lunes, 21 de diciembre de 2009
Caridad
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Turismo juvenil
La pasión de una adolescente es algo que jamás debe subestimarse. La pasión de una adolescente puede llevarla a pasarse las noches de sus viernes y sábados subida en un camión escolar cantando a todo pulmón canciones de Mocedades y Ricardo Arjona, pintándose como espantapájaros y fumando cigarros mentolados camino a escuelas recónditas. Quizá la única digna de ostentar el título de Noche Colonial para referirse a una carnicería de escuincles con incipiente bigote ligándose niñas de doce años entre puestos de fritangas, sea la que tiene por anfitriones a unos emuladores de tunos dieciochescos, que a las muchachas les resultan insólitamente seductores con sus mallas, sus panderos y sus cintas (nada sucintas). En estas noches locas embriagadas de Fanta, borrachas de elotes, gorditas y hot cakes, una adolescente es capaz de cualquier cosa. Y es que, cual Harry Potter, va cubierta con una capa mágica, mística, todopoderosa, capaz de elevarla sobre la tarima más maltrecha, con micrófonos siempre mal sincronizados, y cantarle con el alma a una bola de señores aburridos con sus esposas gordas y sus hijos delincuentes como si fueran el público del festival Rock y Ruedas de Avándaro en 1971. Ella rasga las cuatro cuerdas dobles de su mandolina y entona con vehemencia “La malagueña” sin percatarse de que toda la atención del público se concentra en las trepidantes y descomunales tetas de la chica de la marimba.
Ávida de reconocimiento, sedienta de identificación, famélica de sentimiento de pertenencia, una quinceañera exaltada es capaz de cantar el padrenuestro tomada de la mano de sus compañeras de capa antes de cada show; de encontrar sexys a un unos tipos de jorongo que ligan con chistes malos y canciones de Víctor Iturbe y de los hermanos Castro, y de pensar que usar bermudas negras con pantimedias color natural, favorece. Más que cándida, absolutamente carente de prueba de realidad, tiene las agallas de invitar a su familia a cualquiera de estos convites al aire libre y someterlos a una espera de horas tiritando con cafés de calcetín para escucharla. Y no sólo eso. Es capaz de invitar a su novio. Es capaz de invitar a la familia de su novio.
Todo esto no sería tan grave si, por las mismas épocas, la joven en cuestión no practicara las artes de la manipulación, inflingiendo culpas en otras compañeritas todavía más jóvenes, maníacas y sugestionables que ella, haciéndolas llorar diciéndoles que no quieren lo bastante a sus papás y que Jesucristo murió por ellas y nada más que por ellas, en medio de pláticas en el bosque y de más canciones de guitarra, entre las cuales se incluyen éxitos inmortales como "Tuyo soy", "Nadie te ama como yo" y “Viva la gente, la hay dondequiera que vas, shubidubi”.
Mientras escribía esto me topé con algo que me dejó helada. Dice Milan Kundera en La Broma: "La juventud es un escenario por el cual los niños andan y pronuncian palabras aprendidas, que comprenden sólo a medias, pero a las que se entregan con fanatismo. Y la historia es terrible porque con frecuencia se convierte en un escenario para masas fanatizadas de niños, cuyas pasiones copiadas y cuyos papeles primitivos se convierten de repente en una realidad catastróficamente real.”
Yo sólo espero no haber influido en ningún alma juvenil catastróficamente. Al menos no hacia un camino monacal. Mi única esperanza es que al igual que yo, que en su momento me tragué el paquete completito con papas y refresco grandes, esas niñas hayan tenido también su momento de liberadora epifanía.
La adolescente que no sabe qué hacer con sus hormonas y que no quiere estar en su casa es una mina de oro para el voluntariado y el trabajo social. En sus veranos prepara disfraces, hace juguetes con platos y cajas de cartón, se aprende más canciones, y se las canta luego a unos niños incautos que caen en sus manos por ocho días en un campamento sin saber que la joven responsable que los tapa, los baña, los arrea y los organiza tiene costumbres tan extrañas como persignar los armarios antes de irse a dormir y beber de una botella de Brandy Fundador de hace cinco navidades algunas noches, mientras garrapatea las páginas de su diario sufriendo por el amor.
Obnubilada por sus clases de Lógica, es capaz de pasarse los tres años de la preparatoria viajando en metro para dedicar las mañanas de sus sábados y un par de tardes entre semana sentada en otra aula que no es la de su escuela, sino la de una universidad del Opus Dei, con las orejas enardecidas oyendo de Aristóteles, Tomás de Aquino y San Anselmo, sin prestar ninguna atención a las tendencias ultraderechosas bajo las cuales está siendo adoctrinada, y arrepintiéndose unos años más tarde, ya en su propia universidad, cuando se lo vuelven a explicar todo (pero bien) incluyendo esta vez a Nietzsche, a Sartre y a Marx.
En resumen, una adolescente incauta y temeraria no se da cuenta que lo que debería haber hecho es lo mismo que hicieron sus sensatas compañeras del bachillerato en cuanto tuvieron oportunidad: meterse a estudiar un idioma o dos, y dejarse de cosas. Lo digo con conocimiento de causa: hoy en día la mandolina cuelga de la pared y no sería capaz de ligar tres notas. (La trompeta, que también toqué por un tiempo, se la di a uno de los tipos de jorongo, quizás a cambio de sus amables clases particulares). No tengo idea de qué fue de los niños de los campamentos, la filosofía la utilizo solamente cuando hay que tomarse la vida con dos gramos de dicha ciencia, y la fe anda bastante coja. Pero al menos ya no persigno los armarios, ni bebo licores asquerosos para llorar mejor.
La adolescencia es una etapa mucho más dura de lo que se piensa. Cada vez que veo a un grupito de escuincles ruidosos en el Starbucks siento una mezcla de tirria y compasión. Cuando se tienen 13 y 15 y 17 años uno es un extranjero en su propio cuerpo y en su propia vida. Es como ser un infante amorfo que ya no tiene infancia pero todavía no puede comportarse enteramente de otra manera. La propia palabra lo engloba: adolecer es echar en falta algo. Y cuando uno es adolescente, lo echa en falta todo. Por eso cada uno se busca sus válvulas de escape y sus tablas de salvación. No pretendo con esto justificar lo chabacano y ñoño de las mías. Y tampoco quiero ser tan dura conmigo misma: sólo yo sé las extrañas maneras en que estas prácticas me rescataron. Después de todo, lo único bueno de ser adolescente es que uno sólo se da cuenta de lo mal que se lo está pasando o de los osos que está haciendo en retrospectiva. (Mis sobrinos de 14 y 15 años son ejemplo vivo de ello). Y como sea, sirva “para la vida” o no, de todo lo que se sobrevive, se aprende.
miércoles, 21 de octubre de 2009
Clases Especiales
El otoño siempre ha sido mi estación favorita. Terminan las lluvias al fin y en vez de la luz plana del verano llega otra brillante y contrastada, con viento. Octubre, en especial, me gusta muchísimo. Pueda que hasta cierto punto sea la temporada festiva que más disfruto. No tiene la parte culposa, acelerada, gastona y agobiante de la Navidad, aunque la navidad se trate de nacimientos. Las fechas de muertos son la pura diversión. Disfraces, dulces, flores, pan azucarado, papel picado de colores… ¿Quién puede pedir más? Y es que en el fondo yo no creo que estemos festejando a los muertos. Lo que festejamos es recordar que nosotros seguimos vivos.
Tres de mis amigas cercanas están embarazadas en este momento. En este mundo maquinizado y cosificado, es un alivio constatar que el presagio de “Children of men” está lejos de cumplirse, y que la vida sigue por sí sola, gestándose sin herramientas ni enchufes ni cables, haciendo lo suyo.
Pero de lo que yo quería hablar es de otra cosa.
Resulta que tengo tres sobrinos, uno de 23, uno de 15 y uno de 14. Y los tres son músicos. Componen, tienen bandas, se la pasan horas y horas aporreando el piano y rasgando la guitarra. Y resulta que además lo hacen bien. El que los tres estén tan estrechamente vinculados con la música no es fortuito. Mis hermanas así lo han procurado. Desde muy chicos, a los tres los sentaron frente al piano y sus padres fueron lo bastante rigurosas como para que esas clases dieran frutos. Tal vez fue así con mis sobrinos porque en nuestra casa sucedió justo lo opuesto. Todas aquellas cosas que quisieron enseñarnos o decidimos aprender por nuestra cuenta, encontraron apoyo pleno pero murieron al primer “ya no tengo ganas”. Y es que nuestra educación en casa fue muy… “montessori”. Durante todo el bachillerato yo misma firmé mi boleta de calificaciones, y creo que con mis hermanas sucedió igual. Y no es que nuestros padres no vieran nuestras boletas (a veces) y no estuvieran al pendiente de nuestra educación. Es simplemente que confiaban en nosotras. Y así, confiaron en nuestro criterio cada vez que decidimos abandonar una actividad extraescolar.
La primera, en mi caso, fue enteramente en contra de mi voluntad. Ballet clásico. No sé cómo llegué ahí, no sé cuántas veces fui, pero no debieron ser muchas. Yo no tenía más de cinco años y todo lo que recuerdo de aquellas clases me causa todavía una angustia nebulosa. Me hacía bolas con las mallas, con la falda, con los cordones de las zapatillas (ni siquiera sabía amararme unas agujetas comunes) y las voces de la maestra con su bastón golpeando en la duela me causaban pavor. Era como uno de estos sueños en que el entorno te exige que sepas lo que tienes que hacer, pero nunca has estado ahí y no tienes la menor idea. Felizmente estaba ahí mi amiga Valeria, que me ayudaba con los cordones de las zapatillas y eventualmente, en el patio de la escuela, me enseñó a atarme también los de los tenis.
El segundo intento fallido porque yo aprendiera algo además de lo convenido en el programa de la SEP vino poco después. En mi casa había un órgano Hammond. Tenía caja de ritmos, muchos botones de colores para darle al teclado distintos sonidos (incluso tenía uno de banjo que hacía que las teclas sonaran “trrrrrrrrrrrrr”), y debió ser un objeto moderno y preciado en su tiempo. Un día, teniendo yo unos siete años, a mi madre se le ocurrió que sería muy buena idea que yo aprendiera a tocar el órgano. Resultaba además muy práctico porque justo en la esquina de nuestra calle había una tienda de instrumentos donde daban clases. Fue así como me encontré una tarde en la tienda, separada por una cortinita de plástico café que se corría y se descorría como acordeón, y un maestro del que no sería capaz de recordar la cara y mucho menos el nombre, me daba la instrucción básica para tocar, con una sola mano, mi primera canción: “La marcha de los santos”.
Mi madre repetía que un concertista practicaba ocho horas diarias. Yo practicaba a lo sumo ocho minutos, pero me aprendí muy bien “La marcha de los santos” (me gustaba tocarla con el botón de banjo), y después me aprendí “Ojos españoles” y “El Padrino”. Luego de eso no tomé una clase más. Nunca aprendí a poner acordes.
Como todos los niños de este mundo, o casi todos, fui a clases de natación. Mi papá ya me había enseñado a flotar en la alberca del club, pero mi madre consideró prudente que además aprendiera yo a bracear y a no respirar bajo el agua. Creo que hizo bien. Las clases eran los sábados, en la alberca techada de una casa de mi colonia. No estaba lejos pero de todas formas me llevan en coche. Casi siempre lo hacía mi hermana Dunia, en la Cascabela. De aquellos tiempos recuerdo el olor a cloro encerrado, que hasta hoy me fascina; la flojera que me daba vestirme y desvestirme en el diminuto cubículo destinado a ello, pero sobre todo la manera en que detestaba ponerme y quitarme el gorro de plástico, que se me pegosteaba en el pelo, seco o mojado. Creo que lo que más disfrutaba de esas clases de natación era llegar muerta de hambre a casa después, y desayunar siempre lo mismo: hot cakes con mantequilla y miel de maple sopeados en café con leche. Supongo que esa clase no fue del todo infructífera. Como haya sido, aprendí a nadar.
Pero a mí lo que de veras me gustaba, pero de veras, era cantar y bailar. Más aún, me gustaba el performance. Mi disco favorito para tales fines era el de la Novicia Rebelde. Me sabía de corazón todas y cada una de las canciones, y así se las recetaba a quien se dejara, coreografía incluida, por el lado A y por el B. Pero entonces tuve un hallazgo deslumbrante: Flashdance. La ñoñez de la monja cantarina y los niños irredentos fue pronto sustituida por la exuberancia y la agilidad corporal de Jennifer Beals. En lugar de mi traje de primera comunión, para mis representaciones con el nuevo disco Long Play en cuestión me ponía un traje de baño a rayas que tenía faldita. Y la afición fue más allá. Comencé a arrimar los muebles de la casa para tener espacio y poder practicar (con mi traje de baño) toda suerte de vueltas de carro, volteretas y machincuepas.
Mi madre, de nueva cuenta, fue sensible a esta inquietud, y me propuso tomar clases de gimnasia.
Fue así como comencé a asistir al gimnasio olímpico del Instituto Politécnico Nacional de Lindavista. Un lugar monstruosamente grande, con mucho eco y mucho sudor encerrado. Corría el año de 1983, tiempo suficiente para generar aproximadamente un noventa por ciento del playlist de las estaciones de radio para los hoy adultos contemporáneos (aunque en esos tiempos no había estaciones para escucharlas salvo La Pantera y alguna otra). Flans cantaba “Tímido” y Timbiriche hacía Vaselina en el Teatro de la Ciudad. Con este fondo musical (“What a feeling” a la cabeza), pronto aprendí a frotarme las manos con cal, a guardar la llave de un locker y a competir desalmadamente.
Creo que no era tan mala. Al cabo de un tiempo podía darme vueltas de carro sobre la viga de equilibrio sin caerme, pararme de manos, y dar una serie giros hacia delante o hacia atrás cayendo en split. Pero mi carrera de Comaneci Delegación Gustavo A. Madero se truncó inesperadamente. De repente el profesor buena onda que comandaba mi equipo desapareció, y en su lugar aterrizó una maestra que me odiaba. Creo que ha sido la única maestra que me ha odiado, lo que se dice odiar. Era chaparra, fea, insensible y me hacía llorar. Un día me humilló públicamente delante de todo el gimnasio obligándome a subir por una cuerda que llegaba hasta el techo, y cuando finalmente me vencí con las manos a punto de sangrar, trepó a una niña de cuatro años que pesaba como tres kilos para demostrar cuan fácil era la hazaña. Esa noche mi hermana Dunia fue a recogerme al Poli en la Cascabela. Después de escuchar mis congojas, me dijo que no tenía que sufrir si no quería. No tuve que pensármelo demasiado. Luego supe que aquel gimnasio se quemó y que mi maestra malvada se murió. (Pero de otra cosa).
Continuará…
lunes, 14 de septiembre de 2009
California Dreaming II / Mitos y verdades de una vacación junto a la bahía
1. En San Francisco hay calles muy empinadas con cables y tranvías, como en las películas.
Verdad. Y además de cables, todas tienen muchísimos árboles. Una gran mayoría de estas calles desemboca en el mar.
2. En San Francisco hay neblina.
Verdad. Casi siempre viene acompañada de un frío húmedo que se mete en los huesos. Pero cuando sale el sol, la luz es fuerte, contrastada, ventosa y también cala hondo.
3. En San Francisco hay hippies.
En San Francisco lo que hay son muchos zarrapastrosos. En la calle Haight –pináculo del Summer of Love de los sesenta- todavía se congregan unos cuantos mal bañados a tocar instrumentos sentados en las banquetas. Si les dan dinero les ha de ir bien, porque la calle es hoy en día un próspero enclave comercial con una gran afluencia de paseantes. Hay tiendas de todo. Ropa fashion, ropa vintage, ropa MUY usada, ropa interior, ropa hindú, sombreros, pipas, música, cómics, repostería, rastafari, regalos vaciados y antigüedades. Es todo muy armonioso porque por alguna razón el movimiento contracultural que en su día colocó a la ciudad en la mira del mundo, no se pelea con el mainstream del capital. Ahí todos viven como hermanos. Y hasta los homeless –que hay muchos, parece que varios por elección ya que cuentan con un atractivo fondo de desempleo- tienen en las calles del centro mesas de ajedrez para su goce y esparcimiento.
4. En San Francisco hay gays
Mito. En San Francisco lo que hay son hombres y mujeres que se gustan entre los y las de su género y que viven en casas muy bonitas.
La calle Castro tiene hoy las viviendas más caras y más cotizadas de la ciudad. En su parte comercial, donde está el famoso cine, las tiendas, los tugurios y las locaciones por donde andaba Harvey Milk, hay también una pintoresca tienda de antigüedades. El dueño estaba muy orgulloso porque su establecimiento (que tiene 46 años) salió en la película. Me enseñó varias fotos con escenas de Sean Penn donde se ve el letrero. Hubiera estado bueno que tuviera fotos con el Milk verdadero. En un café del mismo barrio se sentó junto a mí otro tipo gordezuelo que se introdujo diciendo que venía del dentista y a los dos minutos ya me había contado que acababa de romper con su novio de tres años pero que se llamaban por teléfono. También hablamos del clima. El día anterior había sido de mucho frío y neblina, pero ese día brillaba el sol. El tipo me dijo que así permanecería el tiempo por varios días. Fue verdad.
5. En San Francisco la gente es amable.
Es complicado. No estoy segura de que toda la gente sea amable. Pero si no lo son, actúan como si lo fueran. En cualquier establecimiento te reciben con un sonriente “hi, how are you today?” y eso a veces parece sospechoso. Sobre todo en personajes en cuyas miradas se lee claramente el abuso infantil y la disfunción familiar. Pero poco a poco uno comprende que todo forma parte de un código tácito de convivencia y de una especie de sentencia que hay que reafirmar continuamente: “somos la ciudad más civilizada, progresista, ecologista, culta y alivianada de esta nación”. Y si todo esto no se lleva a cabo por convicción, entonces se impone por ley.
6. En San Francisco los peatones son respetados.
Inexacto. Los peatones en San Francisco reciben un trato impoluto. Anduve mucho en coche con Hebe y Gabriel, los amigos que fui a visitar. Hebe a ratos se enojaba. “¿Ves? ¿Ves? ¡Ni siquiera voltean!” Y en efecto, muchos peatones no se toman la molestia de fijarse si viene un coche cuando cruzan la calle. Las multas por no dejar pasar a uno de estos paseantes abusivos, así como por la más amplia variedad de quisquillosos errores al volante, son estratosféricas. Pero lo dicho: es el coste de mantener intactas la convivencia y la urbanidad.
7. En San Francisco la gente es cool.
No precisamente. La gente de hecho es bastante fachosa. Lo que es muy impresionante es el modo en que le prestan atención a los detalles. Una vez, por ejemplo, fuimos al súper. El súper debe ser la actividad que más detesto en la vida, pero ésta fue toda una experiencia. Más que la variedad de productos, me maravilló la variedad de compradores; en las cajas uno no sabía quién pagaba y quién cobraba: todos se veían igual de relajados, platicadores y mal vestidos. Además había bocaditos y café gratis para los clientes. Pero la auténtica sorpresa me la llevé cuando entré al baño. Tenía un espejo divino y un florero con flores de verdad. Como en todos los baños de la ciudad, el agua salía calientita de la llave.
El agua que se bebe siempre es gratis. Pero además la sirven con estilo. En la cafetería del museo De Young había trozos de fruta en los recipientes de agua helada. Al abrir, resbalaba clara y fresca en el vaso con sabor a piña, a pepino o a la tercera cosa que ya no me acuerdo qué era.
La ciudad tiene un tamaño tan accesible, un enclave geográfico tan ideal y un ritmo tan calmo que se entiende por qué la gente acata con semejante pulcritud las reglas: vale la pena por el disfrute que se obtiene a cambio. Y en el contexto de las tendencias mundiales, that’s soooo cool.
8. San Francisco era un santo italiano que hablaba con los animales.
Verdad.
9. Alcatraz es una cárcel.
Que hoy en día atrapa turistas. Se ve desde cualquier punto de la península y tiene varias leyendas. Una es que ciertos reos lograron escapar nadando hasta la ciudad, cosa improbable dada la temperatura helada del Pacífico. (A menos de que alguno se haya fabricado un wet suit).
10. San Francisco no es para fumadores.
En San Francisco los fumadores hacen cosas extrañas. En sus vacaciones, por ejemplo, en lugar de dormir una hora más, se levantan con su amiga para acompañarla a su clase de Chi Kung en el parque que queda cinco minutos (un parque inmenso con lagos, pistas de tracking y la variedad más alucinante de árboles); vencen su miedo y se rentan una bicicleta para cruzar el Golden Gate Bridge hasta Sausalito con subidas, bajadas y carreteras temerarias incluidas; regresan en ferry, todavía se animan a pedalear buena parte de la calle Market, y tienen una de las tardes más felices de sus vidas.
11. En San Francisco hay muchos inmigrantes.
Hay muchos mexicanos y un chino de chinos. Digo, un chingo.
12. A San Francisco le han compuesto cientos de canciones.
Verdad. Hebe me pasó una de Eric Burdon & The Animals que reza:
“I wasn't born there
perhaps I'll die there
there's no place left to go, San Franciscan.”
…Qué bonito.
12. San Francisco tiene el cuerpo de bomberos más efectivos de la región.
El día que llegué nos tocó ver un incendio. No parecía tan aparatoso como el número de carros de bomberos que llegaron a la escena. La paranoia es comprensible cuando un enorme porcentaje de las casas habitación están hechas de madera, y cuando a principios del siglo pasado la ciudad fuera azotada por un terremoto seguido de un incendio devastador.
A mí me encantan las casas de San Francisco. El estilo victoriano, todas con aleros, balcones semicirculares, escalinatas y bajos. De lejos se ven todas igualitas, pero si te vas fijando cada una es diferente. En lo que sí son iguales es en los precios. Me contó Hebe que no bajan del millón de dólares. Un departamento de medio pelo en cualquier zona no está en menos de 500 mil. ¿Serán que no quieren que la ciudad crezca más? Me parece una idea sensata, aunque es una lástima.
13. En San Francisco hay que ser rico para ser feliz.
Mentira absoluta. Un ejemplo: en la calle Trece con algo (muy cerca también de donde viven mis amigos los Flores) hay unas escaleras de mosaico. Son muchas, pero el esfuerzo vale la pena. Conforme se asciende (y se voltea) comienza a revelarse una vista esplendorosa. Al fondo de una serie de calles perfectamente trazadas, se descubre el mar abierto (en ciertas horas debe ser azul, pero a la hora en que Hebe y yo subimos era color plata). Unos cuantos escalones de madera más arriba, uno se encuentra en un recinto de árboles y pinos con una vista de cortar el aliento: la bahía completa en su esplendor, con el centro financiero en un extremo. No en vano el lugar ostenta el nombre de Grand View Park. Lo que hicimos Hebe y yo fue sacar de inmediato la cámara. Lo que hizo un señor pequeñito de rasgos orientales que llegó de pronto, fue sentarse en la única banca que existe en la punta de este lugar para comerse su lunch.
Otro momento privilegiado fue un atardecer que nos tocó ver en Point Lobos, un lugar idílico más para ir a correr si uno corre. Con el descenso del sol se fueron pintando de rosa intenso las nubes detrás del Golden Gate. De repente pasó un barco de carga, de estos enormes que van y vienen de China, justo debajo del sol inmenso. En un ataque de gula paisajística nos subimos al coche y corrimos a la playa para ver los últimos juegos de luz a la orilla del mar. La luna llena estaba justo detrás, alzándose sobre los edificios. En momentos como éste siempre me acuerdo de nuestra amiga Shanna viendo otro atardecer hace como diez años y diciendo “ésta no me la cobres”. Hebe dice que ya pagamos por adelantado. Ojalá eso también sea verdad.
Pasa lo mismo con Twin Peaks y sus vistas de Oakland y Berkley, con el Bay Bridge desde la torre Coit o las maravillas de océano y pinos que se aparecen yendo en bici de camino al Golden Gate; con lugares como Tamalpais (¿así se escribe?) donde con una hora de coche y otra de caminata uno puede hacer un picnic en un bosque encima de las nubes viendo la playa al mismo tiempo (y reírse con la Tolu si además coincide que está de visita); pasa con el jardín botánico y sus banquitas escondidas, o con cualquier esquina donde uno se detenga en un árbol de flores o en el olor del mar. Lo mejor de San Francisco es cualquier rincón, y es gratis.
14. San Francisco me ha hecho superar mi roña anti-yanqui
Una vez un amigo me contó un chiste. Están un gringo y un mexicano cazando patos en la frontera, cada quien de su lado. De repente disparan al mismo tiempo, y el bicho cae muerto justo en la línea fronteriza. Empiezan a discutir. Finalmente el mexicano propone: “Ya sé. Vamos a resolver esto a patadas en los huevos”. El gringo está de acuerdo y, muy valeroso, afirma: “Empieza tú”. El mexicano le pone una maraquiza de patadas en los trompiates y el pobre gringo queda retorciéndose en el suelo. Cuando por fin logra levantarse, escupe en el suelo diciendo: “Muy bien, ahora me toca a mí”. El mexicano se cuelga el fusil en la espalda y responde: “Ni madres, quédate con tu pinche pollo”. Y se va.
Este chiste me lo contaron hace varios años después de una noche en que acabé casi a los gritos con un gringo hablando de su política exterior. Terminé yéndome a dormir furiosa, pero a los amigos que se quedaron el gringo les acabó prestando su celular para llamar a su mamá (estábamos en Grecia) y regalándoles mota. La cuestión es: de repente da coraje caminar por un lugar como San Francisco, con ese bienestar y esa bonanza y pensar a costa de cuántas cabezas existe. Y ante esa conclusión, uno tiene dos opciones: amargarse por ello, o aprovecharlo.
(Acabo de darme cuenta que estoy publicando esto un 15 de septiembre. Qué horror).
14. B. San Francisco y Grecia se parecen.
En algo muy peculiar: la comida. Es decir, en la calidad de la materia prima de cualquier comestible. Las manzanas escurrientes, el tamaño del salmón en el sushi, el sabor de los helados y, con perdón de los gourmets, el lujo nada griego pero sí muy californiano que son las hamburguesas de In and Out (fuimos dos veces).
15. Hay cosas que NO me gustaron de San Francisco.
Verdad: Saber que a veces tiembla.
15. B San Francisco es la ciudad más bonita del continente americano.
Sí.
16. San Francisco tiene los mejores hosts de todo California
He concluido que el anfitrión ideal debe tener al menos dos características esenciales:
-Desvivirse por hacerte felices los días sin hacerte sentir que lo está haciendo.
-Estar enamorado de su ciudad.
Hebe y Gabriel tienen ambas.
17. Coyoacán es mejor que San Francisco.
De pronto estando en aquel lugar me venían pensamientos horribles. Por ejemplo, que no se puede vivir creyendo que uno vive bien cuando no vive nada bien. No se puede entender que haya gente que va por la Condesa con su bici y su labrador creyendo que vive en el pináculo del bienestar y la movida cosmopolita cuando existe esto otro en el mundo. También pensé que es terrible existir echando de menos la naturaleza, concibiéndola como algo naturalmente lejano, restringido a las vacaciones, cuando puede estar totalmente integrada a lo cotidiano. Pero todo eso es cierto y al mismo tiempo, no. Vivir bien depende de muchas cosas además de una locación. Me concilio pensando que tengo mis organilleros, mis soneros, los Viveros, mi peluquera, mi maestra de yoga, mi cafetero y mi farmacéutico de confianza. Y a fin de cuentas, lo mejor de visitar un lugar así es justamente descubrirlo, desnudarlo y seccionarlo. Recordar que mientras haya vida, seguirán habiendo viajes. Lugares nuevos con amigos eternos para compartir.
lunes, 24 de agosto de 2009
Pantalón de campaña
Me robé una revista Caras en el changarro de la depilación. Estuve viendo fotos de Carla Bruni, de Madonna haciendo de DJ en la fiesta de los Oscares, de Gael García con su nuevo bebé (se llama Lázaro porque su mamá es “muy católica”); de las “mexicanas ejemplares” que Denisse Dresser reunió para el segundo volumen de su libro Gritos y Susurros (¿es homenaje a Bergman, es ironía o es metida de pata?); me salté con grima la segunda parte de la biografía de Juan Camilo Mouriño en palabras de su viuda narrándolo todo en segunda persona tipo “recuerdo la primera vez que me llevaste al cine…” y me brinqué también toda la sección de sociales (Yuyis Delosríosconsusbosquesysuspatos y Maité Jones ponen negocio de cupcakes a domicilio y bautizan a su sobrino nieto, etc.), y creo que en cuatro minutos ya me había chutado la revista completa. No me divertí tanto como esperaba.
Tengo un amigo con quien coincido en dos cosas. Ambos nos quitamos pelos de las cejas, y los dos estamos de acuerdo en que vivimos en una generación patéticamente ególatra, mimada y acomodaticia; en un postmodernismo Emo sopeado en “El secreto” donde todo se trata de lo que uno desea, lo que uno proyecta, sufre, futuriza, come, picha y cacha. ¿Dónde quedaron los tiempos de las causas? ¿De vivir (de morir, ni hablamos) por algo que no sea uno solito chambeando para la renta, saliendo el fin de semana, comiendo un día con la familia, subiendo las fotos de la vacación y viendo a ver si “funciona” una relación? Incluso comentamos este amigo y yo que era una lástima no estar suscritos a ninguna doctrina religiosa. Esas por lo menos tienen su arrebato, su drama, su dosis de cohesión.
Nostalgia setentera, le llaman algunos. Hace años escuché en un programa de radio que la cultura pop había surgido como respuesta a las tragedias juveniles de los sesenta y setenta, a las masacres en que terminaron todas las primaveras del mundo y sus intentos por cambiar la historia. Pasamos de la barba sebosa de Lennon a los pantaloncitos pegados de los Osmonds; de how many roads must a man walk down before you call him a man directo a ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive; de banderas y consignas al Pacman, de la propaganda aguerrida al anuncio de Futigom, todo casi de un día para el otro, como quien voltea un disco al lado B. Todo ello en un ejercicio desesperado por cambiar de frecuencia, por trivializar, por olvidar. Y tal parece que ahí nos quedamos...
El problema de no tener causas no es no tenerlas, sino ignorarlas cuando las hay. Y no hablo de “no a los hurones como carnada de delfines” y “no a los gordos zurdos ambidiestros” del Facebook, firma aquí y siéntete mejor. Hablo, en este país, de los derechos ciudadanos más elementales. Lo que se vio aquí en las inmediaciones del 5 de julio fue para ponerse a llorar una semana entera. Hubo un porcentaje (quinto lugar en los comicios) que manifestó sus nulas ganas de votar por cualquiera de aquellos rateros baratos, insípidos y sin estilo que se atrevieron a sugerir representarnos; pero ni siquiera consiguieron ganarle a aquellos a quienes les parece muy bien que maten a los secuestradores y que pongan actorcetes mafufos con cadena de oro en los espectaculares. Lo más grave es que cerca del 40% de los votantes (activos) de este país vean con buenos ojos que el gasto público sirva para asesinar narcos in-asesinables porque “los jóvenes se drogan porque no creen Dios” y consideren que las mujeres estamos obligadas a parir porque es nuestra consigna como mamíferos. Y para rematar, a la aplastante mayoría ya se le olvidó su propia historia de los últimos 60 y pico años.
Pero yo no quería hablar de política. Y eso es un mal síntoma: parte de lo que intentaba decir hace rato es que una sociedad sin pasión, política o de cualquier índole, no se mueve ni un palmo. Pareciera que vivimos sumidos en una ignorancia medieval decorada con créditos automotrices, toneladas de información y miércoles de plaza. Es inaudito que en un país de 100 millones de habitantes nadie diga una palabra de que paguemos por la telefonía más cara del mundo, que encima está en manos de un solo señor, pero nos da mucho gusto que sea el más rico de todos porque es mexicano y no gringo. Y de los pobres, mejor ni hablamos. A esos siempre es mejor no verlos.
No se me malentienda. Me gusta mucho cómo quedó arreglada la plaza de Coyoacán, y los carriles amplios de Patriotismo y las florecitas que plantaron en el Circuito Interior. Y me parece fantástico que haya internet y telefonía celular, y los viajes y las relaciones siempre serán eventos maravillosos aunque sean efímeros. Y puede que “El secreto” le ayude mucho a alguien que no tiene metas, proyecciones ni anhelos propios, que siempre hay que tenerlos. Pero sucede que a veces de veras me da miedo que el mundo se descomponga irremediablemente, que en serio se acabe el agua, que estemos en el siglo en que estamos y siga habiendo gente matándose y vejándose por ahí, por dinero, por poder o por "causas". Me preocupa leer cosas como que cada día podría llenarse el zócalo capitalino solamente con las botellas de plástico que se consumen en México, gastando albercas olímpicas y generando toneladas de porquería atmosférica en su fabricación, tardándose, para colmo, 900 años en desaparecer de la Tierra. El modo en que cada día más gente se queda con menos para que cada vez más pocos sí tengamos. El consumo desquiciado, la enajenación, la ceguera y la sordera productos del puro atiborre de cosas, de opciones, de canciones malas. Me preocupa, enormemente, la indiferencia.
Una vez tuve un novio que se devoraba el periódico entero todas las mañanas, y con quien frecuentemente hablaba de estas cosas. Él tenía una visión curiosamente optimista. Repetía que hace 40 años los negros no podían sentarse con holgura en los mismas cafeterías que los blancos, que las mujeres no opinaban y que a los homosexuales los mataban (en más lugares que ahora). Que si estamos evolucionando en algo, es en conciencia. Y que eso al fin y al cabo nos va a salvar como especie. Yo quiero creerlo, de veras. Pero me asusta (hoy me asustan muchas cosas) sentir que el enemigo se va poniendo cada vez más colmilludo, y nosotros cada vez más cómodos, y que antes de que ese día llegue, llegue otro en que no seamos capaces de unirnos por nada y en serio nos cargue el diablo, en la forma que sea.
En resumen, hoy traigo, no sé bien cómo explicarlo, una melancolía por lo no vivido. Por una reunión donde la gente (la gente, no los user names ni los estatus ni los passwords) se quite la palabra con vehemencia por hallar una estrategia para conseguir una voz o derrocar a un tirano, y no sólo para ver cómo vender mejor unos pañales. Y es, desde luego, melancolía culposa por no estarlo promoviendo yo misma. Todos saben de qué les estoy hablando. Todos han tenido, seguramente, muchas veces, este monólogo en forma de conversación. (Y todos saben en el fondo que ese famoso “granito de arena” donde siempre aterrizamos no es más que una palmadita indulgente en la espalda).
En fin. Para terminar con este soliloquio quita-risas sólo quisiera declarar, pésele a quien le pese, que me importa un reverendo cacahuate sopeado en Lulú de frambuesa que se haya muerto Michael Jackson. Aunque nos haya puesto a bailar en tiempos donde hacía falta.
Buenas noches.