de la población que con su compra de cigarros, ayuda a generar el 1.4 del producto interno bruto del país. Yo paso mucho tiempo en el coche, en mi trajinar de taxista oigo mucho el radio, y cada cinco minutos hay un anuncio de prevención contra la obesidad y la diabetes, lo cual me parece muy bien. Pero desde que se implementó la ley antitabaco, no he escuchado un solo anuncio relacionado con el tabaquismo, ofreciendo alternativas de tratamiento o promoviendo las ventajas de dejar de fumar. A los niños se los remachan en las escuelas, y eso no lo desdeño. Pero tengo la sensación de que tanto los señores funcionarios como la sociedad que regulan, asumen que con el fumador hay poco que hacer, que ese fuma porque quiere y, por lo tanto, que se las arregle como pueda. Yo les tengo una noticia a los señores funcionarios y a quienes los aplauden: el fumador no fuma porque quiere. Lo subrayo: fuma porque el tabaco es la droga más cabronamente adictiva y difícil de dejar que existe. No voy a intentar, ni por un segundo, validar mis “derechos” como fumadora orgullosa que lo hace porque le gusta; a mí me encantan los camarones y no cargo con veinte en la bolsa. El fumador fuma porque no tiene remedio, y fuma porque el mismo engranaje que dicta las leyes para “beneficio de la sociedad”, ha hecho todo lo posible por promover el enorme “placer” de fumar, así como producir, manipular, importar y vender los billones de cilindros venenosos que lo satisfagan. Con los bolsillos llenos por concepto de impuestos a la Philip Morris México-Cigatam y la British American Tobacco (que controlan 99.5% del mercado nacional, y que ahora supuestamente van a perder 22% de ingreso anual, pobrecitos, me matan de pena), es muy fácil lanzar cifras aterradoras, sacudirse responsabilidades poniendo advertencias más grandes y prohibiendo publicidad en eventos deportivos, y coronarse ahora con flores de olivo propinando 36 horas de cárcel y una multa de 100 salarios mínimos (6 mil pesos, 400 euros) a quien “mantenga un cigarro encendido” en lugares prohibidos. A los establecimientos les va peor: hasta 10,000 salarios mínimos por infringir la ley. Su mayor orgullo en esta caza de brujas, es incluir una novedad llamada “denuncia ciudadana”, en donde cualquiera tiene derecho y permiso de acusar, como en la primaria, a quien sorprendan transgrediendo la ley. No es extraño que todo esto funcione como instrumento de relojería, ¡ni siquiera gastan en monitoreo! Para lo único que interviene la Secretaría de Salud es para vigilar que no se vendan cigarros sueltos en las tiendas. Me parece aberrante que lloriqueen porque costear las enfermedades derivadas del tabaquismo les cuesta más del doble que lo que ganan por impuestos al tabaco, y me parece doblemente indignante que se les llene la boca enunciando las 4,200 sustancias tóxicas –entre ellas acetona, arsénico y amonio- que contiene un cigarro. Lo que debería de darles vergüenza es cobrar porque se venda ese veneno. A mí me debería de dar más por fumármelo, y de repente hasta se me ha cruzado por la cabeza que deberían prohibirlo. Pero como ocurre con todo lo prohibido en este planeta, mataría el doble y enriquecería el triple.

En México nos gusta mucho la frase de “por algo se empieza”. Debe ser por eso que cada iniciativa a favor de la gente se queda a tres cuartos del camino. Me gustaría pensar que la legislatura está empezando por discriminar a los fumadores y terminará por darnos apoyos, terapias gratuitas, investigación, campañas en el radio y en la tele, acupunturas, hipnosis y lo que haga falta hacer y que se hace con la obesidad y con cualquier otra adicción que mata gente en este mundo, pero sinceramente lo dudo. Una pregunta interesante es si yo misma echaría mano de esos apoyos. No lo descarto. Lo que sí sé es que en torno al cigarro hay muchísima información que se ignora, muchos mitos que, de darse a conocer masivamente, seguramente ayudarían a dos que tres necios. Está visto que ante las enfermedades y las estadísticas los fumadores padecemos una ceguera crónica, pero saber, por ejemplo, que el cigarro no da absolutamente nada, ni relaja ni desestresa ni provee ningún placer real salvo la recarga de la nicotina en el cuerpo, lo mismo que ponerse unos zapatos apretados sólo por el placer de quitártelos, es una noticia por la que tuve que pagar 1,100 pesos y, aunque a mí no me curó, por lo visto funciona para el 90% de casos exitosos que propaga el centro privado al que asistí. Si vivimos un estado de alarma en la salud pública, ¿por qué no hacer pública esta clase de información? Porque está claro que esta no es una cuestión de salud. Voy a sonar bien ardida pero siento descorazonar a los no fumadores: nada de esto está ocurriendo porque se preocupen mucho por ellos. De lo que se trata es de gastar menos, de ganar más y de ensalzarse, que son las únicas tres cosas que sabe hacer bien el gobierno de este país.

Empezar a fumar y dejar de fumar son, desde luego, decisiones personales. Yo no estoy pidiendo que nos aplaudan ni que nos compadezcan. Pero esta segregación, este juicio, esta doble moral y esta absoluta falta de interés por ayudar auténticamente a las personas, lo único que están logrando es que me sienta orgullosa de llevar estérilmente la contraria. Están logrando que me sienta rebelde. Eso tal vez le ayude a un no fumador, pero a mí me hace más daño que si tuviera que digerir cada día una cubeta de camarones al ajillo. Y con todo, eso sería mejor.

viernes, 25 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte Ultima)




Y es que desde el principio de los tiempos, pasando por la Cenicienta hasta llegar a Bridget Jones, el mensaje va más o menos así: no importa cuán autosuficiente puedas ser y cuán contenta puedas estar: si no hay un hombre a tu lado que te valide, que te afirme, no estás completa. Tan-tan. En todo esto hay una cosa latente, no dicha y muy bizarra de ser hallada, “elegida”, que nos complica absurdamente las cosas. Sí, sí, muy espeluznante el panorama.

No quiero que se me entienda mal: yo creo que estar en pareja es maravilloso. A mí me gusta estarlo, y lo estoy por elección. Y creo otra cosa. A los seres humanos no nos gusta estar solos. Más que acompañados, más que satisfechos sexualmente, nos gusta estar en intimidad, en cercanía exclusiva. Por alguna razón hay más hombres buscando pareja en Internet que mujeres. La cosa es que las mujeres lo sufrimos y nos lo tragamos como una exigencia social ADEMÁS de como la carencia existencial que compartimos, de por sí, con el resto de nuestra especie.

Ahora bien, hay algo que he estado implicando a lo largo de todas estos párrafos pero que convendría hacer patente: no conozco una sola mujer soltera que esté enroscada bajo la cama, chasqueando los dientes, sintiéndose miserable, y aventándosele a lo primero que pase. Aquí hay una premisa indudable de decisión. Me parece que esto viene de una vertiente positiva, y de otra más o menos. La positiva es que las mujeres ya no necesitan de los hombres para sustentarse, se proveen a sí mismas, lo que les da un bendito margen para proveerse y administrarse otros goces: sus horas, sus amigos, su quincena, sus rituales mañaneros, sus años más guapos y sus habitaciones propias (bravo Virginia Woolf), en lugar de irse corriendo a pelearse por la sábana, esperar turno para el baño y negociar cada decisión vital, desde la película y la marca de la catsup hasta las reuniones sociales y el dónde vivir. Más aún, creo que las mujeres se la están pensando dos veces antes de entrar en una dinámica donde, además de seguir sustentándose, les va a tocar administrar una casa (probablemente) y atender a unos vástagos (con casi completa seguridad.) Porque esto también hay que admitirlo: todavía estamos bastante movedizos en los temas de “igualdad” para esos efectos.
El problema viene cuando esta elección, tanto en hombres como mujeres, se convierte en una carrera frenética donde las opciones son tantas que da terror quedarse en un lugar. Lo veo día con día entre mi gente, no sólo en temas de pareja, sino de trabajo y de lugar de residencia. En los tiempos globales y ultra capitalistas en que vivimos, la oferta desbordada convierte a la vida en una especie de anaquel de supermercado. Es muy loco, porque yo llevo muchos años haciendo mi súper y todavía me tardo un rato para escoger los cereales y el yogurt. Y me parece que es un poco así de cara a la vida en pareja, siempre con la pregunta zumbando detrás del oído, como sonsonete: ¿y si hubiera algo mejor…? Por otro lado, en tremenda paradoja, nunca como ahora había sido tan difícil establecerse. Nuestros padres se hacían de una casa a la edad en que nosotros difícilmente podíamos rentar un departamento. Hoy en día ahorran los magos, la mayoría vivimos al día. (Por supuesto, pagando las tarjetas con la ropa, las cremas, los discos y las computadoras a plazos que "tenemos" que tener y que en realidad no podemos comprar.) Todo esto nos orilla también a una adolescencia prolongada.
En la primera parte de ésta que ya parece encíclica, Emmanuel comentaba que para como va esta juventud, no le extrañaría que la humanidad se redujera a la mitad, con esta incapacidad para casarse y tener hijos. Yo coincido sólo en parte. En el planeta sigue existiendo una droga inagotable, inexplicable, inasible y atómica, que se llama enamorarse. Esta droga sigue obligando a las personas a hacer cosas muy osadas y muy extremas, como juntarse y reproducirse. Ya lo dijeron dos profetas muy listos: All you need is love. Y esto, sin buscarle significados místicos, sublimes o complejos. El asunto lo veo yo bastante simple: para una especie que es capaz de matarse entre sí por gusto, el amor es, sin más vueltas, el único mecanismo que nos mantiene existiendo sobre la faz de la Tierra.

El que el amor sea para todos y dure para siempre, es algo que parece preocuparnos mucho a las mujeres. (Y a los hombres también, aunque se hagan.) Yo no tengo la menor idea, pero tengo una historieta. Hace muchos, pero muchos años, existió en mi familia una mujer llamada Fernanda. Creo que no era muy guapa y ya se le estaba pasando la edad para casarse. Fernanda tenía un pretendiente y también una hermana de nombre Pilar, que quería ser monja. Como no había dinero para meterla a un convento (por lo visto en esos tiempos salía más caro internar a una hija que casarla), Pilar decidió hacerle caso a un hombre que visitaba la casa familiar. El hombre era nada menos que el pretendiente de su hermana Fernanda. Pilar se casó con él, y cuenta la leyenda que el golpe fue tan duro para Fernanda, que se le fueron las cabras. Estuvo en un hospital psiquiátrico hasta que murió, rondando los sesenta años. Pilar tuvo cuatro hijos y vivió hasta los noventa y tantos, mismos que se pasó rezándole a incontables estampitas, sumida en una amargura permanente. En nuestro vocabulario popular, existe una palabra espantosa donde las haya, y esa palabra es “quedada”. Creo que este término aplica por igual a las dos mujeres que acabo de describir. Las dos se estacionaron en una existencia que no querían; el pánico las paralizó y las arrinconó a un inacabado, a un suspendido, a una cancelación voluntaria de la vida. No se hicieron las preguntas (o no soportaron las respuestas), no buscaron salidas, no pelearon, se traicionaron: se quedaron.
Lo único que es para todos y para siempre en esta vida es la propia vida, y esa se acaba cuando se acaba uno. Ahí está el límite. Yo no sé si hay que casarse, si no hay que casarse, si hay que tener dos hijos o cinco o adoptarlos chinos, si hay que imitar a Simone de Beauvoir y dejar que Sartre viva en su propia casa; si hay que peinarse el mundo, asegurarse una cómoda vejez o tomarse un batido de poligamia con peyote y paracaidismo antes de morirse. Eso cada quien lo sabe. Y de ahí, la lucha más dura es con uno mismo. Con hacerse caso.
Hay muchas maneras de ser soltera, unas más despreocupadas y otras más turbias; unas más resignadas y otras más luminosas, dependiendo de la percha donde se ostente el título. A veces ninguna tiene que ver con un certificado. A la única que no hay que dejar sola nunca, pase lo que pase, es a una misma.

lunes, 21 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte III)

“¡¡¡Que levanten la mano las solteras!!!”, exclamaba el jovial cantante de la Sonora Santanera de Carlos Colorado la noche de este viernes en la fiesta inaugural de un festival de cortometraje en San Miguel de Allende. “A ver, a ver, ¿dónde están? A ver, arriba esas manitas… Qué bonitas, qué bonitas, felicidades”. Es curioso, porque a lo largo de casi dos horas, estos diez o doce tipos que parecían clonados, como en video de Adicted to Love, y que tocaban muy bien, todo sea dicho, no reclamaron a los cineastas, ni a los solteros, ni a las gringas (mayoría aplastante), ni a Tongolele (que ahí estaba.) Las solteras, sin embargo, fueron exhortadas y felicitadas (?) en más de tres ocasiones. Quisiera pensar que todo era en tónica de homenaje. Lo preocupante es que en cada convocatoria, el vocal tenía que añadir un “ándenle, que no les dé pena”, que no me gustaba nada. Será por eso que eran tan pocas las que levantaban la mano. Aunque a lo mejor es nada más porque casi todas eran gringas y no entendían…

¿Qué pasa con esta cosa femenina de tener que casarse? Es posible que mis amigos gachupines se estén descojonando de risa al leer esto. Pero créanme: en México sí es un tema. Tal vez no las señalen con dedo acusador y cuchicheen en los mercados y las barberías a su paso, pero de que hay un resquemor, una fruncida de ceño, un señalamiento velado para las mujeres que no se casan, los hay. Y el peor de todos, no viene de fuera. Está bien incrustado, como pedazo de elote, entre los dientes castañeantes de cada mujer.
Yo tuve la oportunidad de conocer de cerca un ejemplar prototípico. Ella tenía entonces 31 años y era bastante mona, abusada, y estaba obsesionada con dos cosas: con Argentina y con casarse. De una familia muy muégano y muy mocha, era la única hermana soltera y cargaba con un sino mordaz: era socia y encargada de una tienda de vestidos de novia. Como caso extremo que era, seguía guardando “su virtud” para la luna de miel, y frustrando con ello a un galán potencial tras otro. Aún en los ratos que no estaba hablando de casarse, cada uno de sus gestos llevaba impresos la amargura y el candor de quien no puede darse el lujo de perder la esperanza. El poco tiempo que la traté me la pasé tratando de convencerla de que se fuera a Buenos Aires. Dos años después me la encontré en el Moheli y, con prisas, me dijo que sí se había ido, por unos meses. No pude preguntarle más.

Me gustaría lanzar un par de datos curiosos, uno concreto y otro abstracto. El concreto es que en mi círculo de amigos y conocidos cercanos, con más o menos el mismo número de hombres que de mujeres, todos los hombres, excepto dos, se han casado. Todos antes de cumplir los 30. De las mujeres, más de la mitad seguimos solteras. Y todas tenemos más de 30. (Para ahorrarnos problemas asumamos el término “soltera” en su acepción burocrática; es decir, no casada.) El abstracto: las estadísticas muestran que en los sistemas virtuales de búsqueda de pareja, la mayoría de los usuarios son hombres.
Pero dejemos a un lado un rato a los hombres, con permisito, gracias. ¿Qué está pasando con todas estas mujeres? Algo que parece bastante claro es que estamos presenciando un salto generacional. Las encomiendas que antes se palomeaban en los veintes se están traslapando a la siguiente década. De todas las mujeres que conozco que han sido madres o están en vías de serlo, sólo una ha parido antes de los 30, y eso porque se le fue el patín. (Por cierto, la mayoría son madres no casadas, o sin pareja.) El mismo salto está ocurriendo de cara a los casamientos o la unión libre. No sé si resultado de la ciencia y su alargamiento de la vida y la del propio conteo reproductivo, o simplemente de la serie de liberaciones y revoluciones que ha venido experimentando la mujer desde que comenzó a votar, pero tal pareciera que las mujeres nos estamos dando nuestro tiempo.
El problema es que, al menos todavía en México, no lo estamos haciendo sin una buena dosis de angustia a cuestas. Porque entre todas las mujeres solteras que conozco –tal vez sin llegar al extremo de la encargada de la tienda de novias- no hay una sola que viva plenamente tranquila con el tema o a la que le sea indiferente. Y es que las transiciones siempre son dolorosas. Algún día lo platicaba con mi amiga Michelle en las Lupitas: tal vez dentro de diez años todo esto será perfectamente normal y llevadero. Pero en los días que vivimos, lo estamos librando no sin unos cuantos puntapiés y forcejeos. De no ser así, una serie como Sex and the City (ya me estaba tardando en mentarla) no hubiera sido el hitazo que fue. Miles de mujeres alrededor del globo de pronto pudieron exclamar, “¡Oh, esto es posible! ¡No estoy perdida! Se puede tener 30… y 33… espera, ¡no puede ser! ¡¡38!! ¡¡45!! Y no tener la vida sentimental definida ni resuelta y seguir divirtiéndose en el proceso.” Sólo que hay algunos pormenores: misteriosamente, ninguna de las protagonistas de Sex and the city tenía familia, ninguna pesaba más de 55 kilos, ninguna tenía problemas con usar tacones en invierno, y… auch: al final, todas se casan. Todas. (Todas menos la golfa de Samantha, que además se vio bien bruta porque el güero al que dejó, opinión que comparto con mi amiga Claudia, es el único que no es un pelmazo.)

Una de las preguntas más interesantes que me formularon el martes pasado en la entrevista de las “solteras interesantes”, fue qué tanto sentía yo la presión social al respecto. Real, contundente. Me costó trabajo responder. La verdad es que no la siento tanto. Incluso mi madre, que tiene sus ideas muy fijas sobre lo tradicional para muchas cosas, no me presiona. (Pero yo creo que eso es porque todavía fantasea con que Felipe de Borbón se divorcie de Letizia y venga a invitarme unas chivichangas.) Tal vez la reprimenda más fuerte la recibí hace ya unos cuantos años, todavía en mis veintes. Yo estaba viviendo entonces en Barcelona, medio ganándome la vida, medio en pareja, sin demasiadas certezas. Mi hermana mayor, Thaida, en una carta muy amorosa pero muy fuerte, me confrontó por no tenerlas. Le faltó poco para lanzar el categórico “cuándo vas a sentar cabeza”. Primero me enojé, poco después (aunque por razones ajenas a la carta) abandoné esa vida, y luego senté un poco cabeza a mi manera. Es decir, aún sin certezas. Hay contemporáneas que lo tienen más difícil. Supe que otra de las entrevistadas para el artículo contó que su abuelo, en su lecho de muerte, le suplicó que se casara. Y es que las mexicanas lo tenemos especialmente complicado por el doble discurso matriarcal y machista en el que todavía se mueve este país. Dejando a un lado por un momento el tema de casarse, he visto amigas mías, letradas, listas y autosuficientes, francamente agobiadas por haberse ido a la cama en una primera cita, paranoicas por el letrero de golfa que el susodicho y el mundo entero pudieran colocarles. La formación religiosa tampoco ayuda ni tantito en estos menesteres, pero ese es un tema en el que ahora mismo no quiero indagar. Pensando que sea cierto y que hoy por hoy una de 35 en México todavía medio se salve, una de 42 sigue siendo la “quedada”, contrapunteada con el “soltero interesante”. ¿Por qué? El primer indicio es el asunto biológico. Un hombre no tiene prisa, una mujer, sí. Una mujer tiene una función que cumplir: tiene que reproducirse. Al saltarse esa función, la sociedad se la cobra. Pero de ser esa la razón, los 4.5 millones de madres solteras que hay en este país estarían coronadas de laureles y, al menos las que yo conozco, están lejos de haberse librado de la presión de vivir en pareja.

La mujer soltera no cabe en ninguna minoría. Al contrario que un negro, un latino, un queer o un fan de Vanilla Ice, no tiene nada de qué enorgullecerse; no tiene un nicho en el cual resguardarse y donde sacar la garra y componer canciones depresivas y hacer desfiles con tangas de conejo. Pero hay esperanza. En este mundo desquiciado, neurótico, asfixiado de basura y salvaje con botoncitos en que vivimos, una de las pocas cosas salvables es que vamos avanzando en apertura y en tolerancia. Al menos la mujer ya vale por sí misma, y no por una dote que dictamine su destino. Si las solteras lograran ir con la cabeza en alto, con suerte conformarían una orgullosa minoría que un día organizaría marchas orgiásticas donde los vestidos blancos se inmolarían en gigantescas hogueras de ramos chamuscados, todas bailando con ligueros en la cabeza al son de la Víbora de la mar. Pero esa, me temo, es una fantasía tan lejana como la deportación masiva de todos los gringos de San Miguel de Allende.

(Continuará... y finiquitará.)

miércoles, 16 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte II)


Creo que antes de ir más lejos sería prudente examinar un poco mi postura sobre esto del casamiento. Voy a ser completamente sincera: a mí a veces me da lástima haber abandonado mis creencias religiosas. Por muchas cosas densas sobre las que otro día platicaré, pero entre ellas, porque cada vez que paso por la iglesia de la Conchita, que es tan vieja y tan hermosa, digo chihuahuas, qué bonito hubiera estado salir por aquí con arroces crudos volando y el vestido blanco manoseado y besuqueado. Pero esa ya me la perdí. Dejar que me cayera arroz encima afuera de una iglesia, de no ser accidentalmente, sería a estas alturas una monumental incongruencia.
A veces me consuelo pensando que el registro civil que está aquí en la plaza Hidalgo de Coyoacán la verdad no está tan gacho, aunque la institución matrimonial lo que tiene es un escabroso parecido con darse de alta en Hacienda. Hasta su parte “solemne”, coronada con la Epístola de Melchor Ocampo, es la cosa más machista que se ha pronunciado en los altares laicos del universo. Cuando la gente proclama este tópico y odioso “no necesitamos un papel para validar nuestro amor”, no tienen ni idea de lo ciertos que están y lo equivocados: la frase carece de sentido desde la raíz, porque el famoso papel, lo último que valida es el amor. Así que aunque quisieran validar su amor yendo con el juez, por más guapeados y rete enamorados que se presentaran, no lo lograrían. Lo único que valida la unión civil es una nueva sociedad en la cual dos personas adquieren derechos y obligaciones para administrar el patrimonio que resulte de su unión. Eso es, y no más. Y está muy bien. Porque si estas dos personas están pensando en chutarse quién sabe cuántos años, cuentas bancarias, hipotecas, chance hijos y, en el peor de los casos (que no infrecuente) llegar a caerse muy mal, ya les vale estar bien administrados. Y para quien no comulgue con la Carta Magna, Melchor Ocampo y sus secuaces, ya existen leyes que protegen a las parejas en concubinato.

Lo que no existe hasta hoy es una ceremonia que legitime la decisión. No el contrato. Y alguien me dirá que para eso está la fiesta. Y yo le daré buena parte de razón. Detenerse un día en la vida y decir: “Éste, que no es mi pariente, éste y no otro, es con quien yo quiero acompañarme en la vida y compartir mis horas, mi comida, mi cama, mis querencias, mi sueldo, mis achaques, mis proyectos, mi cuerpo, mis mañanas y con suerte hasta mi código genético”, bien amerita una fiesta. Si uno celebra porque cumple años, porque el niñito Jesús nació, y por una serie de cosas que no decidió, ¿por qué no va a celebrar un arrojo de estas proporciones? Lo que a mí me sigue faltando es el ritual. La fiesta no deja de ser una cosa material, efímera y que se urde en función de un montón de gente y de cosas que al final poco o nada tienen que ver con los directamente afectados. (Razón de más para espantarse con el dineral ridículo que la gente gasta en el trámite.) A mí me hace falta algo que marque, que finque, que ciña. Es una pena que todos nuestros rituales están enlatados en la religión. Porque aunque incorporara yo algún rito mapuche mezclado con hinduismo y la Pachamama, sería para el caso lo mismo que ir a que me dé permiso el Dios de Moisés y Jeremías: son cosas en las que no creo. Alguna vez se me ocurrió hacer una ceremonia pagana y colorida a cargo de los mutuos seres queridos quienes con palabras, ungüentos, jarabes tapatíos o los elementos que a ellos se les ocurrieran, dieran las pertinentes bendiciones. Cuando se lo dije a Alonso, mi chico, me tildó de hippie y me rebatió con un argumento bastante sólido: los ritos son ritos porque nacieron en un momento específico con una razón de ser. No se “inventan”. Pero luego pienso: ¿este vacío de ritual no sería razón suficiente para inventar uno para la posteridad que siga de ésta?

Creo que no soy sólo yo. Todos necesitamos ritos. Porque esto, después de todo, no es más que una mera y llana ilusión. El matrimonio no deja de ser una construcción, una abstracción, que a cada quien le encaja en la cabeza según el molde que traiga dentro. Para unos casarse es sinónimo de fidelidad, aunque para otros no lo sea aún cuando así tengan que prometerlo. Para algunos es asumir una adultez, a veces tan pesuda como para traer vidas humanas al mundo; aunque para otros, como los que dicen que las niñas de 14 se pueden casar, la adultez en estas cuestiones parece ser lo de menos. Para unos es seguridad, para otros es un trofeo, para los más, es compromiso… Esa palabra tan incisiva en estos vericuetos. En cine hay una frase muy socorrida: “lo que rodaje no da, moviola no presta”. O sea que lo que no se filmó bien, la edición no puede arreglarlo. Pienso que esta sería una alegoría atinada en lo que respecta a las relaciones, deriven o no en matrimonio. Algo así como “lo que pareja no da, casorio no presta”. Lo que haya, tiene que haberlo de por sí, antes de y pese a casarse, juntarse o lo que sea. No hay absolutamente nada que un nuevo estatuto pueda venir a resolver, compensar, completar o designar, si no existe de por sí entre los emparejados. Desde luego que tanto en el antes como en el después, esto es un ensamblaje forzado, y hay que limar mucho las esquinas para que vaya embonando. Pero basta, que éste no es el consultorio mafufo de la doctora corazón.
La cuestión es que cuando de “unir las vidas” se trata, todo es tan amorfo y tan difuso y para colmo tan doble, que si no fuera por el ritual, creo que sería imposible sortear la empresa. Más allá de las creencias, los seres humanos necesitamos fechas, signos, límites, conmemoraciones, estructura. Más que una seguridad (dudosa), un compromiso (indefinible), una eternidad (imposible) o un papel que los confirme, necesitamos una narrativa para el amor.

(Continuará.)

domingo, 13 de julio de 2008

Casarse con la idea (Parte I)

El martes pasado fue un día extraño. Al mediodía estuve tomando café en la plaza de la Conchita con Jasmine y Susana, una de las parejas más sólidas que conozco. Nos pasamos casi dos horas hablando de relaciones sentimentales. Más concretamente, del tema de casarse o no casarse. El matrimonio entre gente del mismo sexo es legal en Montreal, donde ellas viven, pero aunque han coqueteado con la idea, les sigue pareciendo una institución más bien obsoleta cuya finalidad siempre ha tenido que ver con tener control sobre el rebaño social. La única desventaja grave que Susana apuntó sobre no casarse con Jasmine, fue que si ella muriera en territorio canadiense, sería el Estado mexicano, y no su pareja, quien tendría la última palabra sobre su cadáver. Datos bizarros aparte, uno real es que cada vez son menos las personas que se casan en países desarrollados, y que en ese sentido (entre muchos, muchos otros), México todavía no es uno de ellos.

Horas más tarde, después de guapear la casa, ir por arroz a la fondita de Aguayo que por la noche es churrería y trabajar un rato, recibí en mi casa a una mujer que yo no conocía, y que está escribiendo un artículo sobre la anti-boda, o algo por el estilo, para el suplemento semanal de un conocido periódico. Dio conmigo por Pablo, un amigo en común, quien al parecer le dijo que yo era una “soltera interesante”. Al menos soltera en lo que al rellenado de papelería oficial se refiere. Es decir, no casada. No sé si esto debiera halagarme, pero tratándose de la primera entrevista que me han hecho, el que ésta no tuviera que ver con mis habilidades o con mi carrera o con mi desprecio por la ley antitabaco, me pasó a dar básicamente igual.
La primera pregunta fue si yo de niña había fantaseado con mi boda. Respondí que sí. En realidad, yo de niña y de adolescente fantaseaba con todas las cosas que una niña y adolescente de clase media, criada en una familia católica y formada en un colegio de monjas, debe fantasear. Incluso con ir al cielo. No sé bien cuándo se me empezaron a romper los esquemas, pero creo que favorecieron tres cosas: haber crecido en un ambiente familiar sí católico y sí conservador pero de funcionalidad bastante exótica; haber tenido dos hermanas mayores, una de las cuales desposó a un psicoanalista ateo y divorciado que conmigo le jugó bastante a la figura paterna; y haberme ido rodeando, al principio sin querer, de una muy variopinta fauna de amigos.

Pero vuelvo al punto. Por lo visto, el tener 32 años y no haberme casado todavía, significa que estoy desafiando algún esquema. Si no, no hubiera venido a mi casa una desconocida a preguntarme cosas como que para mí cuál es la edad límite para decir “no me he casado” y cuál para responder “ya no me casé”. Esto yo no lo sabía al momento de la entrevista, pero legalmente una mujer mexicana podría responder “no me he casado” desde los 14 años de edad. A la segunda contesté que nunca, no hay tal cosa como una edad límite para decir que una ya no se casó. En la familia de mi madre hay dos tías que se casaron en sus cuarentas; la actual mujer de mi padre se casó con él entrada en sus cincuentas, la bruja que solía yo consultar predijo dos veces que mi madre de 73 se volvería a casar (aunque no ha sucedido.) Uno se puede casar cuando se le dé la gana y a una se le puede dar la misma gana de no hacerlo. Como mis primas Concha y María Dolores, un par de hermanas perfectamente guapas y encantadoras que acaban de entrar también a sus cincuentas con sus chambas, sus viajes y sus galanes. O como mi tía Meche, que aunque no tuvo nada de lo anterior salvo la chamba, se hizo cargo de cinco hijos que ni siquiera eran de ella. Si bien es cierto que tenemos colgado de las pestañas el susodicho reloj biológico, está claro que para darle curso a la biología no hace falta estar casada, y que estarlo en muchos casos tampoco garantiza que una quiera o pueda reproducirse. Esperanza mi analista opina que casarse es algo que hay que hacer al menos una vez en la vida. No lo sé. Tampoco supe bien qué responder cuando la señora (casada) de mi edad que estuvo aquí en mi casa me preguntó si este es un asunto de elección o más bien de pura suerte. Aunque luego le fui pensando....

(Continuará)