Sucedió una noche de graduación. La hermana de mi querido amigo Oscarín acababa de ganarse una mención honorífica en el aula Santa Teresa de la Ibero, después de lo cual los invitados al examen profesional nos trasladamos a un brindis de festejo en el Sheraton Suites que queda justo enfrente. Los zapatos que llevaba no me hubieran permitido cruzar la avenida Vasco de Quiroga a pie, así que manejé minuto y medio y dejé mi coche (el Topacio) en el valet parking del citado hotel.
La verdad es que no permanecí mucho rato en el brindis. El ambiente era familiar y las tías de mi amigo no hacían más que dar codazos y pellizcos verbales insinuando un posible romance entre nosotros, que a todas partes íbamos como lapas. (Por ese entonces nadie sabía que Oscarín era gay. Ni siquiera yo y creo que ni siquiera él).
Antes de pasar al momento realmente emocionante y no prologal de esta narración, hay algo que debo decir a mi favor. Por esas épocas yo padecía una miopía de topo y los lentes de contacto que usaba me ponían los ojos como chile cuaresmeño a las pocas horas de llevarlos pegados (razón por la cual muy poco después me recosté en una plancha con abrelatas en los párpados para recibir catorce disparos de láser y no tener que volver a depender de ningún tipo de paliativo visual –lo cual tampoco ocurrió, pero esa es otra historieta-). Ese día, entre un evento social y otro, no me había podido quitar los lentes de contacto y llevaba como diez horas luciendo unos ojos que resultarían muy pispiretos en la China popular pacheca. Y conste que no estoy diciendo que la estupidez se mida en dioptrías, pero ni modo, tenía que aclararlo.
No. La verdad es que tampoco iba borracha. Eran apenas las diez de la noche y con no más de una cuba encima, Oscarín me dejó esperando mi coche en el valet, y regresó a la fiesta de su hermana.
Llegó el Topacio. Lo abordé. Entregué una propina, me puse el cinturón y seguramente puse el radio. Agucé las dioptrías, y esto fue lo que vi: unas luces amarillas como a cincuenta metros de frente, y otras luces amarillas como a veinte metros, girando un poco a la derecha. Asumí que en ambos casos se trataba de accesos de salida, así que opté por la que me pareció la más cercana. Es decir, veinte metros girando un poco a la derecha. Bajé la palanca a la D de Drive, y aceleré. De repente, el coche golpeó contra algo y se cimbró como si hubiera caído en un bache del tamaño de un cráter. Y al instante otra vez. Aterrada, pisé el freno. Tardé unos momentos en darme cuenta que no eran cráteres, sino escalones por lo que estaba descendiendo.
En la vida hay reacciones inexplicables. Es verdad eso que dicen que ante el peligro inminente, la tragedia o la amenaza de la vida, el instinto toma veredas inusitadas. La que yo tomé fue en línea recta. Después de todo, al arrancar había distinguido claramente unas luces amarillas de salida en esa misma dirección. Así que, ante la imposibilidad de dar marcha atrás, deduje que si seguía por donde iba, tarde o temprano saldría de ese maldito lugar, si no con la dignidad, al menos con el anonimato intacto.
Así que aceleré.
Dos, tres, cuatro escalones más.
Fuente.
Así es. Las luces que tan nítidamente había distinguido con mis lentes de contacto pegostados a la coroides no eran las de una salida, eran las de una fuente apagada.
Lo que siguió fue más surrealista aún. Antes de que pudiera yo siquiera reaccionar ante lo que acababa de hacer (tirándome a la fuente y ahogándome, por ejemplo), ya estaba rodeada de un quinteto de hombres de chaleco dándome órdenes entre gestos de estupor, de emergencia y de mofa mordaz. “¡Bájese! ¡Quítese! ¡Póngalo en neutral!”, recuerdo que exclamaban. Obedecí. Bajé del Topacio (pobre Topacio…) me alejé unos pasos, y atestigüé con la incredulidad de quien presencia un milagro (o una calamidad) cómo esos cinco hombres regresaron el coche cargándolo y empujándolo, escalón tras escalón, motor rugiendo, llantas aullando y suspensión crepitando, al lugar preciso de donde había venido.
Cuando estuve arriba de mi coche otra vez, aquel grupo de salvadores del averno se retorcían de risa en mi cara. Todavía les di el placer de una indignada increpación: “¡Pero es que no se ve bien! ¡Esto mismo le tuvo que haber pasado a alguien más!” Las carcajadas debieron retumbar hasta el salón donde mi amigo brindaba con su hermana y con sus tías, ignorando lo que acababa de sucederme.
Arranqué de nuevo, esta vez siguiendo las luces a cincuenta metros: las correctas. De nueva cuenta la virgencita debió socorrerme porque conduje cuarenta minutos sin que mi coche se cayera en pedazos. Creo que al día siguiente fui al taller mecánico. No volví a pisar el hotel Sheraton Suites jamás.
(Parece imposible, pero sí: Continuará…)
jueves, 19 de febrero de 2009
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3 comentarios:
¡Que gacho ese: "Un administrador del blog" !
¿Y ahora que hice?
no te puedo narrar las risas que me ha generado tu entrada, anai lopez.
sigo leyendo, sigo leyendo!!!
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