jueves, 5 de marzo de 2009
Capitulo 4: Jau not tu draiv
El siguiente coche al que me subí después del Topacio fue un Oppel Corsa azul marino de alquiler. Lo rentamos mi hermana Thaida y yo en un Avis cerca de la estación de trenes de Santander. Veníamos de Madrid y nos dirigíamos a Asturias para tener un emocionante encuentro con nuestros ancestros. Mi hermana ha vivido veintitantos años en la suburbia estadounidense y es un as en las carreteras, pero conducir en ciudad le da pavor. Así que me pidió que yo sacara el coche tan sólo de la agencia y de Santander, para luego seguir ella las dos horas hasta el pueblo.
Yo llevaba ocho meses sin subirme a un coche, y al menos siete años sin tocar una palanca de velocidades –la última vez fue segundos antes del memorable incendio de la Cascabela-. Pero estábamos muy cerca de la salida de la ciudad y me dije que lo que bien se aprende nunca se olvida. Así que me apertreché en el asiento del piloto y con mi hermana junto, yo con las tripas encogidas y ella castañeando los dientes y prensada de la puerta, dándome palabras de culposo aliento. Metí primera y el coche no brincó ni se apagó. Así que metí segunda y tercera y salimos de la ciudad y de pronto no hubo dónde parar, con lo cual me seguí en cuarta, sin freno y sin pausa por las curvas sinuosas, los paisajes espléndidos y los incontables camiones de la autopista Cantabria-Asturias, sin cambiar de carril ni de velocidad hasta llegar a la mismísima puerta de la casa de nuestros abuelos, donde pisé el freno y el Corsa se estremeció con un brinco triunfal. Era la primera vez que conducía en carretera. Mi orgullo era indescriptible. Me sentía capaz de cualquier cosa. En ese momento ignoraba que aquella sensación de poderío sería mi perdición.
Unas cuantas semanas después, la escena del alquiler se repetía en la estación de Atocha. En esta ocasión viajaba con mis amigos Hernán y Miguel y una compañera venezolana llamada Gabriela. El destino era Lisboa y los cuatro nos subimos muy emocionados y provistos con cuanta porquería para comer y beber cupiera en un ¿Xantia? ¿Xara? plateado, nuevecito y radiante.
El conductor oficial era Hernán. Fue a su nombre que alquilamos el coche y era él quien sabía de volantes y de carreteras (como lo demostró en aquella y en otras travesías). Pero yo me había quedado con la cosquilla de conducir después de mi hazaña cantábrica, así que sintiéndome la parienta más cercana de Lola la Trailera, insistí en tomar un rato el volante en una estación de servicio donde paramos. Hernán nunca ha cometido un error tan garrafal en su vida como haber cedido a ese relevo.
Todo comenzó muy bien. El coche otra vez no brincó cuando metí primera, y así me seguí hasta quinta, acelerando feliz por la autopista. Pero esta vez quería hacerlo bien, quería cambiar de velocidad en los rebases y en las curvas y para eso, sutil detalle, primero tenía que RECORDAR cómo hacerlo. Así que, ¿por qué no?, me puse a practicar los cambios, literalmente, sobre la marcha. Hernán me miraba de reojo sin entender muy bien lo que hacía cuando cambiaba, sin motivo aparente, de quinta a cuarta y vuelta otra vez. Pero como es un caballero no intervino. Y tampoco dijo nada cuando en una de esas en lugar de cuarta bajé a segunda. Yendo a una velocidad moderada, esto no suele significar más que un graznido de la caja, que se arregla apretando el embrague y rectificando sobre la palanca. Pero yendo a 120 kilómetros por hora, el graznido vino acompañado de un crujido seco desde las entrañas más insondables de aquel Xara (¿Xantia?), seguido de un traqueteo, un descenso dramático de la velocidad y el colapso completo de la palanca de cambios. Pudimos morir, pero en cambio nos orillamos.
Mientras el pobre coche se desangraba sobre el pavimento, pasamos las horas muertas de la tarde en un paraje ventoso y gris de Extremadura esperando primero a la grúa, luego al seguro y luego un coche de repuesto. En ese lapso fue que me dediqué a contarles a mis compañeros de viaje y de susto todas mis desventuras automovilísticas, en un ejercicio maníaco y autoirónico para mitigar mi humillación. Y fue ahí que Miguel sugirió el título de estas crónicas.
El desenlace fue afortunado. No sé qué les habrá explicado o inventado Hernán a los de la agencia, pero el evento fue atribuido a una falla del automóvil y no nos cobraron un centavo. Supongo que descartaron el que alguien, quien fuese, hubiera sido capaz de descuartizar en un instante una caja de velocidades. El coche que nos trajeron era del mismo modelo que el fenecido aunque bastante más viejo y sin música, pero nos llevó hasta Lisboa y nos paseó por lugares magníficos. Por mi parte, no volví a tocar el volante. Ni en esa vacación ni en los dos años siguientes.
Aquí terminan mis relatos automovilísticos. Después de aquella experiencia todo ha sido bastante insulso. Puede que hasta feliz. Mi coche actual, un Chevy de cuatro puertas que pagué por tres años con mis quincenas, se ha portado como un dios y sus únicas marcas de guerra son los raspones que le he propinado en maniobras de estacionamiento mal calculadas. Bueno, una vez le robaron el estéreo. Con él he surcado diversas carreteras del país, y con él me sumerjo todos los días en la vorágine de esta ciudad de locos, en donde todos nos odiamos y nos tiramos a matar, en una coreografía que funciona a la perfección porque todos nos vamos cubriendo las espaldas.
Las moralejas de estos relatos deben ser tan obvias que yo ya no se las encuentro. Así que lo invito a usted, querido lector, a que las desentrañe. Y si le da flojera, nada más recuerde: no maneje sobrio. Digo, ebrio. Buen viaje.
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7 comentarios:
Hija querida:Estoy leyendo por tercera vez el Opus Nigrum de la Yourcenar en la estupenda traducción de Emma Calatayud quien dice que la tal Marguerite tiene "frases como latigazos que iluminan inesperados abismos".
Yo aseguro que mi Anaí tiene frases como fogonazos que iluminan las profundidades muchas veces ya olvidadas del alma y si, como dice Ortega y Gasset, que poeta es aquel que te enseña lo que tú ya tenías pero que nadie te lo había sabido mostrar; pues Anaí, junto con Margarita Yourcenar, son verdaderas poetas de la prosa.
Papá, me intimidas a los comentadores!!
¡Chale! La foto esa del principio es como el trailer de la película que te enseña partes del final.
Por lo demás, disfruté muchísimo de tus crónicas automovilísticas.
Un beso
B*
Joder! Me ha venido a la mente el viaje a Toledo. Ibamos a ver un rodaje de aquel excelso profesor -que solo recitaba modelos de cámaras impronunciables en lugar de enseñarnos algo útil-.
¿Condujo Hernán o Ferrán? ¿O los dos? Y, como no, aquellas mañanitas tuyas de madrugada en la puerta de la catedral.
Un beso a todos los compañeros de viaje.
Álex
Qué maravilla ese viaje nocturno a Toledo. Fue como un sueño (pero de los de Breton). Creo que conducía Ferrán o Rodrigo y Orencio pedía indicaciones por el móvil al infausto profesor que le robaba suspiros a Miguel. Ibamos morados y hacía un frío del copón. Ya no me acordaba de las Mañanitas. Grande!
Ranita: Qué increíble experiencia de liberación y confianza en nuestras habilidades nos brindó ese viaje! Me he muerto de risa al leer de tus peripecias al volante. Eres la rana de las nueve vidas! Besos
Hija linda:Al rato tu blog va a estar hecho de puros comentarios.
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