No daban todavía las ocho de la mañana cuando Chachi Miranda abrió los ojos aquel 24 de diciembre de 2002. Se incorporó con agilidad, rezó sus oraciones matutinas, y se puso a recapitular mentalmente el itinerario de su día. Juani y María Luisa estarían atareadas preparando el relleno de los chiles en nogada. Ella misma había inyectado el pavo con placer quirúrgico la noche anterior. Dudó en delegar la crema de poblano también a las muchachas; consideró que después de ocho años de servicio podía confiárselas. Los romeritos ya estaban hechos y su suegra se encargaría del bacalao. Durante los primeros años de matrimonio de Chachi con su hijo, el arquitecto Ignacio Miranda (cuya fortuna no provenía de su profesión, donde había resultado ser bastante mediocre, sino de la oportuna sociedad que hizo con su cuñado en fábricas de enlatados), doña Mercedes se había dedicado a hacer muecas y bizcos frente al plato. Su exquisitez nunca aprobó los desesperados intentos de su nuera por cocinar un bacalao complaciente. El resultado fue que la propia Chachi terminó por sugerirle a la suegra que fuera ella quien preparara el bacalao en las Navidades. No lo hizo sin un pesado gusto a derrota. Pero lo cierto es que ese día en particular, delegar funciones le venía bien. Todavía tenía que ir a comprar las nochebuenas (le gustaba ponerlas frescas para la ocasión), el pan y las carnes frías (prefería seleccionarlos ella misma); supervisar la puesta de la mesa (¿estarían ya enfriándose el vino blanco y la champaña?), acomodar los regalos bajo el árbol (esa noche serían dieciséis los invitados), ir al salón a hacerse el pelo y las uñas, y dejar todo listo a eso de las seis de la tarde. Andrea, su hija menor, llegaba de Boston a las cinco, pero Armando el chofer iría por ella al aeropuerto. Chachi dispondría de dos horas completas antes de la cena, más que suficientes, para llevar a cabo su plan.
Chachi se levantó y observó a Nacho durmiendo a su lado. Seguía asombrándola su capacidad para dormir todo el tiempo con la boca cerrada, sin emitir un sonido. Sabía que para muchas mujeres eso sería el equivalente de la panacea conyugal. Se puso la bata y se miró en el tocador de tres espejos de caoba. La verdad es que el nuevo tono rojizo que Berta, la de los tintes, le había sugerido, le sentaba bien. Era verdad que suavizaba sus facciones. El dermatólogo, por otro lado, se había negado a ponerle otra inyección de botox antes de mediados de enero. Una buena mascarilla hidratante y mucho maquillaje tendrían que bastar. Se peinó un poco, afianzó el cinturón de la bata y bajó con pasos ágiles a la cocina.
Juani y María Luisa ya estaban ahí, muy peinadas y planchadas. María Luisa siempre usaba el uniforme rosa, Juani prefería su propio delantal de cuadros.
-Acuérdense que para la noche se ponen el uniforme negro, ¿eh?
-Sí señora –respondieron las dos casi al mismo tiempo.
Chachi se sirvió una taza de café y se colocó en medio de las dos empleadas, que picaban cebolla, perejil, nueces y pimiento de los dos colores.
-Bien picadito, ¿eh? Chiquitito –tomó un trozo de pimiento. -¿Ya llegó Armando?
-Todavía no, señora – contestó María Luisa.
-¿Pues qué hace ese hombre? Nada más fue por el hielo y los refrescos, no debería tardarse tanto, ¿no?
-Es que ora el súper está bien llenísimo de gente – observó María Luisa.
Chachi abrió el refrigerador.
-¿Y las botellas que les dije que pusieran a enfriar?
-Es que no cabían, señora. Las iba a poner ahorita que sacara todo lo de la sopa y la ensalada de manzana.
-No te estoy pidiendo una explicación a todo lo que pregunto. No sé cómo le vas a hacer, pero metes esas botellas ahorita, Mari.
-Sí señora.
Felizmente Chachi no alcanzó a escuchar la palabra “babosa” susurrada a sus espaldas en cuanto salió de la cocina. Se sentó sola en el comedor a tomarse su café y picotear su papaya con kiwi. La altivez de María Luisa no le gustaba para nada. Prefería el silencio estoico, casi devoto, de Juani. Juani cocinaba como los ángeles, sabía usar la plancha de hierro para almidonar correctamente las camisas y era la única capaz de treparse en una escalera de tres metros para limpiar el candil del hall. Además era discreta, no tenía novios, no platicaba con Armando ni con los repartidores de Electropura, el gas y la tintorería como María Luisa, y jamás reprochaba no salir un domingo para quedarse a lavar después de una cena. El delantal a cuadros que nunca se quitaba tenía un gran bolsillo donde podía encontrarse la solución a casi cualquier pequeñez doméstica: un carrete de hilo, curitas, liquid paper, un clavo, un taquete, unas tijeritas, un pedazo de alambre. Y sin embargo, Juani era el peor misterio que Chachi se hubiera puesto a descifrar. Lo único sabía de su vida personal es que venía de Tehuantepec, donde tenía un padre enfermo a quien visitaba dos veces al año (en salidas de un fin de semana), y que pertenecía a una congregación cristiana a la que asistía los miércoles por la tarde. En las noches, Juani se ponía a transcribir durante horas pasajes de la Biblia cristiana. Pero había algo en Juani que era inquietante y repelente a la vez. Aunque tenía el pelo largo hasta la cintura y unas incipientes pero visibles protuberancias que sujetaba con brasiere, también tenía bigote, unas barbas hirsutas y siempre mal rasuradas y la voz gruesa y desentonada de un adolescente de quince años. Después de mucho debatirse, Chachi había decidido no indagar ni intervenir. Vivía escuchando a sus amigas quejarse de las informalidades, novios, cochineros, robos, embarazos y esfumes de sus muchachas y temía ofender o asustar a su joya irremplazable sin remedio. Varias veces tuvo que darles un pellizco o un puntapié a sus hijos cuando empezaban a hacer chistes sobre Juani estando ella cerca. Y un día fue más allá. En la sobremesa de una cena de tantas, después de que Juani trajera a la mesa la charola con los licores, Hernán Costa, un amigo de toda la vida, se volvió hacia Nacho y le preguntó:
-¿Cómo se llama tu barman?
Las risas fueron liberadoras. Las de las mujeres llevaban una nota fingida de vergüenza.
-N’hombre, qué bronca. ¿Cómo sabes si se está cogiendo al chofer o a la otra chacha?
-¡Hernán! – rió, ya incómoda, su mujer.
-Mínimo cómprale un rastrillo, Chachi, no seas.
Chachi sonrió a medias.
-Dos mil pesos a que tiene paquete.
-Hernán, YA.
-¿Quién quiere café?
Chachi tardó quince minutos en la cocina, preparando ella misma los cafés en la maldita cafetera gourmet que le habían regalado el día de las madres. Dos minutos antes de llevarlos a la mesa, había ido al baño y se había hurgado las orejas y la nariz con un cotonete que luego hundió y revolvió con un escupitajo en la mezcla capriccio del expresso de Hernán Costa.
Cuando volvió a la habitación, Nacho ya estaba vestido. Estuvo a punto de saludarlo con un “adónde vas”, pero recordando lo especial del día, cambió de opinión.
-Buenos días.
Silencio por respuesta.
-¿Adónde vas?
Nacho terminó de abrocharse las agujetas de los dos tenis antes de responder.
-Al club –y entró al baño para cepillarse los dientes.
Chachi se quedó inmóvil junto a la puerta. Había tenido la tonta fantasía de que ese día prepararan juntos algo de la celebración. Aunque fuera poner los regalos debajo del árbol.
- ¿Vienes a comer?
Nacho terminó de cepillarse los dientes, se revisó la dentadura y, camino a la puerta, respondió:
-No. Como con Cucho.
Y a mitad de las escaleras:
-Bye.
Chachi estuvo a punto de preguntar a qué hora regresas, pero daba igual. Mientras estuviera ahí para la cena… Después de ponerse unos pants (Bluberris, como decía María Luisa), entró en la habitación de su hijo, que todavía dormía a pierna suelta. En el baño encontró el cartón de papel higiénico con los últimos restos colgando y bufó. Siempre era lo mismo con ese niño. Abrió las puertas del mueble del lavabo en busca de uno nuevo, y entonces, detrás del paquete de dieciséis rollos, divisó algo que la descompuso. El grito de Chachi despertó al muchacho.
-¿Qué es esto, Pablo? – aulló agitando el paquete de Trojan frente al rostro soñoliento del chico.
-Buenos días.
-Nada de buenos días. ¿Qué está haciendo esto aquí?
-Son de Marco, ma.
-Ajá. De Marco.
-Me encargó que se los comprara porque a él le da pena. Pero no lo he visto para dárselos.
Pablo volvió a cubrirse con las sábanas, dándole la espalda a Chachi.
-Pablo, soy tu madre pero además tengo veintitrés años más que tú. A mí no me haces idiota. Espero que estés respetando a Mariana. Y que estés bien consciente de que usar estas cosas no está bien.
-Ajá.
-Y vete levantando porque faltan unas cosas para la cena. ¡Ah! Y no se te ocurra desaparecerte porque si Armando se retrasa necesito que vayas al aeropuerto por tu hermana.
Chachi salió del cuarto dando un portazo. Cerró los ojos y dio un largo suspiro. Nada. Ya estaba olvidado. El día transcurriría con paz y armonía y su plan saldría perfecto. Perfecto.
En el salón, Berta y las chicas le dijeron que hoy tenía un brillo especial. Intuyó que era cierto. En el Trico le tocó hacer una cola de media hora para pagar, pero se entretuvo con una Marie Claire donde leyó un artículo sobre las cougars. Chachi no sabía qué era una cougar y se enteró que son mujeres en sus cuarentas, guapas, autosuficientes y liberales, que se dedican a tener amantes más jóvenes y pasársela en grande. Chachi se preguntó si a sus 55 años bien conservados todavía podría pasar por una cougar. Vestirse provocativa un día, irse a un bar, y ligarse a un treintañero con clase que le diera el revolcón de su vida. El solo pensamiento le puso débiles las piernas. Cuando por fin se subió al coche decidió pasarse rápido por la Santa Cruz para confesarse de volada. Pero se tardó veinte minutos más al salir del estacionamiento por el relajo de la Comer, así que hizo un acto de contricción en el semáforo de Paseo y Santa Teresa y aceleró. En el camino se pasó dos altos.
También a Juani se le había hecho tarde. Había tenido que preparar la ensalada de manzana, la sopa de poblano, el pavo, lavar todo el trasterío, y arreglar las luces de lluvia que se habían descolgado de la fachada. Con el pretexto de hacer los cuartos y limpiar la plata, María Luisa sólo la había ayudado con los chiles en nogada y a poner la mesa. Todavía le faltaba aspirar la sala, pero optó por quitar las virutas y despeinar un poco la alfombra. Juani estaba en ello cuando Chachi entró por la puerta como un torbellino.
-¿Ya llegó la niña?
-Todavía no, señora.
-¿Sí fue Armando por ella?
-Sí, señora.
-¿Dónde está Pablo?
-Salió hace ratito.
-¿A dónde?
Sabía que la pregunta era inútil y no esperó réplica. Subió corriendo las escaleras. Eran las siete, tenía mucho menos tiempo del que había previsto. Se encerró en su cuarto y luego en el vestidor. Se subió en un banquito y de la parte superior del armario sacó una bolsa negra, de la que extrajo y contó con cuidado 200 billetes de mil pesos que ella misma había traído del banco el día anterior. Los metió en un sobre Manila tamaño media carta sin rotular, que cerró y echó en su bolsa. Una vez en el pasillo, rectificó un momento, volvió sobre sus pasos, y dejó sobre el buró los anillos, los aretes y la cartera de piel estofada de tarjetas de crédito. A punto de quitarse también su medalla de plata de la virgen de Guadalupe, decidió dejársela. Pensó que le daría suerte.
Chachi ni siquiera miró la mesa puesta ni entró a la cocina para verificar que todo estuviera listo para la cena. Decidió bajar los regalos más tarde, mientras llegaban los invitados. Nacho podría entretenerlos, que sirviera por una vez para algo. Pasó como ráfaga junto a María Luisa que limpiaba el barandal con un “ahorita vengo”, y salió de nuevo al garage para subir a su camioneta. Al encender el motor, vio a Juani de lejos; la muchacha la miraba desde la puerta con una expresión mezcla de súplica e interrogación. Hasta ese momento, Chachi había pensado llevar a cabo su plan sola, sin testigos. “Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”, había dicho Jesús. Era justo en el anonimato donde residiría el mérito más importante de su acción. Pero el lugar a donde Chachi planeaba ir no era precisamente seguro, y de pronto se le ocurrió que volver a Juani partícipe de su acto, lo haría doblemente agradable a los ojos de Dios. De pronto le vino como una revelación: Juani sería su cómplice sin saberlo. Así tenía que ser. Bajó el vidrio automático del coche.
-Súbete. Necesito que me acompañes a una cosa.
-¿Ahorita? Es que le quería preguntar una cosa del pavo que…
-Ahorita.
Hicieron el camino en silencio. Tomaron Eje Diez y fueron más allá de Avenida Aztecas. Se metieron por la Candelaria y se internaron en un barrio sin nombre. Aquí y allá luces blancas o de colores, adornos de piñatas o de Santa Claus, coronas, escarcha falsa en las ventanas. Salvo por un par de tienditas de abarrotes y un carrito de camotes en medio de la nada, no había ni un alma en las calles. Con el corazón a todo galope y los dedos enrojecidos por la presión sobre el volante, Chachi avanzaba despacio estudiando las fachadas a uno y otro lado de la calle, y Juani la imitaba por reflejo. De pronto, Chachi disminuyó la velocidad. Era una casa inacabada, de ladrillo y techo de aluminio, como construida por partes, con una reja improvisada pintada de blanco que daba a un patiecito con dos tanques de gas y un sube y baja de plástico despintado. A través de la ventana rodeada por luces mal puestas, se alcanzaba a ver un nacimiento. Chachi decidió que este era el lugar. Esta sería la casa donde la mano de Dios se posaría a través suyo y donde reinaría inesperadamente la alegría. Se detuvo a unos diez metros. Sin apagar el coche, sacó el sobre Manila de su bolsa, y lo puso en la mano de Juani.
-Vas a ir a esa casa y vas a meter esto por la reja –señaló.
-¿De… esa?
-La del patiecito, donde se ve el nacimiento.
-¿La de ladrillos?
-Sí. Pícale.
Obediente, Juani bajó de la camioneta. Chachi apagó las luces, pero no el motor. Aquello era como la boca de un lobo y por unos segundos perdió de vista a la muchacha. Cuando encendió los cuartos la vio agachada a unos metros, frente a la reja blanca, incorporándose de un salto con el ladrido de un perro vecino. Juani caminó deprisa de vuelta al coche, mirando hacia atrás y afianzándose el suéter con las dos manos. La taquicardia rebasaba el peto de su delantal.
-¿Lo metiste bien?
-Sí.
-¿Sí entró bien, bien?
-Sí, señora, creo. Digo, sí.
Juani miraba intermitentemente a Chachi y a la guantera, temblando. Chachi sintió al verla una profunda compasión, una ternura embriagadora como no había sentido en toda su vida. Así que esto era la caridad. Esto era amar al prójimo como a uno mismo. En un impulso, se acercó a Juani y le dio un abrazo que la muchacha no correspondió. Olía a ajo, nueces, sudor y jabón.
Arrancaron. Después de darle tres vueltas a una rotonda habían perdido por completo el camino. A lo lejos vieron venir tres siluetas. Eran unos muchachos, el menor no debía tener más de dieciséis. A Chachi le dio confianza uno con la gorra puesta al revés, le recordó a su hijo. Se detuvo junto a ellos, obligándolos a aminorar el paso.
-Buenas noches, feliz Navidad, ¿saben cómo vuelvo a salir al Eje?
El chico de la gorra se acercó a la ventanilla.
-¿A dónde?
-A Eje Diez. O a Periférico, lo que esté más cerca.
Un intercambio de miradas fue suficiente. Todo ocurrió en menos de un minuto. Los gritos fueron sofocados antes de cualquier amago de lucha. Para Chachi bastó un solo golpe de cráneo contra el parabrisas; con Juani, un navajazo en el cuello. Fue impecable. Las subieron entre los tres a la cajuela y el de la gorra se puso al volante. Los otros dos rompieron filas. Eran hermanos y habían quedado de llegar a su casa con atole y tamales.
Treinta minutos después, el muchacho de la gorra negociaba en un desarmadero por Santa Lucía. Agarró a Yaco Gómez de malas, estaba cenando. Además decidió cobrarse el setenta por ciento de la ganancia de la camioneta por ser 24 y a cambio de hacer la “limpieza”. El muchacho terminó accediendo, pero se quedó con el celular de Chachi y su medalla de la virgen. A Juani ni siquiera la habían revisado. Fue Yaco quien, en una segunda esculcada, descubrió un sobre Manila en el bolsillo de su delantal.
3 comentarios:
chachi es lo máximo. esta en la luna pero es una tipaza, no merecia un final tan cruel. su muchacha si por bigotona! jajajaj
Hija linda:
Edgar Alan Poe te hace los mandados.
Te amo.
Papá.
Curioso final, para un tanto raro comienzo. Realidad Mexicana...
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